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Los Apóstoles

La vocación misional estaba presente no sólo en la voluntad real o episcopal, sino también en la del poblador común, por lo que la obligación de evangelizar se consideraba “no sólo de cristianos, sino de españoles”(1).

(1) Carlos Alberto Floria/César A. García Belsunce. “Historia de los Argentinos”, tomo 1, capítulo 3.

Este espíritu cristiano, vivido a un mismo compás desde el poder y desde el llano, se reflejó en la denominación de las ciudades que, con harta frecuencia, llevaron nombres de santos o advocaciones de la Santísima Virgen: Santa María de los Buenos Aires, Santa Fe de Bogotá, San Juan de Vera de las Siete Corrientes, San Miguel del Tucumán, Santiago de León de Caracas, y así sucesivamente. 

Pero las manifestaciones de la fe adquirieron una expresión menos superficial y más esencial en la obra misma de la evangelización y en la organización de la Iglesia en suelo americano.

Los primeros cristianos que trabajosamente se fueron estableciendo en América, encontraron un mundo de miles de paganos de diversa cultura y hábitos.

Los animosos frailes y sacerdotes que llegaban al nuevo continente eran escasísimos proporcionalmente y al distribuirse en los dilatados territorios parecían perderse en ellos. Esta circunstancia hizo que el resto de los pobladores blancos también participaran de la obra evangelizadora, sea como auxiliares de aquéllos o tomando la iniciativa.

Tal vez nunca en la historia de la Iglesia americana tuvieron los laicos una importancia y una eficacia mayor.

La obra misional fue de difíciles comienzos. Ignorantes de las lenguas indígenas y faltos de los conocimientos antropológicos y etnológicos que la ciencia sólo proveería varios siglos después, los españoles tuvieron inconvenientes en comunicarse con los naturales y en comprender y adecuar el impacto que su presencia causaba en ellos.

Las primeras relaciones con los indios se intentaron por vía de la gesticulación, pero de una gesticulación europea, cuyo significado sólo conocían los blancos.

Al cabo de cierto tiempo descubrieron, sin embargo, un repertorio de gestos que configuraban una mímica indígena propia, lo que les permitió a los misioneros -igual problema tenían los conquistadores en los otros órdenes-, llegar a un diálogo rudimentario, pero que al fin constituía una comunicación entre aquellos dos mundos.

Posteriormente la adquisición de las lenguas indígenas y el conocimiento de sus hábitos culturales permitió a los misioneros trasmitir su fe de una manera más coherente y accesible.

Desde entonces, dos concepciones diferentes se ensayaron en la obra misional, según J. Tormo(2): una, que se puede llamar de adaptación o culminación; y, la otra, de sustitución o ruptura.

(2) J. Tormo. “Historia de la Iglesia en América Latina”, tomo I // citado por Carlos Alberto Floria/César A. García Belsunce. “Historia de los Argentinos”, tomo 1, capítulo 3.

Según la primera, se trataba de incorporar lo cristiano a la vida indígena, presentándolo como el perfeccionamiento de su vida religiosa. La segunda, en cambio, procuraba desterrar lo más rápida y drásticamente posible las creencias y hábitos originales para reemplazarlos por la verdad cristiana y los hábitos civilizados.

Este procedimiento primó en definitiva, tal vez por la seducción de su aparente rapidez y porque también aparentemente garantizaba mejor la pureza de la doctrina cristiana aceptada por los indios.

Aunque ambos métodos eran en definitiva hispanizantes, el primero lo era de una manera más progresiva y se hacía cargo mejor de los problemas que el proceso de aculturación creaba en el ánimo del indio.

Sea que el misionero se inclinara por uno u otro de estos procedimientos, procuró generalmente estar presente entre la comunidad indígena, lo que dio origen a no pocos casos de martirio, aunque debe aceptarse que no todos fueron causados por la adhesión a los dioses viejos ni por resistencia a la fe cristiana, sino por reacciones culturales y resistencia a las implicaciones éticas de la nueva fe.

Estos martirios, ante los cuales no se amilanaron los misioneros, fueron más frecuentes en las etapas de asimilación imperfecta, es decir, cuando la coexistencia de la nueva y la vieja cultura agudiza la tensión del indio, divide su comunidad entre conservadores y cristianizantes -por así llamarlos-, y como consecuencia excita su agresividad.

Sea en poblados indígenas o reducciones, sea recorriendo selvas y montes, los misioneros dieron a los naturales un testimonio de heroísmo, al que estos eran más sensibles que a las complejidades del dogma, no faltando laicos que secundaran a aquéllos en dar ejemplo, lo que ayudó positivamente en la obra evangelizadora.

En líneas generales puede decirse con el citado Tormo, que tal vez los blancos no dieron en su conducta

ejemplo de moralidad perfectamente cristiana, pero sí de su fe en Cristo a pesar de sus múltiples y grandes defectos”.

Estos defectos también frecuentemente escandalizaron a los indios y arruinaron la obra de los apóstoles, pues como dijo el Inca Garcilaso,

los más hicieron oficio de buenos cristianos; pero entre gente tan simple como aquellos gentiles, destruía más uno malo que edificaban cien buenos”(3).

(3) Inca Garcilaso de la Vega. “Comentarios Reales”. Referenciado por J. Tormo en “Historia de la Iglesia en América Latina”, tomo I, p. 268 // Citado por Carlos Alberto Floria/César A. García Belsunce. “Historia de los Argentinos”, tomo 1, capítulo 3.

En muchas regiones, donde los indios fueron más recelosos o agresivos, la labor misional no pudo realizarse sino después del sometimiento por las armas de la comunidad indígena.

De allí la tan manoseada figura de “la espada y la cruz”, que estuvo lejos de tener el carácter violentamente compulsivo que su sola enunciación sugiere.

De hecho existió la compulsión parcial y se manifestó en el sistema de adoctrinamiento en encomiendas y en reducciones o poblados indígenas regenteados por los misioneros, pero la compulsión violenta sólo se dio en casos muy excepcionales.

Paralelamente a esta enorme y casi siempre anónima tarea, la Iglesia debió organizar sus cuadros jerárquicos y administrativos. El primer obispado americano se estableció en La Española, dependiente del de Sevilla, y luego fueron creándose obispados en el continente, todos sufragáneos de la diócesis sevillana.

Esta organización era una consecuencia del Real Patronato que ejercían los reyes de España sobre la Iglesia e Indias, institución por la cual aquéllos actuaban como patronos o protectores de la Iglesia, recibiendo en cambio una serie de atribuciones en su administración.

El Real Patronato Indiano tiene su origen en una concesión similar efectuada por el Pontífice respecto del Reino de Granada, en 1486, y en el Patronato concedido a los reyes de Portugal para la conquista de la costa africana.

En 1495, dos Bulas concedieron a los reyes de España la exclusividad de la evangelización en América y el privilegio de la presentación de candidatos a los cargos eclesiásticos.

En 1502, otra Bula les dio el derecho al diezmo -impuesto destinado al mantenimiento de la Iglesia-, y la autoridad exclusiva de fundar iglesias, lo que fue acompañado de la obligación de dotarlas y el derecho a planear la organización administrativa de la Iglesia en América.

El proceso se completó en 1508, cuando el Papa Julio II tras intentar doblegar las aspiraciones de la Corona, le concedió el Patronato Universal de Indias.

Este Patronato real fue ininterrumpidamente ejercido en América. Cuando se perfeccionó la organización virreinal, los virreyes ejercieron el vicepatronato por delegación del monarca y por fin, cuando se produjo la revolución emancipadora del siglo XIX, el Gobierno patrio argentino se consideró heredero de los derechos y obligaciones del Patronato.

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