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El ascenso de la política

Para cumplir con las demandas de una economía abierta, los pueblos de América del Sur tenían que ajustarse. Aunque su bienestar material se expandió a fines de los 1700, tenían que trabajar más duro que antes y en tareas más especializadas.

También tenían que tolerar a forasteros que se vestían diferente, sabían leer y escribir y tenían curiosos hábitos y credos. ¿Cómo debían las élites nativas adaptarse a la nueva economía y, posiblemente, la nueva política?

En tales circunstancias, es posible que los sudamericanos de todas las clases pensaran en una redefinición de sí mismos, pero solamente las élites coloniales podían darse el lujo de actuar políticamente y tener una visión para toda la sociedad. La gente en general era leal a sus familias, sus pueblos y sus provincias, pero no poseía un patriotismo más amplio que ése.

Tal sentimiento tenía que ser creado para ellos y eso era algo que las élites estaban preparadas para hacer. Pistas de cuán importantes se volverían estas cuestiones habían estado presentes en el Brasil ya desde fines de los 1780, cuando hubo una vaga discusión sobre modernización económica y un orden político más abierto.

Pensamientos similares encontraron una voz entre las élites de Buenos Aires durante la década siguiente: Manuel Belgrano, Mariano Moreno y Manuel José de Lavardén -los más preclaros entre los fisiócratas liberales de la época- hablaban en favor de un sistema moderno de comercio en el cual la ciudad portuaria podría moldear su propio destino. Pero aún ellos estaban lejos todavía de pronunciar las palabras independencia o república.

Las demandas por un cambio tampoco incluían la defensa de un orden social más justo. Las élites de Sudamérica entendían los riesgos que cualquier cambio en las relaciones coloniales podía acarrear. Habían sido testigos de muchos episodios de exuberancia popular (la rebelión de Tupac Amaru de 1780 y la conspiración de los sastres en Bahía, de 1798). No tenían intención de compartir el poder con las clases más bajas. Una cosa eran las deliberaciones filosóficas sobre “libertad, igualdad y fraternidad”, otra muy distinta encarar acciones conjuntas con los negros y los indios.

Como tantas veces en el pasado, los eventos en Europa impulsaron cambios políticos en América del Sur. La Revolución Francesa y el ascenso de Napoleón Bonaparte pusieron en el tapete la cuestión de la soberanía. ¿Quién debía gobernar Europa: las cabezas coronadas en virtud del derecho divino u hombres de acción con la voluntad de tomar y mantener el poder de acuerdo con los deseos populares?

Las espectaculares campañas militares de Napoleón en Italia y más allá a fines de los 1790 demolieron completamente los patrones normales de la política en el continente. España, que ostensiblemente mantenía una postura legitimista dura, se encontró bajo tremenda presión para alcanzar un modus vivendi con Francia.

A la vez, los españoles sentían una presión similar desde Gran Bretaña, que necesitaba más apoyo del sur de Europa que el de su tradicional alianza con Portugal. El rey español Carlos IV vaciló y terminó alineándose renuentemente con Napoleón.

Las guerras en Europa y el bloqueo del Atlántico afectaron las comunicaciones con el Nuevo Mundo. En el Plata, el comercio sufrió una severa retracción. Los cargamentos de mercurio a Potosí disminuyeron apreciablemente y la producción de plata declinó rápidamente en consecuencia. Las exportaciones de pieles y grasa decrecieron también. Los bajos ingresos pronto se esfumaron para pagar las escasas importaciones, la mayoría de las cuales alcanzaban Buenos Aires en buques neutrales y de contrabando.

Así, mientras algunos mercaderes locales en la capital virreinal consiguieron ganancias significativas por el comercio ilegal, los que estaban adheridos al sistema establecido de monopolio vieron sus rentas desmoronarse. La escasez de moneda produjo también alguna confusión en el comercio interno; Paraguay, por ejemplo, experimentó primero una desaceleración y luego una expansión de exportaciones en términos de cantidad de yerba estacionada y tabaco.

Las comunicaciones regulares con España se restablecieron con la Paz de Amiens en 1801. Una estricta política de importaciones fue reafirmada para las colonias españolas en Sudamérica, aunque no sin oposición por parte de Belgrano y otros reformistas en Buenos Aires. La Cámara de Comercio porteña (Consulado), por ejemplo, secundó la exhortación de Lavardén al libre comercio.

Pero los defensores del viejo orden no pudieron disfrutar demasiado. En 1803, la frágil paz europea llegó a un abrupto fin: Francia, el Reino Unido y luego España recomendaron la guerra y en 1805 el almirante Horatio Nelson aniquiló la principal flota franco-española en Trafalgar. La Royal Navy de nuevo cortó el contacto entre España y sus colonias, pero pulularon los buques neutrales para hacer la diferencia.

Los mercaderes del Plata asumieron que podían capear la tormenta como lo habían hecho en ocasiones anteriores, solicitándole al virrey la relajación de las regulaciones comerciales. Suponían que podrían esperar a que el conflicto acabase haciendo negocios con los buques neutrales.

Sin embargo, en 1806, una fuerza expedicionaria británica de 1.600 hombres desembarcó en Buenos Aires. Nadie en el Plata (ni en Londres) había considerado posible una invasión, pero allí estaban los granaderos y marinos infantes británicos barriendo las tropas regulares españolas y enviando al virrey a Córdoba en una precipitada huida.

Los invasores ocuparon partes del estuario por alrededor de un año. A pesar de la bienvenida que les dieron inicialmente mercaderes, ciertos funcionarios e incluso el clero, nunca se pudieron sentir consolidados y a salvo. El Whitehall, que no había autorizado la incursión original, mostró poco apego a tan costosa y pobremente planeada aventura y lamentaba tener que suministrar refuerzos luego de la toma de Montevideo.

En Buenos Aires mismo, los británicos vieron cómo la victoria se transformó en derrota cuando los terratenientes locales atinaron a reunir un ejército de ocho mil montados. Una vez organizadas en unidades, estas fuerzas irregulares rápidamente vencieron a los intrusos y obligaron a muchos de ellos a cruzar el río hacia la Banda Oriental.

La victoria española no perteneció ni al virrey ni a las milicias coloniales regulares, sino a una improvisada caballería local y a su comandante, Santiago de Liniers. Oficial nacido en Francia que había servido en la Armada española, Liniers vio subir consistentemente su estrella por los siguientes tres años, cuando repentinamente se vino abajo. Se convirtió en virrey con la partida a Europa de su desventurado predecesor y fue ampliamente admirado por su benevolencia y sentido del humor en circunstancias difíciles.

Pero Liniers tuvo poco tiempo para saborear los honores del puesto virreinal. Buenos Aires había quedado inevitablemente alterada por la breve ocupación británica. Por mucho que lo intentaron, los españoles ya no pudieron volver a poner al genio de la disolución política de nuevo en la botella.

Durante su corta estadía, los británicos introdujeron un comercio libre sin precedentes, los efectos de lo cual se filtraron a lo largo y ancho del Plata. Su presencia había hecho posible una discusión más abierta acerca de las circunstancias políticas de la región y su futuro.

Los españoles no habían logrado defender el estuario, como los porteños con razón y a viva voz recalcaban. También enfatizaban que el éxito militar posterior, cuando llegó, fue producto de esfuerzos locales antes que españoles.

El período comprendido entre las “invasiones inglesas” -como se las suele denominar- y 1816 fue un hervidero de fermento político y los historiadores argentinos lo consideran crucial para entender lo que pasó posteriormente.

Muchas decisiones tomadas en ese tiempo fueron de hecho el resultado de presión externa: unos pocos hombres en los círculos de élite en Buenos Aires sabían de las tendencias intelectuales y políticas en Europa y estaban dispuestos a aprender más. Muchos menos en el Paraguay y en las provincias ribereñas (el Litoral) comprendían estos cambios y lo que significaban.

Lo cierto es que los acontecimientos en Europa les dieron inmediatez a las cuestiones políticas. En Septiembre de 1807, Napoleón invadió Portugal, obligando al rey João VI y su Corte a huir a Río de Janeiro a bordo de barcos de guerra británicos. Seis meses después, el emperador de los franceses se dirigió a España, forzando la abdicación de Carlos IV y la encarcelación de su heredero, Fernando VII.

Como resultado, la rebelión erupcionó en la Península Ibérica. Una Junta nominalmente pro Fernando reclamó autoridad imperial y se constituyó en Cádiz luego de la detención del príncipe. Poco después, un ejército británico -al mando del duque de Wellington- desembarcó para auxiliar a las fuerzas peninsulares. Luego de haber estado en guerra con Gran Bretaña durante ocho de los doce años previos, la España no ocupada -y el Imperio- se encontraron de hecho aliados a la “pérfida Albión”.

Estos cambios se precipitaron con una rapidez que muchos en el Nuevo Mundo hallaron difícil de advertir. Buenos Aires se tornó escenario de intensa agitación política. Habiendo chocado con los británicos en el campo de batalla, los locales no tenían idea de qué hacer bajo las nuevas circunstancias.

Algunos porteños abogaban por lealtad a Cádiz para mejorar su posición dentro del Imperio. Otro grupo buscó el establecimiento de un protectorado británico en el Plata para forjar lazos con un Imperio comercial. Otra facción se pronunció a favor de una monarquía independiente bajo la princesa portuguesa Carlota, hermana del prisionero Fernando; e incluso había otra facción que quería instituciones republicanas lo antes posible. Solamente Liniers y -por razones bien diferentes- los ultraconservadores en el Cabildo rechazaban cualquier cambio fundamental en la relación con la Madre Patria y su rey.

Estas diferencias de opinión no eran meros ingredientes de debates de salón. Las riñas se volvieron comunes en las calles y pocos dudaban de que la violencia estaba cerca. Se agregaba a la tensión la presencia de bandas de hombres armados, muchos de los cuales eran de extracción africana o gaucha. Si bien las figuras de la ciudad eran también personas de armas tomar, no podían darse el lujo de ignorar el sentimiento popular.

Para prevenir la violencia, el virrey aceptó convocar un cabildo abierto el 22 de Mayo de 1810. Aunque alrededor de 450 notables podían participar por derecho propio, sólo 200 en la práctica lo hicieron; los demás se quedaron en casa, temerosos de toparse con manifestantes y errantes milicianos. Los que estuvieron en la asamblea raudamente establecieron un régimen de autogobierno encabezado por Manuel Belgrano, Mariano Moreno y otros partidarios del libre comercio.

Aunque formalmente todavía ligado a Fernando VII, este Gobierno actuó como una entidad independiente. Muchos porteños salieron a celebrar, seguros de que su nación -la nación argentina- ya era una realidad(1).

(1) Una definición amplia de “nación” se emplea a lo largo de este estudio debido a que los actores históricos involucrados tenían visiones distintas de lo que tal cosa era. Aunque los orígenes y carácter del estado-nación ha recibido atención por parte de académicos por más de un siglo, todavía existe un alto desacuerdo sobre los términos básicos. Nadie duda de que los islandeses constituyen una “nación”, pero: ¿también los vascos? ¿Y qué acerca de los alsacios, los curdos, los bosnios, los navajos? La imprecisión domina los argumentos de incluso los más sofisticados estudiosos de esta cuestión y uno queda convencido de que el debate se centra más en etiquetas que en realidades. Los más leídos trabajos teóricos sobre el tópico incluyen a Ernest Renan, “¿Qu’est-ce qu’une nation?” (París, 1882); Max Weber, “The Nation”, en Max Weber Essays in Sociology (Londres, 1948), pp. 171-199; Joseph Stalin, “Marxism and the National and Colonial Question” (Londres, 1936); Eugen Lemberg, “Geschichte des Nationalismus in Europa” (Stuttgart, 1950); Federico Chabod, “L’idea de Nazione” (Bari, 1962); John Alexander Armstrong, “Nations before Nationalism” (Chapel Hill, 1982); Benedict Anderson, “Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism” (Londres y Nueva York, 1991); y Eric Hobsbawm, “Nations and Nationalism since 1870: Programme, Myth, Reality” (Cambridge, 1992). Trabajos que tratan la materia en el contexto de América Latina incluyen a Gerhard Masur, “Nationalism in Latin America” (Nueva York, 1966); D. A. Brading, “Los Orígenes del Nacionalismo Mexicano” (México, 1980); François-Xavier Guerra y Mónica Quijada, eds., “Imaginar la Nación” (Muenster y Hamburgo, 1994); Diana Quattrocchi de Woisson, “Un nacionalisme de déracinés; L’Argentine - pays malade de sa memoire” (París, 1992); Florencia Mallon, “Peasant and Nation: The Making of Post-Colonial México and Perú” (Berkeley y Los Angeles, 1995); y Mark Thurner, “From two Republics to one Divided: Contradictions of Postcolonial Nationmaking in Andean Peru” (Durham, 1997). // Citado por Thomas Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Pero ¿lo era? Los porteños no tenían convicciones políticas firmes. La mayoría no tenía idea de cuál debía ser el siguiente paso, por más que tenazmente discutieran los pro y contra de cada punto. Era fácil para ellos confundir la idea de nacionalidad con su sustancia y proyectar sobre el Paraguay y el Litoral la propia -exuberante, pero en última instancia insegura- visión del futuro.

En la Buenos Aires de principios del siglo diecinueve, la “nación” significaba el Estado, o el Cuerpo político; no se había convertido aún en sinónimo de patria. Eran sólo los rudimentos de este último concepto lo que los porteños podían esperar esparcir como mensaje revolucionario.

- Primeras divisiones en el Plata

Para marcar su curso político, los porteños se consideraban a sí mismos incuestionables. Como los philosophes franceses, creían que su política surgía de la pura razón antes que de la religión o la pasión incontrolada. Dado que sus ideas estaban científicamente fundadas, no permitían compromisos -exactamente de la misma forma como nadie podría pensar en cuestionar la ley de la gravedad-.

Los porteños lucían su convencimiento como un emblema de honor, aunque más se pareciera a un yugo. Ello obstruyó el desarrollo de una política más imaginativa o más sensata y evitó cualquier cooperación real con el Interior y el Litoral(2).

(2) Al describir esta tendencia como un fenómeno histórico de largo plazo entre los porteños, Nicolas Shumway llama la atención sobre el uso peculiar entre ellos de la palabra “intransigente”, con sentido positivo. Incluso en la Argentina de hoy, el término connota principios, moralidad y una defensa inquebrantable de la verdad frente a cualquier crítica. Muchos en Buenos Aires -durante los 1820- personificaban este espíritu de certeza absoluta en sus fundamentos y ello perjudicó su posición política en el resto de la región. Ver: Nicolás Shumway. “The Invention of Argentina” (1991), p. 40, University of California. Berkeley. // Citado por Thomas Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Los provincianos -por su parte- tenían buenas razones para sospechar de los porteños. Ante sus ojos, la ciudad portuaria y su región ya gozaba de un magnífico acceso al mar, enormes planteles de ganado vacuno y ovejas y el suelo más fértil que se pudiera alguien imaginar. El que estas ventajas se tradujeran en ambiciones excesivas no sorprendía a nadie río arriba. Pero ¿por qué habría de permitírsele a Buenos Aires dictar política sobre los provincianos?

La reciente experiencia de las invasiones inglesas, donde los voluntarios paraguayos sufrieron fuertes pérdidas, daba poco lugar al optimismo. Pocos, fuera de la capital, entendían el fervor patriótico de 1810. Para el nordesteño común, la vida tenía que ver menos con la política que con el trabajo duro e interminable.

Una parcela de tierra suficiente para hacer pastar al ganado o cultivar maíz y mandioca -eso era lo verdaderamente importante. De política, los hombres rurales sabían poco y nada más que los chismeríos del pueblo y las simples, a menudo erróneas, afirmaciones del sacerdote local(3).

(3) En 1808, por ejemplo, el cura parroquial del pequeño pueblo paraguayo de Guarambaré se ganó algunos problemas cuando esparció la absurda historia de que un hijo de Tupac Amaru había sido coronado rey de las Américas y estaba en camino al Paraguay. El que algunos de hecho creyeran este cuento es una prueba de la profunda ignorancia en los asuntos externos. Ver: “Juicio Sumario al Padre Juan Antonio Jara”, Asunción, 26 de Febrero de 1809, en el Archivo Nacional de Asunción-SJC v. 404. // Citado por Thomas Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Habían oído del nuevo rey (aunque no de su encarcelamiento), pero se sentían completamente ajenos de los asuntos imperiales. Hasta donde les interesaba la política, preferían los procesos lentos de cambio natural y se oponían a cualquier ruptura artificial con el pasado. Este aislamiento del pensamiento europeo era manifiesto en muchos niveles. Pocos provincianos habían visto jamás un mapa. La mayoría no tenía idea de cómo su país podría ser visto desde afuera o de la relativa posición de las comunidades dentro de él.

Buenos Aires se les antojaba muy lejos. Por lo tanto, era colosal la arrogancia de los porteños al pretender hablar por la gente del Nordeste. Su dinero les trajo influencia, pero no justificaba su petulancia. El rey al menos gozaba de una legitimidad tradicional para la cual había una sanción religiosa. En cambio, los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires sólo se representaban a sí mismos.

En retrospectiva, que iba a haber un choque de intereses entre Buenos Aires y el Interior era obvio. Las opiniones descriptas arriba eran típicas no sólo del Litoral, sino también de todas las provincias. Hubo excepciones, especialmente entre los mercaderes nacidos en el extranjero. Estos hombres tenían muchos lazos con el creciente tráfico comercial de Buenos Aires y miraban las aspiraciones políticas de los porteños con alguna tolerancia.

A medida que la revolución de Mayo se esparció tierra adentro, sin embargo, hasta esos mercaderes perdieron su seguridad. El comercio fluctuaba salvajemente y con ello las oportunidades de apuntalar su influencia. Todo dependía de lo que haría Buenos Aires y, dado que el nuevo Gobierno acababa de ejecutar al alguna vez popular Liniers, nadie podía sentirse seguro de nada.

Aparte de los comerciantes, había también terratenientes, oficiales militares y religiosos -todos provincianos- que deseaban retener algunos lazos con la ciudad portuaria. En las provincias, la política era multifacética, con muchos matices, sutiles entramados e intereses en juego. Pocas facciones reflejaban la imagen tradicional del campesinado “bárbaro”.

Córdoba, por ejemplo, era una ciudad introspectiva enclaustrada en el pasado católico, un lugar de iglesias, conventos e inquietud sobre el futuro. El Nordeste, sin embargo, mostraba una actitud más esperanzadora, en el sentido de que los miembros de las pequeñas élites instaban a seguir sistemas políticos que reconocieran las provincias como virtuales entidades soberanas.

Esto era bastante más que el federalismo usualmente asociado con el Litoral, por más que la “soberanía provincial” tenía significados diferentes para diferentes provincianos. Los poderosos oficiales militares, por ejemplo, fusionaban sus intereses personales y los de sus distritos como una cosa única.

En su conjunto, la soberanía provincial probó ser un concepto tan amorfo que raramente proporcionó una base para otra cosa que no fueran pasajeras alianzas entre las regiones. Ciertamente ofreció poca competencia efectiva frente al supuesto populismo de los jefes locales o el obcecado centralismo de los porteños.

Buenos Aires tenía poca paciencia y afinidad por la posición provincial. Si la gente del Interior tenía dudas acerca de la causa patriótica, entonces tales posturas asumían, estaban construidas sobre la ignorancia o sobre maquinaciones realistas. En cualquier caso, los porteños sentían que había llegado el momento de la acción directa.

En Junio de 1810 enviaron emisarios río arriba para anunciar el advenimiento del nuevo orden, solicitando a cada comunidad litoraleña que reconociera la autoridad de Buenos Aires como la legítima sustituta de las Cortes españolas. Dado que el Virreinato todavía existía simbólicamente, los porteños sentían que tenían todo el derecho de adjudicarse tal autoridad.

Tuvieron su éxito. Corrientes, en la confluencia de los ríos Paraná y Paraguay, aprobó la apelación porteña sin vacilar. Los comerciantes y estancieros que controlaban su Cabildo creían que una inmediata aceptación salvaguardaría su influencia local, que residía en la conservación del comercio fluvial. Paraguay era algo muy distinto.

- Asunción rechaza el cambio

Al nombrar al agente para tomar el poder en su nombre en la provincia guaraní, los porteños eligieron al coronel José de Espínola, tal vez el paraguayo más odiado de su época. Espínola previamente había ganado notoriedad como Jefe militar en el puerto norteño de Concepción, donde usó sus conexiones para su propio beneficio. Más tarde aceptó la onerosa tarea de reclutamiento en Paraguay durante las invasiones inglesas.

En su suelo nativo, una vez más en 1810, Espínola exacerbó su pobre imagen entre sus compatriotas paraguayos al recordarles que Buenos Aires lo había designado a él para comandar la provincia. El gobernador Bernardo de Velasco y Huidobro se rehusó a cooperar. Hombre modesto y cortés, Velasco y Huidobro era tan querido localmente como detestado era Espínola(4). Recibió por lo tanto amplio apoyo cuando arrestó al coronel y lo deportó al Norte lejano.

(4) Un indulgente, aunque de algún modo trágico, retrato de Velasco y Huidobro puede encontrarse en John Parish y William Parish Robertson. “Letters on Paraguay” (1839), capítulo 3, pp. 342-349, Londres. Ed. John Murray. // Citado por Thomas Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Espínola no se fue tranquilamente. Escapó y trató de alzar la pancarta de la rebelión, pero nadie lo siguió y entonces huyó río abajo a Buenos Aires. En el relato subsecuente de sus aventuras, convenció a los porteños de que había sido víctima de intriga por parte de una poderosa logia de españoles de Asunción y, simultáneamente, que el Paraguay estaba listo para apoyar la revolución de Mayo si la ciudad portuaria enviaba tropas. Ambas afirmaciones eran dudosas, pero muchos porteños estaban ansiosos por creerlas.

Mientras tanto, una asamblea de 200 notables se reunió en Asunción para jurar lealtad a la Junta de Cádiz. Estos hombres, que representaban a los “peninsulares” en el Cabildo, no deseaban abierta confrontación, pero remarcaban que las buenas relaciones con Buenos Aires jamás podrían tener prioridad por encima de las necesidades provinciales, aunque pretendían ser flexibles en todo lo demás.

Los porteños no quisieron saber nada de eso. Rápidamente rechazaron la postura paraguaya y organizaron una fuerza expedicionaria comandada por Manuel Belgrano. Debía asegurarse de que el Paraguay entrara en razón, compulsivamente si fuese necesario. En Septiembre de 1811 Espínola murió apaciblemente mientras dormía en Buenos Aires, apenas consciente del problema que había originado para su provincia.

Belgrano era un abogado de profesión que había trabajado por un tiempo con el directorio del Consulado. Tenía escasa experiencia militar. En contrapartida, confiaba en su capacidad de persuadir a potenciales oponentes. Su idealismo, que era profundo, nunca decaía a pesar de los muchos reveses que había experimentado; no sorprende que posteriores escritores nacionalistas lo hayan santificado. No obstante, Belgrano continúa siendo un enigma. Su panorama político fue siempre liberal, aunque su propia definición de lo que ello implicaba era fluctuante.

Anteriormente había expresado apoyo por la princesa Carlota y un régimen constitucional. Más tarde endosó un curioso plan de coronar a un descendiente del último Inca en el trono de Sudamérica. En todos los casos, eso sí, fue un gran entusiasta. Su espíritu estaba particularmente en alza en Diciembre de 1810, cuando su fuerza militar de unos 1.500 hombres de caballería cruzó el Alto Paraná hacia el Paraguay. Esperaba una cordial bienvenida de los vecinos locales y se sorprendió al notar que los campesinos huían a medida que él se aproximaba.

Penetró bien al norte hasta Paraguarí, donde el 15 de Enero de 1811 sus unidades se encontraron frente a frente con una mal armada pero bien montada masa de unos seis mil paraguayos. En la confrontación que siguió, los locales quebraron las fuerzas de Belgrano y pusieron a sus tropas en abierta retirada hacia el sur rumbo al Paraná(5).

(5) Ver anónimo, “Documentos relativos a las batallas de Paraguarí y Tacuarí (1811) en poder de la viuda de Antonio Tomás Yegros”, en el Archivo Nacional de Asunción-SH 334, Nro. 16. // Citado por Thomas Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Era evidente que Velasco y Huidobro había sido advertido de las maquinaciones de Espínola y el sostenido avance de los porteños. El gobernador y los comandantes tuvieron tiempo de planificar una defensa y optaron por una vieja estrategia: le permitieron a Belgrano llegar relativamente cerca de Asunción y luego le cayeron encima.

Sin embargo, el gobernador Velasco y Huidobro y sus aliados españoles, convencidos de que los paraguayos habían sido derrotados, abandonaron el campo de batalla y corrieron a la capital provincial con informaciones de un descalabro. Muchas de las familias más acomodadas de la ciudad habían ya empezado a cargar sus posesiones en los barcos cuando llegaron noticias de Paraguarí de que la milicia local había, de hecho, triunfado.

La fuga de Velasco y Huidobro tendría desafortunadas consecuencias para la España metropolitana. Le costó al gobernador -el único peninsular que aún conservaba una imagen favorable- el respeto que había gozado previamente entre los paraguayos. En Marzo de 1811, el castigado Belgrano se retiró de la provincia, bajo un trato generoso por parte de los oficiales paraguayos.

El fracaso de su intento de arrastrar a los locales a la causa patriótica desilusionó al liderazgo porteño, aunque ello difícilmente era prueba de un sentimiento proespañol entre los paraguayos. Sometidos a presiones desde distintas direcciones, ellos simplemente se habían refugiado en su usual localismo. Velasco y Huidobro había señalado que Buenos Aires quería la provincia principalmente como una fuente de mano de obra para sus propias y mal concebidas guerras de conquista y, hasta donde se podía percibir, todo parecía indicar que así era en realidad.

El escepticismo de los paraguayos frente a las motivaciones porteñas no significó un apoyo significativo a la continuidad de los lazos con España. Velasco y huidobro era todavía un español, después de todo, en quien sólo se podía confiar por el momento. Su lealtad a Fernando VII era verdadera, pero también quería ser amigo del Paraguay.

Mantener esta postura no siempre era posible. Tenía poco dinero para pagar a los soldados que retornaban del campo de batalla y ninguna chance de disfrazar ese hecho como simple cuestión presupuestaria.

Su imposibilidad de pagarles el monto prometido demostró a los paraguayos que la situación había cambiado fundamentalmente. Lo que Belgrano había sugerido ahora ya no parecía tan disparatado -algún tipo de autogobierno no sólo era deseable, sino inevitable-. Cuando circularon rumores de que Velasco y Huidobro estaba a punto de aceptar una oferta de asistencia militar por parte de los portugueses, los oficiales de Asunción no precisaron nuevas razones.

En Mayo de 1811 se amotinaron contra el gobernador y tomaron el control en un golpe sin derramamiento de sangre. Recibieron un apoyo silencioso pero amplio de la mayoría de los paraguayos, quienes temían una mayor interferencia desde afuera.

Para muchos, ni España ni Buenos Aires merecían la lealtad paraguaya. Estaban dispuestos a negociar muchas cosas, incluyendo relaciones amistosas con España y la ciudad portuaria, pero rechazaron entregar el poder. La soberanía, ahora insistían, residía en ellos mismos.

- Cómo no construir una Nación

A lo largo y ancho del Plata, los grupos que se autoconstituyeron en líderes locales fueron lentos en notar la irreversibilidad de su quiebra con la Madre Patria. Por un lado, deseaban la ayuda británica, la cual nadie podía garantizar si rechazaban al Gobierno que era aliado de Gran Bretaña contra Napoleón.

Más importante aún, los variados cuerpos gobernantes ad hoc no se consideraban a sí mismos como rebeldes, sino como herederos legales de España.

Incluso Buenos Aires, con todo su barullo revolucionario, solamente admitió el estatus de total independencia luego de seis años de lucha e, incluso entonces, sólo como parte de una pretendida y mal definida “Provincias Unidas del Plata”.

Muchísimo había cambiado en el ínterin. La expulsión de Belgrano del Paraguay fue seguida por una derrota similar en el Alto Perú. Los frustrados patriotas de Buenos Aires, por tanto, adoptaron una posición más conservadora, dejando de lado la retórica extremista y suplantándola por un lenguaje más orientado al establishment. El término jacobino “ciudadano”, por ejemplo, fue reemplazado por el más convencional “señor”.

Esta no fue la única concesión a un creciente conservadorismo. En materia militar, los miembros de la Junta sustituyeron a Belgrano por el más pragmático José de San Martín (1778-1850), un veterano de la guerra peninsular nacido en América.

San Martín, a quien los escritores nacionalistas luego aclamaron como el mayor héroe de la Argentina, resultó ser un comandante inspirador y trabajador. Había pasado su juventud en las misiones, donde su padre fue administrador de una ex misión jesuítica. Ampliamente reconocido como un hijo nativo, San Martín se llevaba bien con los distintos provincianos, incluyendo aquéllos que hablaban guaraní. Nadie lo confundía con un porteño.

De hecho, cuando se las arregló para convencer a milicianos rurales de dar otra oportunidad a la causa patriótica, su exitoso reclutamiento fue nada menos que milagroso. San Martín reorganizó las fuerzas porteñas, que en numerosas ocasiones habían sido traqueteadas tanto por los realistas españoles como por tropas portuguesas.

Al mismo tiempo, mientras él se ocupaba personalmente de la parte militar, sus aliados civiles en la Junta de Buenos Aires abordaban un raudal de cuestiones políticas. Estos organizaron un Congreso con diputados de la capital y de las provincias occidentales.

El Congreso, que se reunió en Tucumán en 1816, reflejó las muchas contradicciones de la época. Incluyó a jóvenes visionarios en brillantes uniformes y clérigos en pesadas sotanas, abogados rurales con gruesos sobretodos y ricamente ataviados, anticuados terratenientes en variados estados de entusiasmo o desencanto. Todos eran emisarios de estados soberanos y tenían limitado poder de negociar por sí mismos.

Los porteños consiguieron ganarse a este curioso grupo de congresistas al aceptar desmantelar las viejas estructuras administrativas, cambiándolas por intendencias con regímenes provinciales autogobernados. Estos, a su vez, ofrecieron a San Martín varias bases seguras en el Interior desde las cuales lanzó su audaz paso a través de los Andes en pleno invierno de 1817.

El hecho tuvo tremenda trascendencia, ya que derivó directamente en victorias patrióticas en Chile y Perú. Los éxitos de San Martín no habrían sido posibles sin el firme respaldo logístico y financiero de Buenos Aires. Una vez su ejército logró pasar a los extremos occidentales, sin embargo, los porteños no lograron consolidar sus victorias. Incluso tuvieron dificultades para mantener su control sobre las provincias colindantes.

En la Banda Oriental, por ejemplo, el poder oscilaba entre realistas españoles concentrados en torno al puerto de Montevideo y fuerzas patrióticas, mayormente gauchos a caballo, quienes ejercían un tenue control de las tierras en los alrededores.

El líder de este grupo, José Gervasio Artigas, era un ex militar colonial con fuertes lazos en el Interior. Hombre de convicciones fuertes, si no totalmente inflexibles, abrazó la causa de la independencia y se llevó a sus rústicos partidarios con él. Artigas mantuvo una sangrienta y prolongada lucha contra los españoles mientras sus aliados porteños los hostigaban desde el lado del río. En Junio de 1814, los realistas se rindieron y abandonaron Montevideo.

El retiro español del estuario no trajo ni paz ni independencia. Por un lado, los portugueses habían ya ocupado amplias áreas de la Banda Oriental a lo largo de su frontera con Rio Grande do Sul. Por otro lado, los porteños insistían en que el poder en Montevideo y en todo el resto de la región, les pertenecía como herederos legales del Gobierno virreinal.

En una ocasión incluso firmaron un Acuerdo con los españoles en el que les ofrecían restituirles el control sobre toda la Banda Oriental y una porción de Entre Ríos; aunque el Acuerdo nunca se concretó, el solo hecho de que lo hayan formulado sugiere la poca confianza de los porteños en Artigas.

Confrontado con este desafío dual, la fuerza de carácter del jefe oriental (y su absoluta obstinación) se reafirmó. Se convirtió en proponente de la autonomía regional. El autogobierno -señalaba- liberaría a los nuevos Estados del Plata del pernicioso dominio de Buenos Aires, ciudad que más tarde fustigaría como una “nueva Roma Imperial, que envía sus procónsules como gobernadores militares a las provincias (despojándolas) de toda representación pública”(6).

(6) Citado en Isidoro de María. “Rasgos biográficos de hombres notables de la República Oriental del Uruguay” (1939), Montevideo, capítulo 1, p. 64. Ver también: John Street. “Artigas and the Emancipation of Uruguay” (1959), Cambridge University. Cambridge, Reino Unido. // Citado por Thomas Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Por cerca de una década, Artigas atormentó a los porteños y mantuvo a los portugueses a raya. Invadió el Litoral y estableció regímenes afines en Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, las misiones y, por un corto período, Córdoba. Su “Liga Federal” asignaba autoridad política a los militares locales y los estancieros amigos. En la Banda Oriental intentó incluir todas las razas, castas y clases en su sistema, así fueran negros libres, indios o criollos pobres, él consideraba que todos eran americanos y debían tener algún acceso al poder.

Esta definición incluyente de lo que constituía un “americano” persuadió a pocos en el Litoral, pero hizo sentir incómodos a muchos. Nadie dudaba de su influencia, pero el que fuera visto como salvador o demagogo era debatible.

En el vecino Paraguay, su truculencia le acarreó una reprobación general y también encontró poca simpatía por parte de los comerciantes en todo el resto del Plata. Tal oposición le importó poco. Proclamándose a sí mismo “Protector de los Pueblos Libres”, trabajó duro para debilitar a los porteños atacando las estructuras comerciales e institucionales que habían heredado de España. Sin embargo, al final Artigas terminó desplegando excesivamente sus fuerzas y fue incapaz de defenderse de una ofensiva general portuguesa en 1816-1817.

Aunque se retiró hacia las misiones, Artigas dejó tras de sí un poderoso mensaje a los pueblos del Litoral y del Interior. Su revolución era más integral, más democrática y más entendible que todo lo que los porteños ofrecían.

Más importante aún, era de carácter provincial. Pudo llegar a los más pobres correntinos, paraguayos y entrerrianos de una forma que nada diseñado en Buenos Aires logró jamás. Desde fines de los 1810, la causa patriótica, tal como la habían vislumbrado Belgrano y Moreno, estaba en problemas. Pero también lo estaban los elementos conservadores en toda la región.

Sin importar si eran realistas, republicanas y/o abiertamente apolíticas, las élites temían la anarquía desatada por las “hordas” artiguistas. Muchos estaban dispuestos a ir en cualquier dirección en busca de seguridad. De manera creciente, los mercaderes, terratenientes y clérigos -al igual que las masas- depositaron su confianza en hombres fuertes y carismáticos, o “caudillos”, que ejercían influencia personal sobre los gauchos iletrados.

La “era de los caudillos”, que comenzó en el Interior y en el Litoral en la segunda década del siglo diecinueve y se extendió a Buenos Aires durante los 1820, dio nacimiento a una frágil seguridad en el campo. Los caudillos no tenían prioridades claras al establecer sus agendas. Tenían que cambiar frecuentemente de aliados y de orientación política para sobrevivir y la muerte era el precio si adivinaban mal.

Estos líderes nunca desarrollaron un sistema político de mucha complejidad, sino que dependían de su astucia y conexiones personales para cementar diferentes clases sociales como un todo funcional. Dado que no podían transferir tales atributos a un sucesor, el clima político permaneció inestable.

Algunos de los caudillos, no obstante, gobernaron sus pequeñas republiquetas por largos períodos: el general Estanislao López en Santa Fe estuvo en el poder por veinte años (1818-1838); Juan Felipe Ibarra, el gobernador de Santiago del Estero, mantuvo el control de su provincia por treinta y uno (1820-1851).

Bajo tales regímenes, emergió una semblanza de orden del que se pudieron beneficiar tanto las élites como las masas. Y fue este orden, antes que las extravagantes ideas de los porteños, el que dio a los argentinos un sentido de identidad y comunidad, aunque no todavía de nacionalidad.

- La dictadura del doctor Francia

El proyecto nacional en el Paraguay ya estaba bien avanzado para los 1820, por más que pocos en ese tiempo sabían que ése fuera el caso, ni siquiera su principal promotor, el doctor José Gaspar Rodríguez de Francia (1766-1840). El Supremo Dictador -tal fue su título los últimos veintiséis años de su vida- tuvo un impacto extraordinario sobre su país.

Para algunos historiadores modernos, representa la revolución popular en su máxima expresión, padre de un desarrollo económico y político alternativo sin igual en Sudamérica. Relatos contemporáneos, sin embargo, usualmente lo pintan con colores más sombríos, responsabilizándolo de haber impulsado la peor clase de excesos al tiempo de enclaustrar a su país en un impenetrable despotismo.

Las opiniones contradictorias sobre Francia son comprensibles dados los matices de la historiografía paraguaya moderna. Muchos comentaristas europeos -incluyendo a Thomas Carlyle- hicieron además sus propias apreciaciones sobre el hombre. Curiosamente, el que Francia pudiera ganar semejante notoriedad no podría haberse deducido de su vida temprana. Su madre llevaba el apellido Yegros, lo que lo ubicaba entre las familias más antiguas y distinguidas del Paraguay. Su padre fue un brasileño de oscuro origen que llegó al Paraguay para trabajar como concesionario del tabaco.

Luego se enroló en la milicia colonial y, como el padre de San Martín, terminó su carrera como administrador de un pueblo indio. Los detractores de Francia más tarde esparcieron el rumor de que su padre tenía sangre negra, un cargo que ciertamente afectaba al futuro dictador. Sus relaciones con su padre fueron, en todo caso, tempestuosas y ambos chocaban agriamente sobre muchos asuntos, incluyendo el patrimonio de su madre.

La vida de Francia fue moldeada fundamentalmente por sus experiencias tras irse del Paraguay a la Universidad de Córdoba en 1780. Córdoba era una ciudad conservadora y la universidad la más conservadora de sus instituciones. Francia persiguió un grado en Teología, dominando todas las materias medievales, desde retórica hasta latín y lógica aristotélica.

Luego de obtener su doctorado, retornó al Paraguay, aunque no a la vocación sacerdotal que su familia esperaba. En cambio, ejerció el Derecho. Córdoba evidentemente lo moldeó en muchos aspectos, transformándolo de un provinciano bien leído con inclinaciones religiosas en un ambicioso y politizado hombre de mundo. Incubó allí un desprecio visceral por las autoridades con que se encontró, especialmente por los porteños, muchos de los cuales habían comprado altas posiciones en la universidad.

Además de enfado y resentimiento, el doctor Francia poseía un apetito por el trabajo duro, lo que le valió éxito material e influencia. A diferencia de otros abogados, se hacía tiempo para llevar adelante demandas a favor de paisanos pobres que hablaban solamente en guaraní. Se ganó un nombre entre estos campesinos y pequeños agricultores, especialmente fuera de Asunción.

Estos provincianos tenían muchas razones para confiar en su juicio. Aunque seco y desdeñoso con los asunceños, con los campesinos actuaba el papel de un sagaz y paternal acólito. Con su constitución delgada, su complexión pálida y su nariz ganchuda, parecía un asceta. Habitualmente vestía un grueso chaquetón negro, sombrero tricornio y enormes hebillas de plata, todos signos de una época pasada. Rechazaba todos los adornos modernos -nada de levitas y, ciertamente, no culottes o gorros frigios para él.

En cuanto a su conducta pública, el doctor Francia entendía y manipulaba los prejuicios de sus compatriotas. Nunca disimulaba su antipatía por los extranjeros. La mayoría de los paraguayos compartía esta opinión, aunque al mismo tiempo se maravillaba ante un hombre tan versado en cálculos matemáticos que podía hablar francés, poseía una biblioteca de mil volúmenes y se pasaba las noches observando los astros con un telescopio. Tal hombre era más que simplemente bien educado: era un paje apoha, un hechicero.

El doctor Francia promovía su reputación. La usó en su favor en 1811 primero para aislar, luego superar, a sus oponentes internos. Siendo quizá el único cosmopolita entre los paraguayos nativos, su presencia en la Junta gobernante era ampliamente tenida por indispensable. Su hábil capacidad de maniobrar pronto desplazó a los pocos miembros proporteños.

Luego negoció un Tratado con la ciudad portuaria que le permitió la retención de los territorios de las misiones, bajos impuestos para el comercio paraguayo y un reconocimiento tácito de la independencia, todo a cambio de vagas promesas de ayuda militar en fecha no determinada “si las circunstancias lo permiten”(7).

(7) “Tratado del 12 de Octubre de 1811”, en el Archivo Nacional de Asunción-SH 214, Nro. 1. // Citado por Thomas Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Con estos logros en mano, Francia desempeñó el rol de Cincinato. Renunció a la Junta y se retiró al campo. Lejos de la vida pública, renovó sus antiguos contactos con estancieros, funcionarios indios y todos los que podrían incrementar su base de apoyo. Y esperó. La ausencia de Francia de Asunción coincidió con una de las etapas de mayor violencia en las “provincias de abajo” -como las llamaban en la época- lo cual jugó en su favor.

En Noviembre de 1812, los perplejos miembros de la Junta se encontraron rogándole retornar al Gobierno. Francia aceptó la invitación, pero exigió amplias concesiones. La Junta accedió a crear un batallón de infantería que le respondiese sólo a él y a equipar la unidad con la mitad de las municiones entonces disponibles en la capital paraguaya. Más importante aún, obtuvo un veto virtual sobre las decisiones de la Junta(8).

(8) “Acuerdo de Fulgencio Yegros, Pedro Juan Caballero y José Gaspar Rodríguez de Francia”, Asunción, 16 de Noviembre de 1812, en el Archivo Nacional de Asunción-SH 216. // Citado por Thomas Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Aunque la institución de su dictadura suprema estaba todavía a dos años de distancia, para todos los efectos y propósitos Francia ya había asumido el poder. En Septiembre-Octubre de 1813, un Congreso especial se convocó en Asunción para decidir el futuro del Estado paraguayo. Dominado como estaba por partidarios de Francia, los representantes le adjudicaron al Doctor en Teología la facultad de formar un nuevo Gobierno.

Como otros conservadores de su época, el doctor Francia veía el nuevo orden revolucionario de Sudamérica desacreditado y necesitado de antecedentes clásicos de virtud republicana dentro de una estructura patriarcal. La Roma de César y Pompeyo nutrió ese modelo.

Francia se hizo designar Cónsul en asociación con el Comandante Militar Fulgencio Yegros. Aprobado esto, los diputados declararon al Paraguay una República independiente y sancionaron una ruptura oficial con Buenos Aires. La influencia del doctor Francia creció más todavía en los meses siguientes y pronto se deshizo de su Pompeyo.

Otro Congreso removió a Yegros de su posición consular en 1814 y le otorgó a Francia poderes dictatoriales por un período de cinco años. Dos años más tarde, un Congreso final lo nombró Dictador Supremo de por vida. Fue bajo esta fórmula cómo el Paraguay evolucionó hacia una República, aunque ciertamente no democrática.

Pese a las afirmaciones en la literatura revisionista de que el doctor Francia fue un revolucionario radical, su pensamiento político era más bien reaccionario. Como un absolutista de estilo borbónico, consideraba que el Gobierno más moral era aquél que estableciera los objetivos políticos más razonables. Por encima de todo, favorecía el fortalecimiento del poder estatal sobre sus rivales internos y sus estados competidores.

Habiendo obtenido el mayor cargo político, se dispuso a utilizar su autoridad integralmente. No solamente procedió a formular la política de relaciones exteriores y de la economía doméstica, sino que también abarcó hasta los más diminutos asuntos presupuestarios. En un sentido, se convirtió en el padre de su país, el gran señor, el karai guasu que cuidaba del bienestar de su pueblo impúber.

El dictador se rehusó a cambiar la estructura socio-económica básica del Paraguay, a excepción de aquellos rasgos relevantes para la legitimación de su régimen. Expulsó a muchos comerciantes nacidos en el extranjero, si bien no a todos.

También confiscó propiedades de oponentes locales, aunque en una proporción no mayor que la ocurrida en otros países de Sudamérica. Claramente, no fue mucho más allá. La esclavitud y el trabajo forzoso de los indios continuaron como antes y las élites rurales (menos los peninsulares) mantuvieron su dominación sobre los campesinos.

De hecho, dado que las actividades asalariadas (como la cosecha de yerba mate) declinaron significativamente durante el período dictatorial, el número de siervos dependientes incluso se incrementó. En todo esto, el doctor Francia tenía el apoyo de sus compatriotas. Trataba con relativa justicia a los pobres a la vez de otorgar privilegios a los terratenientes y a los militares. Francia era popular entre todos estos grupos, por más que -a diferencia de Artigas- nunca fue un populista.

En común con sus contemporáneos porteños, ocasionalmente recurría a una retórica radical en los primeros años, aunque en la práctica sus acciones se inspiraban más en conservadores como Francisco de Vitoria que en Robespierre.

Para Rodríguez de Francia, los fracasos de los movimientos revolucionarios europeos superaban sus virtudes. A Napoleón lo admiraba por su capacidad militar y su voluntad de establecer sus propias reglas políticas. Por los jacobinos, sin embargo, tenía menos simpatía.

De los tres grandes principios que enunciaron en París, sólo la igualdad le interesaba de manera especial. La libertad era mala para la disciplina, en todo caso inapropiada para el Paraguay, donde las disputas eran comúnmente resueltas a cuchillo(9).

(9) Benjamín Vargas Peña ha notado que, en sentido estricto, la lengua guaraní carece de una palabra para “libertad” y que el término que se utiliza usualmente en su lugar, amota eño, conlleva la idea de autoaislamiento como un valor positivo. Aun hoy, la veneración pública por la “independencia” no sugiere nada acerca de libertad, excepto en el sentido de ser dejado en paz. Ver: Vargas Peña. “Los orígenes de la diplomacia en el Paraguay” (1996), p. 52, Asunción.

En cuanto a la fraternidad, estimaba que esa noción afloraba de la peor clase de afeminada demagogia francesa. Consideraba que semejante tontería era apropiada para los presumidos porteños, pero demasiado sentimental e imprecisa para los sencillos paraguayos(10).

(10) Rodríguez de Francia tocó esta cuestión de cultura política en una carta a su Comandante portuario en Pilar: “Estas son unas convulsiones (en Buenos Aires) consiguientes a la exaltación de las pasiones en un pueblo que aún vacila sobre su suerte y destino por no haberse aún constituido y que no tiene una verdadera forma popular. Por eso establecí yo aquí los grandes Congresos a tiempos periódicos con la institución de la República independiente, para que el pueblo se uniforme a estos sentimientos y giremos todos con un sistema asentado. No sucede así en Buenos Aires y por eso es que cada facción que prevalece tiene tal vez distintas ideas que al fin ocasionan una conmoción y la de ahora puede ser que no sea la última, pues desde los principios así han ido allí las cosas”. Ver Francia a José Joaquín López, Asunción, 24 de Mayo de 1815, en el Archivo Nacional de Asunción-SNE 3410. // Citado por Thomas Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Los Congresos que dieron nacimiento a la dictadura de Francia reflejaron esta visión. Estuvieron compuestos por diputados nominados -pequeños propietarios rurales- que, con gusto, le dejaban la tarea de decidir al karai. Como regla, los paraguayos aceptaban el poder de su gobernante porque su fuerza parecía esencial en un mundo lleno de enemigos.

Tal poder, tal mbarete, era crucial para su seguridad. Los diputados formalmente aprobaban sus acciones y por lo tanto Francia no sentía necesidad de consultarles. Cuando surgían cuestiones de legalidad, se remontaba a precedentes de las Leyes de Indias coloniales. Pero todo el poder real emanaba únicamente de su voluntad.

El conservadorismo del dictador halló su más palpable manifestación en su decisión de instituir un cordon sanitaire alrededor de la República, prohibiendo el ingreso de extranjeros y la salida de aquéllos que deseaban irse. Esta política, puesta en vigor desde antes de 1820, mantuvo al país aislado de la anarquía de las provincias del sur, pero también impidió la incorporación de capital, experiencia extranjera y cualquier idea que Francia rechazara. El dictador encerró al Paraguay en sí mismo.

La política tuvo el efecto -probablemente involuntario- de reforzar la identidad hispano-guaraní de los paraguayos, quienes abandonaron toda aspiración de pertenencia a una comunidad más amplia de americanos, españoles o cualquier otra.

Este sentimiento, que creció más pronunciadamente a medida que pasaban las décadas, se convirtió en el elemento principal de la nacionalidad paraguaya. Nada comparable existía en Buenos Aires, las provincias del Litoral o el Brasil portugués.

Estos países no tenían igualmente una figura como José Gaspar Rodríguez de Francia. En un período dominado por jóvenes militares y aristócratas liberales, el Paraguay fue gobernado por un neurótico perfeccionista de mediana edad que combinaba en su persona todo el poder Ejecutivo, Judicial y Legislativo. Como Napoleón y Pedro, “el Grande”, Francia se creía “hombre de la Providencia” y actuaba en consecuencia. Es posible que haya puesto al Paraguay fuera de la corriente principal del desarrollo latinoamericano, pero su pueblo se sintió parte de una Nación como resultado.

El aislamiento de Francia expresaba el miedo de que el Paraguay fuera atrapado por fuerzas hostiles. Buenos Aires ya había mostrado sus verdaderos colores al lanzar la expedición de Belgrano. Artigas presentaba una amenaza aún más inmediata. Sus tropas chocaron contra las del dictador varias veces en las misiones y, peor todavía, para gran disgusto de Francia, el “Protector” activamente alentaba las deserciones del Comando sur paraguayo.

No obstante, este antagonismo nunca generó un conflicto abierto de alguna intensidad. De hecho, para 1820, con su menguado ejército reducido -por enfermedades y amotinamientos- a un mero puñado de hombres, Artigas decidió cruzar al Paraguay en busca de asilo. El doctor Francia no se tomó venganza. Le dio al derrotado jefe oriental una pequeña subvención y un rústico pero confortable exilio en un pequeño pueblo alejado del nordeste de Asunción. Allí Artigas pasó la mayor parte de los últimos treinta años de su vida(11).

(11) El gesto, no enteramente desinteresado, de Rodríguez de Francia tuvo una irónica cualidad: al ofrecerle inesperadamente ayuda al campeón de la autonomía regional, el dictador pareció darle asistencia a la causa oriental, expresión de apoyo que sería brindada de nuevo, en diferentes circunstancias, por otro jefe de Estado paraguayo. Sobre las relaciones de Artigas con los paraguayos y exilio de treinta años en el pueblo de Curuguaty, ver documentación miscelánea en JSG, Doc. 6, Nro. 1; y Eduardo de Salterain y Herrera, “Artigas en el Paraguay. (1820-1850)” (1950), Montevideo. Impresora L.LG.U. // Citado por Thomas Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Si bien el retiro de Artigas no aseguraba la paz, los caudillos que lo sucedieron en el Litoral estaban más interesados en pelear unos contra otros que en invadir el Paraguay. Por supuesto, el dictador no pudo jamás permitirse dar esto por hecho y mantuvo tropas desplegadas a ambos lados del Paraná por muchos años. En unas pocas ocasiones hizo uso de ellas. Pero también tenía que contender con un tradicional y posiblemente más peligroso enemigo en el Norte.

- La alternativa brasileña

Los acontecimientos en el Estuario del Plata no pasaban desapercibidos para los portugueses, quienes pretendían forzar sus oportunidades en la región y trabajaron para exacerbar el creciente desorden en la casa de su vecino. Pero esta estrategia tenía su lado peligroso.

La lucha por la independencia en el Plata suponía muchos riesgos para el Brasil portugués; a partir de la revolución haitiana, cualquier régimen que dependiera de la esclavitud tenía razones para temer el estallido de una rebelión.

Pese a ello, el Brasil obtuvo beneficios de la situación. El cambio de siglo había traído una dramática expansión del comercio británico con Portugal y sus colonias. Este comercio, a su vez, impulsó un mayor involucramiento político de los portugueses en los asuntos europeos, incluyendo su participación en una guerra general europea que más les habría valido evitar.

A fines de 1807, un ejército francés cruzó la frontera de España con Portugal, obligando al rey João VI y su Corte a escapar de Lisboa en una flotilla organizada por la Royal Navy. Los británicos gustosamente extendieron su cortesía a un aliado tradicional, pero ello vino con muchos lazos atados. En el curso de un corto período, Portugal aceptó una reorientación comercial que le otorgó a Gran Bretaña el estatus de nación más favorecida.

Las importaciones británicas al Brasil pronto pagaron menos aranceles que las de Portugal mismo y firmas con sede en Londres lograron derechos extraterritoriales que permanecieron vigentes hasta los 1840.

El mercado brasileño tenía un evidente gran potencial y los británicos estaban ansiosos por fortalecer sus actividades en esa parte del mundo. En retorno, el Brasil consiguió algo de estabilidad comercial (y, en última instancia, política) que contrastaba con el caos que entonces arrasaba la América española.

El arribo de João a Río de Janeiro proporcionó nuevo apoyo para este ancien régime. Como los países del Plata, Brasil sufría de analfabetismo generalizado y pobreza, e incluso la élite era notoriamente rústica. Unos pocos brasileños habían leído a Adam Smith, Jean-Baptiste Say, Montesquieu y Raynal a pesar de la desaprobación oficial, pero era difícil actuar en concordancia con tales ideas allí donde reinaban la indiferencia y un deficiente sistema de comunicación.

Muchos grupos antigubernamentales trataron de organizarse, pero fracasaron en captar la imaginación popular. No ocurrió lo mismo con la presencia de João VI. La llegada del monarca y su corte dio nueva vida a la colonia y despertó un sentimiento de autoestima entre los residentes locales. Además, el rey invirtió fuertemente en su nuevo hogar. Con Brasil como centro de facto del Imperio portugués, la Corona diseñó copias brasileñas de las instituciones imperiales.

João construyó caminos, palacios y edificios públicos; estableció escuelas e imprentas y organizó bailes de gala. Incluyó a las élites nativas en estas actividades y en 1815 le dio al Brasil un estatus político equivalente al del Portugal. Los brasileños, que disfrutaban con su nueva prosperidad e importancia, hicieron esfuerzos por actuar de manera más europea que los europeos mismos, reemplazando sus rudos hábitos coloniales por una suave y pulida urbanidad.

Unos pocos jóvenes bahianos, pernambucanos y cariocas incluso hablaban abiertamente de república. Obtenían inspiración de los Estados Unidos y de la Francia revolucionaria aunque, curiosamente, no del Plata.

Los portugueses consideraban subversivos esos flirteos con el republicanismo pero, más allá de eso, eran tolerantes, aunque privadamente a los funcionarios coloniales les preocupaba que el propio progreso que el rey había infundido estuviera causando el debilitamiento del control de Portugal sobre el Brasil.

La ocupación de Napoleón de la Península Ibérica llegó a su fin en 1814, dejando a la Corte portuguesa libre de regresar a Lisboa. El rey João, sin embargo, prefirió Río. Se había acostumbrado a la apacible atmósfera del Brasil, el cálido sol, la gente agradable y las mansas noches con vistas del Corcovado. Un frío palacio en Lisboa no le resultaba atractivo. Entendía, más aún, que el Brasil se había convertido en el centro económico de su Imperio y merecía atención especial. Si se iba, los brasileños podrían negarse a aceptar la dominación portuguesa.

Estaba en lo cierto. En 1817, un levantamiento republicano en el Pernambuco azucarero casi se esparció por todo el Nordeste. Los militares portugueses prevalecieron, pero sólo apenas. En 1820 -cinco años después de Waterloo- una revolución liberal estalló en Portugal, obligando al rey a retornar de mala gana a su país de origen. Antes de partir, le aconsejó a su apuesto e impetuoso hijo Pedro erigir un movimiento político independiente a su alrededor, si era necesario, para defender la dinastía Bragança en el Brasil.

Las élites locales aprobaban esta estrategia, aunque por diferentes razones: una transición ordenada desde el viejo régimen colonial, descontaminada de republicanismo, les aseguraba la continuidad de su dominación sin inflamar las pasiones de las clases más bajas.

Los fazendeiros y comerciantes apoyaban reformas económicas liberales que les permitiesen perseguir sus propios proyectos sin interferencia portuguesa. Podrían expandir y modernizar sus complejos azucareros para llenar el vacío dejado por la debacle en Haití, a la vez de desarrollar la entonces pequeña infraestructura ganadera y cafetera en el sur del país. También podrían consolidar sus intereses en la Banda Oriental, que los portugueses habían anexado tras la partida de Artigas.

Las élites podían conseguir todo esto sin abandonar su tradicional control sobre la tierra y la mano de obra ni tener que tolerar libertades significativas para los pobres(12).

(12) En este contexto, es útil recordar que el liberalismo europeo había sido originalmente una ideología burguesa principalmente dirigida a eliminar la autoridad absolutista de los reyes y los privilegios de la aristocracia. En Brasil, sin embargo, el liberalismo estaba asociado con las élites, que encontraron en las nuevas ideas un arma poderosa contra los abusos económicos de la Madre Patria, pero que tenían poco o ningún apego por una agenda social radical. Ver: Emilia Viotti da Costa. “The Brazilian Empire: Myths and Histories” (1985), pp. 6-9, University of Chicago. Ed. en Chicago y Londres. // Citado por Thomas Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

La corriente hacia este tipo de independencia probó ser inatajable. Cuando las liberales Cortes de Lisboa amenazaron con restaurar el estatus colonial del Brasil, fuerzas portuguesas y brasileñas chocaron abiertamente en el campo de batalla. Estos encuentros nunca fueron demasiado importantes, pero su escalada hizo que incluso muchos portugueses presionaran por la independencia como una manera de defender sus inversiones.

El príncipe regente halló difícil tomar una decisión: ¿qué hacer? ¿retornar a Portugal -como algunos de sus seguidores europeos demandaban- o quedarse y crear un Estado independiente en Brasil? Finalmente, en Septiembre de 1822, Pedró actuó y declaró la independencia de un nuevo Imperio con él mismo como monarca.

Suprimió los elementos proportugueses en el Norte lejano y comenzó su propia campaña para persuadir a Lisboa de reconocer al nuevo Gobierno brasileño. Tres años después, el esfuerzo se coronó con éxito.

El repudio del estatus colonial no se traducía en nacionalidad moderna. Los brasileños eran inseguros sobre el futuro del país. Como emperador, el joven de veinticuatro años Pedro I gozaba de un apoyo cauteloso de las élites, que lo necesitaban más que lo apreciaban. La alianza de conveniencia entre el emperador, los mercaderes y los grandes fazendeiros garantizaba la libertad frente a Portugal a un bajo costo en dinero y vidas, lo que contrastaba marcadamente con la experiencia en el Plata.

Pero no todo era color de rosas. La tendencia de Pedro de enfatizar las cuestiones dinásticas molestaba profundamente a los brasileños. Lo mismo ocurría con su hábito de colocar a portugueses metropolitanos en altas posiciones dentro del nuevo Gobierno. Antes que enfrentar estos asuntos directamente, Pedro I eligió disolver la Asamblea Constitucional que él mismo había formado muy recientemente. En 1824 sancionó su propia Constitución, que definía el Imperio en términos localistas como “una asociación política de todos los ciudadanos brasileños”, quienes formaban “una nación libre e independiente”.

Algunos años antes, los brasileños habían utilizado el término “nación” para referirse a una comunidad de pueblos antes que a un tipo único y diferenciado, y ahora la Constitución certificaba esa más específica, si bien todavía idealizada, definición. Como toda alusión a la libertad, la Constitución de Pedro solamente otorgaba derechos políticos a ciertos “ciudadanos”(13).

(13) Que el término ciudadano se antepusiera al de súbdito connota un atípico préstamo de la Revolución Francesa. Ver: Roderick J. Barman. “Brazil, The Forging of a Nation. 1798-1852” (1988), pp. 123-126, Stanford University. Ed. en Stanford. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

La nueva licencia era ampliamente consentida a nivel parroquiano, pero el ejercicio de una autoridad más elevada estaba limitado por el voto indirecto y un “poder moderador” que detentaba únicamente el emperador. Bajo este sistema, la autoridad real descansaba en Pedro, los nominados miembros del Consejo de Estado y un selecto grupo de legisladores.

Todas estas figuras eran hombres de buena posición que creían que el buen Gobierno derivaba no del sufragio universal, sino de la correcta administración de los conflictos. En la práctica, los notables locales lideraban los distritos más pequeños mediante el arreglo de votos para políticos provinciales a cambio de favores personales.

El fraude y la violencia eran generalizados y los ministros y autoridades provinciales abiertamente intervenían para que los candidatos oficiales ganaran cada una de las elecciones hasta los 1850.

Ministros, diputados y senadores debatían entre ellos sobre filosofía política, literatura y el futuro del país, pero ejercían sólo una autoridad nominal sobre la masa de sus compatriotas. Para la persona común, la Constitución, el emperador e incluso la misma independencia eran asuntos todavía distantes. Poco había cambiado.

El poder permanecía con la misma clase propietaria que lo había controlado durante los tiempos coloniales. La esclavitud todavía dominaba la economía. Y la jornada de trabajo todavía era interminablemente larga y dura, salvo tal vez durante la temporada de cuaresma, que se consagraba a las celebraciones y catarsis del carnaval anual.

Por supuesto, los pobres tendían a ignorar las funciones y gestión del alto Gobierno. En el Brasil tropical -como en el Paraguay- la indiferencia era profunda y esto iba en interés de las élites al facilitar la conformación de una sociedad ordenada y dócil. Para escapar del caos social tan común en el Plata y muchos otros sitios, la élite alentaba a la gente común a aceptar su subordinación dentro de una jerarquía en la cual cada individuo supiera su lugar.

La opción monárquica en Brasil nunca pretendió ser revolucionaria. Ofrecía protectorado más que representación y, para los pobres, un amparo apadrinado desde las luchas internas de una élite profundamente despectiva de las clases más bajas. La gente común tenía su símbolo de unidad y futura grandeza en la persona del emperador, pero poco más que eso; ellos mismos, como tales, no tenían un rol en el proceso político.

La nacionalidad brasileña por lo tanto era como la brillante capa dorada de una estatuilla religiosa, era decorativa y hermosa, pero debajo solo había barro.

No obstante, el aparato heredado de los portugueses permitió una cohesión administrativa mayor que la de las provincias argentinas. De acuerdo con la Constitución de 1824, el emperador podía disolver la Cámara de Diputados, seleccionar miembros vitalicios en el Senado a partir de ternas remitidas por electores provinciales y nombrar o destituir ministros del Gobierno.

El que se sintiera libre de ejercer tal autoridad mostraba otro contraste con Buenos Aires, donde los gobernantes aspiraban sin éxito a mayores poderes. Los conflictos locales y religiosos que destruyeron el Plata eran también comunes en Brasil, pero no llegaron a tomar la forma de una guerra civil (Rio Grande do Sul suministró una importante excepción algunos años más tarde).

Si bien los hombres fuertes de las provincias tenían alguna influencia, generalmente reconocían las ventajas de trabajar con el Estado. Esto contrastaba con los más independientes caudillos del Plata quienes, después de todo, le debían su prominencia a la desintegración de las instituciones y normas sociales que todavía prevalecían en el Brasil(14).

(14) Las tendencias políticas en las praderas riograndenses del extremo sur a menudo imitaban los patrones de la Banda Oriental y el caudillismo era por tanto evidente en Río Grande, no así en el resto del Brasil. Ver: John Charles Chasteen. “Heroes on Horeseback” (1995), pp. 21-35, 3-59, Alburquerque. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

La supervivencia de los modelos coloniales en el nuevo Imperio brasileño era menos una indicación de vitalidad que de estática. Las clases más bajas todavía cargaban el peso de la sociedad y, por lo que sabían las élites, los pobres eran o bien apáticos o llenos de deseos sediciosos por emancipación o atavismos religiosos.

Una serie de revueltas en Minas Gerais, São Paulo y el Norte y Nordeste puso de manifiesto exactamente cuán incierta era la situación. Incluso la capital imperial no estaba totalmente a salvo de los problemas(15).

(15) Las fuerzas imperiales aplastaron otra corta revuelta en Pernambuco, en 1824, prácticamente al mismo tiempo que fuerzas locales suprimieron movimientos milenarios un poco más al norte. Ni el republicanismo ni la adoración de San Sebastián fueron totalmente erradicados, sin embargo, y pequeños estallidos continuaron ocurriendo en las décadas siguientes. Ver: Barbosa Lima Sobrinho. “A Confederação do Equador do centenário ao sesquicentenário” (Enero-Marzo 1975), pp 33-112, en la “Revista do Instituto Histórico e Geográfico Brasileiro”, Nro. 306; y Hendrik Kraay. “As Terrifying as Unexpected: The Bahian Sabinada. (1837-1838)” (Noviembre de 1992), pp. 502-527. Ed. Hahr. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

De particular preocupación en este respecto era la actitud de los esclavos, quienes sabían que la independencia no suponía nada para ellos. Muchos otros brasileños intuían lo mismo.

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