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El Tratado de Límites de 1750 y las misiones

La década de 1750 constituyó, para las misiones, la etapa más difícil de su historia. En ese período, se sucedieron una serie de conflictos que afectaron a parte del distrito misional y pusieron en duda la continuidad, de esa sociedad guaraní, bajo la tutela de la Compañía de Jesús.

La relación de estos hechos es compleja, ya que los mismos se desarrollaron simultáneamente en varios escenarios. En Europa, una gestión diplomática condujo a la sanción del Tratado de Madrid, de 1750, cuyo texto procuró resolver las cuestiones de límites entre España y Portugal en América del Sur.

A partir de entonces, se instrumentó su aplicación por comisiones de límites binacionales, y el seguimiento de sus resultados por las respectivas Cancillerías. En este caso, Portugal introdujo cambios en la orientación de sus intereses, que alteraron el objetivo principal del Tratado.

Al mismo tiempo, los jesuitas de la Provincia del Paraguay, se vieron enfrentados a varios compromisos, de difícil conciliación. Por una parte, su lealtad al soberano, los obligaba a aceptar la cesión, a Portugal, de siete pueblos de las misiones orientales, al mismo tiempo que advertían el perjuicio territorial y los riesgos que, dicha cesión, implicaba para los intereses de la Corona española.

Por otro lado, estaba el deseo, de los jesuitas, de no ver comprometida a la Compañía de Jesús en una decisión que se creía equivocada y, al mismo tiempo, implicaba incurrir en deslealtad para con sus neófitos guaraníes, a quienes, el Tratado, obligaba su traslado a otras tierras. Esto llevó a los jesuitas a vivir un conflicto interno de consecuencias y, por ello mismo, a ser blanco de las críticas de quienes los suponían obstáculos en la aplicación del Tratado.

Un tercer problema, que se sumó a los anteriores, involucraba a los guaraníes, ocupantes de aquellas tierras y estancias. Estos, lejos de aceptar la cesión de las mismas a Portugal y trasladarse a nuevos emplazamientos, se negaron a ello y se sublevaron, enfrentando, de ese modo, la decisión real, con las armas en la mano.

El resultado final de este largo, doloroso y complejo asunto, fue negativo, en todos sus aspectos y, en particular, para España, los jesuitas y los guaraníes. En el plano internacional, debió aceptarse el fracaso del Tratado y su abandono, en 1761, volviendo los límites a su estado inicial. En lo pastoral, el desbande de los guaraníes, luego de la derrota de 1756 y la liquidación de gran parle de sus existencias ganaderas, en medio de la ocupación militar, supuso un estado de gran confusión reinante hasta 1760. A partir de entonces, se inició el retorno a los pueblos y la lenta recuperación de los huidos en desbande, y el restablecimiento del antiguo orden.

En el plano religioso, el cuestionamiento del proceder de los jesuitas se dio en un ámbito cultural donde la Orden ya se hallaba a la defensiva, sobre todo en Portugal, enfrentando una política secularizadora que pronto alcanzaría a otras monarquías católicas. Todos estos temas han merecido considerable atención en la historiografía, en sus distintos planos.

En el presente desarrollo, se procurará ofrecer una síntesis de cada cuestión y, de modo particular, atender al desarrollo de esos acontecimientos en el área donde ocurrió el mayor conflicto, que fueron las misiones.

- La frontera de las misiones: un territorio en disputa

Los problemas de las misiones, en esta década, comenzaron con la aplicación del Tratado de Límites entre España y Portugal, firmado en Madrid, el 13 de enero de 1750. En dicho documento, se convalidaba lo que cada Estado poseía y se abandonaba la línea matemática de Tordesillas, reemplazándola por el trazado de límites, apoyados en accidentes geográficos, enumerados en el mismo Tratado.

Además, incluía, como cuestión capital, la cesión a España de Colonia y el uso exclusivo del Río de la Plata por parte de la Corona española. A su vez, España entregaba a Portugal parte de Río Grande, al norte del río Ibicuy, donde se hallaban las siete misiones orientales, con sus estancias y yerbales, extendidos hacia el Este, hasta hallar las nacientes de los ríos Uruguay, Jacuy e Ibicuy.

Si bien el Tratado se refería también a otras zonas, en la Cuenca del río Amazonas y Mato Grosso, la región de Río Grande fue la que suscitó los mayores problemas para la ejecución del Tratado, dados los intereses involucrados. Tanto Colonia, como las misiones, poseían importancia estratégica, sobre todo para la política expansiva que entonces desarrollaba Brasil.

Esta región, conocida antes con el nombre del Tapé, por los guaraníes, y, más tarde, por los portugueses como Río Grande, y, también, como O continente de Sao Pedro, se halla enmarcada, hacia el Oeste, por la banda izquierda del río Uruguay, mientras que el litoral atlántico y las cuencas de los ríos Cuareim y Yaguarón, marcan sus límites al Este y al Sur, aproximadamente, en la misma línea que hoy separa el Estado brasileño de Río Grande do Sul de la República Oriental del Uruguay.

En ese vasto territorio, confluyeron dos corrientes de poblamiento. Se trataba de un espacio, entonces virtualmente vacante, aunque no inhabitado, cuyas fronteras carecían de definición y de resguardo suficiente. Río Grande era, para entonces, una región en vías de ser incorporada, tanto por los guaraníes de las misiones, como por los portugueses, que comenzaban a establecerse en la costa atlántica.

Los guaraníes de las misiones, que, en la primera mitad del siglo XVII, debieron abandonar estas tierras del Tapé perseguidos por los paulistas, volvieron a poblar sus tierras, erigiendo allí los siete pueblos, en el noroeste de la región. A su vez, extendieron y deslindaron sus estancias hacia el Este, poblándolas con numerosos rebaños de ganado.

En 1753, los registros de las misiones indican que, en esos pueblos, vivían 6.144 familias y 29.052 habitantes. Esa corriente guaraní, guiada por los jesuitas, se apoyaba tanto en sus asentamientos urbanos, como en el poblamiento disperso de sus estancias. Los mapas de la época registran unas quince grandes estancias y, en cada una de ellas, un cierto número de capillas y puestos, comunicados entre sí por huellas y caminos.

Dentro de ese espacio, las misiones se mantenían atentas en la vigilancia de la frontera portuguesa; se sentían defensores naturales de esos dominios, al tiempo que los jesuitas, favorecidos por el relativo aislamiento en que se hallaban, guardaban también la distancia, que creían necesaria, con la sociedad colonial, contacto que juzgaban negativo para las costumbres de sus neófitos.

De la otra parte, la expansión portuguesa buscó, inicialmente, establecerse en el litoral atlántico y, al mismo tiempo, hallar un derrotero terrestre que los pusiera en contacto con la lejana Colonia. Pero sus fundaciones no habían avanzado más allá de Laguna (1687), aunque la búsqueda de los caminos, por el Interior de Río Grande, iniciados por Domingo de Filgueira (1703) o Domingo Brito Peixoto (1721), les permitieron conocer y valorar esos campos y las estancias de ganado que allí existían.

En la década de 1730, el gobernador de Río de Janeiro, Gómez Freire de Andrada (1685-1763), dio impulso a esa incipiente corriente pobladora. Ordenó fortificar Río Grande de San Pedro, en la boca de la Laguna de los Patos, elevada a la categoría de Villa, en 1747, y erigir el Fuerte de Jesús, María y José, en 1737, en el río Pardo.

A estos lugares se agregaron otras defensas fronterizas en Tahim, Chuy y, más tarde, los poblados de Patrulha (1740), Viamao (1741) y Porto dos Casais (1742), luego conocido como Porto Alegre, todos en la región nordeste de Río Grande. Este incipiente poblamiento, iniciado en apoyo a las comunicaciones con Colonia, si bien no sirvió a ese propósito, abrirá la puerta a la gradual ocupación de Río Grande y, más tarde, a las misiones, cedidas en el Tratado de 1750.

En el espacio intermedio, al sur y al este del río Ibicuy, se hallaban los antiguos pobladores del grupo charrúa, mezclados con desertores guaraníes y mestizos de diversa procedencia que, en sus correrías, disputaban el dominio a guaraníes y portugueses, o negociando con ellos mutuos beneficios. El mapa del Padre José Quiroga, de 1749, indica, en la orla, sus nombres.

Un Informe del Padre Bernardo Nusdorffer, del 20 de mayo de 1743, titulado: "Lo que pasa a las Misiones de los Indios Guaranís, con los Vagabundos y Portugueses de algunos años a esta parte, en las Estancias de ganado vacuno y en lo demás", refiere que, por espías guaraníes, se sabe de la fundación de San Pedro; también detalla los saqueos a las estancias de San Miguel y Yapeyú y, también, a las de San Juan, San Lorenzo y San Javier, por parte de los minuanos y guaraníes prófugos, que negociaban, con los portugueses, las reses.

Con autorización del gobernador de Buenos Aires, se dispuso mantener una Guardia de 300 ó 400 indios armados, que rechazó otras entradas. Por esa vía, le llegó a Nusdorffer la noticia de la fundación del Fuerte del Río Pardo, que así consideró en su Informe:

Consiguieron los portugueses, con ayuda de estos vagabundos (...) el poblar estancias de ganado en este mismo rincón de tierras, con lo cual no sólo aseguran su sustento, sino que tienen asegurado el avío para su camino desde el Río Grande hasta San Pablo (...) y, con ello, acercarse más a las misiones o destruir a estos presidiarios que, hasta ahora, les han impedido el paso”.

Y concluye:

El remedio de todo esto es difícil. No se sabe si por donde caminan pasa el término de su conquista o no, porque hasta ahora, no está averiguado por dónde corre la línea de Alejandro VI y a dónde sale en qué grado de longitud. Las treguas están en pie, su constancia y fervor conocido y para que no le impidan en sus cosas nuestros indios, antes de pasar a las minas, van cerca de sus capitanías, caminando hasta estar muy lejos de ellas, por montes y serranías impenetrables, adonde no puedan ser sentidos por los nuestros(1).

(1) Archivo Nacional de Santiago de Chile, Jesuitas, tomo 283,4). // Citado por Ernesto J. A. Maeder. “Misiones del Paraguay (construcción jesuítica de una sociedad cristiano-guaraní. 1610-1768)” (2013), Instituto de Investigaciones Geohistóricas, Conicet, Resistencia. Ed. ConTexto.

El texto muestra bien el marco de recelos e incertidumbres que existía entre estos sectores. Ambas corrientes, aunque separadas todavía por un amplio espacio semivacío, eran de distinta naturaleza. Los jesuitas y las misiones contaban sólo con población guaraní; no demandaban espacios mayores y, si bien vigilaban la frontera del Este, carecían de un apoyo oficial y eficaz de la distante Buenos Aires.

Su tendencia era claramente defensiva y conservadora de lo que ya poseían. Al contrario, el poblamiento portugués, al principio minoritario, se hizo expansivo, al contar con la dirección y el apoyo oficial del Gobierno carioca, que le remitía colonos del Brasil y de las Islas Azores, otorgándoles tierras, para arraigarlos en el lugar.

La aplicación del Tratado de 1750, en esa región, hallaba un campo abonado a favor de la ocupación portuguesa. Al favorecerla con la permuta por Colonia, España no hizo más que alentar y consolidar un movimiento que ya se hallaba en marcha y que además trastornó a las misiones con la guerra, el desarraigo de los guaraníes y la ruina de sus pueblos y bienes. Y, si bien el Tratado fue anulado, en 1761, el daño ya se había producido.

Las misiones volvieron a su territorio, pero debilitadas. La ocupación portuguesa se detuvo momentáneamente, pero el rumbo ya estaba trazado, y reanudó su impulso, cuando ya los jesuitas no estaban para advertirlo y oponerse.

- El Tratado de 1750. Antecedentes y disposiciones para su aplicación

El Tratado de 1750 constituyó un paso importante en la política exterior de España y Portugal, que apuntó a definir y resolver sus históricos litigios de límites. Hacia mediados del siglo XVIII esos conflictos, a que se vieron abocadas ambas Coronas, en razón de las onerosas alianzas que mantenían con Francia y Gran Bretaña, respectivamente (como los Pactos de Familia I y II, de 1733 y 1743, y el Tratado de Methuen, de 1703), así como las repercusiones provocadas en sus posesiones coloniales, llevaron, a ambas Cortes, a buscar un Acuerdo.

Se hizo así evidente que, para ello, era necesaria una política exterior independiente y un arreglo de fondo en los límites coloniales. En este último aspecto, el Tratado de Tordesillas, de 1494, había envejecido, tanto por las dificultades que impidieron su demarcación efectiva en su época, como por las situaciones de hecho, que habían modificado los límites hispano-lusitanos.

Portugal se había extendido considerablemente hacia el Oeste, ocupando la Cuenca del Amazonas y Mato Grosso, sin olvidar su enclave en Colonia del Sacramento, en pleno Río de la Plata. A España se le reprochaba la ocupación de las Filipinas, excediendo los límiles de su jurisdicción, en el Lejano Oriente.

El doble casamiento de los príncipes con infantas de ambas Coronas, en 1729, permitió el inicio de una política de acercamiento que, más tarde, cobró renovado impulso. Distintas razones movieron, así, a Fernando VI (1746-1759) y al ya anciano Juan V (1708-1750), a buscar un entendimiento que -al mismo tiempo- fortaleciera a sus colonias, amenazadas por otras potencias.

Alejandro de Gusmao (1695-1753), Secretario del Despacho para los Asuntos Brasileños, desde 1734, y, luego, miembro del Consejo Ultramarino (1743-1750), y José de Carvajal y Lancaster, ministro del rey de España, iniciaron, en 1747, laboriosas y reservadas negociaciones, que condujeron a la firma del Tratado de Madrid, del 13 de enero de 1750.

En ese documento, se reconocía la situación imperante, en cuanto a los espacios ya ocupados en materia de límites y se cedían, por ambas partes, lugares y territorios que, a su vez, significaban compensaciones por otras tierras, razón por la cual, el Tratado también fue llamado “de Permuta”.

Dicho texto, precedido de una Introducción, con los antecedentes histórico-jurídicos de cada caso, constaba de 26 artículos. En ellos se establecía que Portugal cedía, en el sur, Colonia y el uso del Río de la Plata, así como, en el norte, renunciaba a las tierras entre los ríos Yapuré y Amazonas. España, por su parte, entregaba, en el sur, parte de Río Grande, con las siete misiones orientales y, en el norte, vastos territorios en Mato Grosso y la Cuenca del Amazonas.

Con dicho Tratado, se aplicaba el principio del uti possidetis iure, que convalidaba lo que cada Estado poseía en ese momento, abandonándose la línea matemática de Tordesillas y reemplazándola por límites, apoyados en accidentes geográficos, enumerados en el texto del Tratado.

Ello favoreció, fundamentalmente, a Portugal, que, de ese modo, consolidó el dominio que había logrado en esos lugares. España, si bien retenía las Filipinas, cedía territorios que, en parte, se hallaban poblados, como las misiones orientales, cuya permuta habría de significarle innumerables problemas. Se siguió una política, al parecer bien inspirada, pero que pecó de ingenuidad y careció de adecuada información sobre las tierras que cedía a Portugal.

El Tratado suscitó reservas, tanto en Europa como en América. Por una parte, la cautela con que se llevaron a cabo las negociaciones en España, sin consultar al Consejo de Indias o al virrey del Perú, o al gobernador de Buenos Aires y, mucho menos, a los jesuitas del Paraguay, impidió que se pudieran hacer llegar prevenciones respecto de las cesiones territoriales comprometidas.

Incluso, en el ámbito portugués, el ex gobernador de Colonia, Pedro A. de Vasconcellos, hizo conocer sus reparos, ante la prometida entrega de esa plaza. Ello mereció una tardía y detallada respuesta de Alejandro de Gusmao, del 8 de septiembre de 1751, en la cual le hace ver que, la posesión portuguesa de Colonia, era inviable en el largo plazo y que las tierras de Río Grande y otras, obtenidas por permuta, compensaban, con creces, la cesión de aquel lugar.

Sin embargo, de este argumento, el nuevo ministro de Negocios Extranjeros del rey José I (1750-1777), Sebastián de Carvalho e Mello, más tarde conocido como Marqués de Pombal, no participaba del espíritu que animaba a su antecesor Gusmao, ahora desplazado del poder. Por el contrario, Carvalho e Mello se convirtió en enemigo de dicha permuta, y, sus intrigas, desde un principio, entorpecieron la ejecución del Tratado y la alianza ibérica.

Es llamativo que, en España, pese a que Carvajal conoció esta actitud de su par portugués desde al menos el 20 de mayo de 1751, y que así lo advirtió al gobernador de Buenos Aires y a los comisarios de la demarcación, desde el 8 de abril de 1752, la ejecución del Tratado se mantuvo en forma invariable. Esta duplicidad de la política portuguesa, condujo, finalmente, al fracaso del Tratado.

Si bien el Tratado estipuló que, dentro de un año, se habrían de fijar las fechas para las mutuas entregas, ello no ocurrió. Recién el 17 de enero de 1751, un año después, se firmaron varios documentos complementarios, con instrucciones para los comisarios de la demarcación, concediendo prórroga para la ejecución de sus tareas, hasta fines de ese año.

Se indicaron también las cartas geográficas a tomar en cuenta y se añadieron instrucciones secretas, que autorizaban, incluso, al empleo de la fuerza, para el caso en que se presentara resistencia al cumplimiento del Tratado.

La demarcación de límites en la región sur se confió, por parte de España, a Gaspar de Munive, Marqués de Valdelirios, y a Gómez Freire de Andrada, Capitán General de Río de Janeiro, por la Corona lusitana, mientras que, en la región norte se nombró a José de Iturriaga y a Francisco Javier de Mendoza Furtado.

En ambos casos, estos comisarios dividieron su tarea en partidas: tres para el sur y, otras tantas, para el norte, a cargo de Oficiales de las respectivas Coronas. De la parte española, la primera partida se hallaba a cargo del capitán Juan de Echavarría; la segunda, se encomendó a Francisco de Argüedas; y, la tercera, a Manuel Antonio de Flores. Estos tres Oficiales, con los correspondientes portugueses, operarán en diferentes tramos de la frontera de Río Grande.

A todo esto, la noticia de la firma del Tratado se conoció en Buenos Aires recién en septiembre de 1750 y, su confirmación, a principios de 1751. En el ámbito colonial, como entre los jesuitas, los alcances de la permuta -que involucraba a las siete misiones- causaron estupor y creciente preocupación.

Por otra parte, cartas de los Padres Generales, Retz, y de su sucesor, Ignacio Visconti (1751-1755), no sólo confirmaron la noticia, sino que ordenaron, a los jesuitas, el acatamiento del Tratado. El Padre Provincial Manuel Querini, en vista de lo que se avecinaba, pidió parecer a los Padres consultores sobre este asunto. Resultado de ello fue la extensa y fundada "Representación" que, la Provincia Jesuítica del Paraguay, envío al virrey, el 12 de marzo de 1751, solicitando la

suspensión del Tratado, en cuanto se refiere a la entrega de los siete pueblos (...) para cuyo logro se alegan histórica y legalmente los derechos que tal entrega menoscabarán o desconocerían; y manifiesta los peligros que entraña, favoreciendo las miras usurpadoras de los portugueses; dando tiempo (...) para que S. M. mejor informada mande (...) respetar los derechos adquiridos”, etc.(2).

(2) Archivo General de la Nación, Buenos Aires, Argentina // CB, II, 37-51). // // Citado por Ernesto J. A. Maeder. “Misiones del Paraguay (construcción jesuítica de una sociedad cristiano-guaraní. 1610-1768)” (2013), Instituto de Investigaciones Geohistóricas, Conicet, Resistencia. Ed. ConTexto.

En esa Representación, los Padres consultores, Juan B. Massala, Ladislao Oroz, Rafael Caballero, Eugenio López y Pedro Lozano, advierten sobre la Información incompleta en que se basó el Tratado, y pronostican el desbande o insurrección de los guaraníes, así como el peligro de contagio en el resto de las otras 23 misiones.

Además, se dispuso enviar, al Padre Pedro Logu, como Procurador, a España, viaje que fue interrumpido en Río de Janeiro por el gobernador portugués, que creyó que, ese viaje, sería perturbador para la ejecución del Tratado.

También hubieron otros pronunciamientos semejantes, de autoridades coloniales y eclesiásticas, que no arrojaron resultados. Era ya demasiado tarde para conmover la voluntad real en este empeño y escasa la influencia de los peticionantes. En la Provincia Jesuítica del Paraguay hubo cambio de autoridades. En sustitución del Padre Provincial Querini (1747-1751) se nombró al Padre José Ignacio Barreda (1751-1757), que provenía del Perú.

A su vez, el Padre Matías Strobel fue nombrado Superior de las misiones y, dada su excusa para aceptar, continuó en funciones el veterano Padre Bernardo Nusdorffer. Barreda se hizo cargo de su provincialato el 27 de enero de 1753, con la misión de encargarse inmediatamente de visitar las misiones y disponer el traslado de los guaraníes a nuevas tierras.

A su vez, y a instancias de la monarquía, se solicitó y obtuvo de Roma, la designación del Padre Lope L. Altamirano, con facultades de comisario, para el traslado de las Reducciones. Ello supuso, desde su llegada a Buenos Aires, en febrero de 1752, que las autoridades de la Provincia quedaban subordinadas, en ese aspecto, a este comisario, que no sólo desconocía la Provincia, sino la índole de los guaraníes, con los cuales debía proceder.

Allí, los comisarios tomaron contacto con el gobernador José de Andonaegui y con los Padres Barreda y Nusdorffer, con lo cual estos conocieron, en detalle, los alcances de las medidas previstas por el Tratado y los tiempos y modos de su aplicación en las misiones.

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