Argentina precolombina
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Las razas que poblaban el territorio argentino sufrieron una considerable transformación en el Período Precolombino, debido a la evolución natural del género humano y a la llegada de corrientes migratorias.
Poco es lo que puede decirse de esas especies en lo que hace a su organización política, aun cuando sus signos de humanidad hagan presumir en aquellos seres la presencia del animal sociable y político, conforme a la concepción aristotélica, ya que la naturaleza arrastra instintivarnente a los hombres a agruparse y asociarse.
Fueron razas nómades y, precisamente, esa característica habría de facilitar su dispersión y la posterior unión con otras razas pobladoras de distintas zonas de nuestro territorio, conformando las especies étnicas aborígenes relatadas por los españoles en el período de la conquista.
La unión de familias en torno al cacique, formando la tribu, fue la particularidad de aquella primitiva organización, donde derecho y religión se confundieron, porque la coacción, que es la característica de la autoridad terrenal, sólo podía -para imponerse-, derivarse de la Divinidad.
Antiguos cultos de nuestros aborígenes, como el de la Pachamama, coinciden con los de otras civilizaciones del Oriente, que adoraron en una Gran Diosa Madre la imagen de la Vida, de la Fecundidad, de la Tierra.
Luego, junto a ellas, esas tribus habrían de divinizar la manifestación de un principio vital con la presencia de un Dios varón: el Sol de los quichuas y diaguitas, que es la fuente de energía terrena, dá luz y calor a los seres del género animal y vida al mundo vegetal.
Fenómeno notable en la evolución de aquellos pueblos fue el de la estabilización, que también ha investigado la historia en otras culturas, como en el caso de los grupos que se radicaron en el valle del Nilo iniciando la magnífica civilización egipcia.
La estabilización es el origen de las aldeas calchaquíes, de las tolderías araucanas, de los túmulos santiagueños, de las edificaciones semisubterráneas de los comechingones, de los caseríos guaraníes.
Dice Pirenne que
“el período de estabilización es la gran etapa de la vida de los pueblos”, y si así lo fue, porque “a raíz de ese fenómeno las sociedades se hicieron sedentarias, adquiriendo la cohesión necesaria para constituir un pueblo, tomaban posesión de un territorio y se sometían a una suprema potestad” que en aquellas organizaciones primitivas constituía su vínculo jurídico.
Observóse que con esos tres elementos está dada ni más ni menos que la noción de Estado.
Si en las sociedades primitivas el poder derivó de la Divinidad, a esa nota que vemos en nuestros aborígenes habremos de tenerla presente en todo el período de Gobierno monárquico español y aún en la Constitución Nacional, que se sancionó invocando “la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia”.
La cohesión lograda por algunos de los pueblos primitivos permitió la formación de confederaciones de tribus, en las que pueden verse vestigios más modernos de organización política. Así, Calchaquí pudo reunir bajo su mando a todas las tribus del valle que lleva su nombre; y, mucho más tarde, Calfucurá y su hijo Namuncurá acaudillaron 1a Gran Confederación de Salinas Grandes que tantas guerras libraron contra los ejércitos nacionales.
En esas sociedades aborígenes se dieron los primeros signos de propiedad individual y social. Los quichuas, tribus de origen incaico, practicaban un verdadero socialismo; los araucanos reconocían el derecho patrimonial de cada indio sobre riquezas transportables (animales, prendas y otros muebles), pero también practicaban cierto tipo de socialización: la matanza de un animal o la producción de harina era distribuida entre los diversos toldos. Las tribus que no eran agricultoras no conocían la propiedad inmobiliaria, aunque sí la del ganado en algunos casos.
La familia fue poligámica y el adulterio no parece haber sido frecuente. Instruido el varón en la guerra, era el jefe de familia y a su lado las mujeres tenían trabajos propios del sexo: la crianza de los hijos, la comida, el tejido y, en algunos casos, la preparación de cueros o los trabajos de agricultura.
Entre los araucanos, por ejemplo, las mujeres poseían su peculio y los indios no podían contratar sin la presencia de todas sus mujeres.
La asimilación aborigen a la civilización de los conquistadores españoles fue lenta. Las Ordenanzas de Alfaro (1611-1612) creando los Cabildos indígenas en el Río de la Plata “para que los indios vayan entrando en policía”; en cada reducción indígena había un Alcalde, también indígena, y cuando la población tenía más de ochenta casas había dos Alcaldes y dos Regidores.
Dice Zorraquín Becú que
“sólo hay datos auténticos de los Cabildos de Quilmes y Concepción de Itatí. Entre los guaraníes funcionaron numerosos Cabildos indígenas, que desaparecieron con la expulsión de los misioneros jesuitas”.
Para aquellas comunidades aborígenes, la conquista no habría de significar la pérdida de sus costumbres y su organización política y social. Por el contrario, convivieron durante siglos en guerra y en paz con la civilización traída desde España.
Cuando el general Julio Roca dio en la Patagonia término a la “conquista del desierto” debió investir a los caciques aborígenes de autoridad militar por el Gobierno Nacional.
Sin duda las tribus del Noroeste, emparentadas con la fabulosa civilización incaica, fueron entre nosotros las de cultura más avanzada, utilizando la lengua quichua que fue precisamente la del Imperio Inca. El quichua se introdujo en el antiguo Tucumán, unos doscientos años antes de la conquista, y luego de ella los sacerdotes católicos difundieron el idioma como lengua de evangelización.
Decía Prescott que las leyes incaicas eran “tan artificiales como las de la antigua Esparta”, pero en tanto las leyes de Licurgo estaban destinadas a un pequeño Estado, las del Inca poseían una “facultad indefinida de expansión”.
Las innumerables tribus reunidas bajo el poder incaico se denominaban Tavantinsuyu, “las cuatro partes del mundo”, y el reino estaba dividido en cuatro partes precisamente, desde las que se llegaba a Cuzco (centro del Imperio) por cuatro grandes caminos; cada una de esas cuatro partes tenía un virrey y, a partir de ellos, existía una perfecta organización jerárquica que terminaba en décadas, cuerpos de diez hombres de los cuales uno era el Jefe.
En todos los pueblos existían magistrados para impartir Justicia. El régimen de propiedad era digno de mención: las tierras pertenecientes al pueblo se dividían per cápita en partes iguales conformando un verdadero comunismo agrario, confirmado por la obligatoria atención de las tierras de los ancianos, enfermos, viudas, huérfanos y guerreros en servicio, que debían ser cultivadas por los quichuas con referencia a sus propias tierras, de forma tal que la riqueza y la pobreza eran desconocidas por los pueblos incaicos.
Todo el respeto que aquella imponente civilización incaica difundió en nuestros patriotas habría de traducirse en la evocación de la Marcha Patriótica de Vicente López y Planes:
“Se conmueven del Inca las tumbas / y en sus huesos revive el ardor / lo que ve renovando a sus hijos / de la Patria el antiguo esplendor”.
El Congreso de Tucumán que declaró nuestra Independencia, publicó el Acta en castellano, aymará y quichua. En ese mismo Congreso, cuando se debatió nuestra forma de gobierno, nada menos que Manuel Belgrano (militar prestigioso, patricio eminente, político, jurista y economista) propició para las Provincias Unidas del Río de la Plata una
“monarquía atemperada”, coronando a la dinastía de los incas y sus legítimos sucesores “por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta Casa tan inicuamente despojada del trono por una sangrienta revolución que se evitaría para, en lo sucesivo, con esta declaración”.
Y cuando el general San Martín emprendió la campaña del Perú, dirigió una Proclama en idiomas castellano y quichua, donde evocó a Manco Capac, fundador del Imperio Incaico, y a Tupac-Amaru, que en 1780 levantó sesenta mil indígenas contra la autoridad española, hasta tal punto subsistía como sigue subsistiendo la influencia de antiquísimas poblaciones autóctonas en lo que hoy es nuestro país.