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Renuencia militarista brasileña y Fuerzas Armadas divididas en Argentina y Uruguay

- Brasil: los militaristas reacios

Uno podría suponer que un país tan grande como el Brasil sería propenso a construir una estructura militar acorde con su escala. Pero, como llamativamente también ocurrió en los Estados Unidos, al principio unas Fuerzas Armadas de gran envergadura nunca recibieron un verdadero soporte del Gobierno.

Durante los primeros cuarenta años de existencia como Estado independiente, el Ejército permanente del Brasil raramente tuvo más de 16.000 efectivos, con una Guardia Nacional de reserva que totalizaba otros doscientos mil hombres.

Esta última fuerza, que principalmente desarrollaba operaciones de policía en las provincias, consistía en unidades de reclutas locales comandados por los hijos de los fazendeiros ricos. La Guardia poseía pocas de las características usualmente asociadas con una milicia profesional. En ocasiones, sus unidades prestaban respetables servicios dentro de sus posibilidades, pero sólo esporádicamente eran desplegadas fuera de sus provincias(1).

(1) Fernando Uricoechea. “The Patrimonial Foundations of the Brazilian Bureaucratic State” (1980), University of California. Ed. Berkeley. Ver también extensas descripciones del Ejército permanente en São Paulo en Queiroz Duarte. “Os voluntários da patria na guerra do Paraguai” (1982), tomo 1, pp. 129-174, Río de Janeiro. Biblioteca do Exército. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

El poder real dentro de la estructura militar imperial descansaba en el Ejército permanente. Después de 1851, el Imperio se dividió en seis distritos militares, cada uno de los cuales, teóricamente, poseía corpos especiais y corpos combatentes. Los últimos incluían unidades de caballería, infantería y artillería repartidas en fuerzas móviles y tropas de guarnición(2).

(2) Charles J. Kolinski. “Independence or Death! The Story of the Paraguayan War” (1965), p. 51, University of Florida. Ed. Gainesville. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Para mediados de los 1860, el Ejército permanente tenía un esquema tan moderno como cualquiera de Europa. La artillería consistía en un batallón de ingenieros, un regimiento de artillería montada, cuatro batallones de artillería a pie y doce otras compañías. La caballería tenía cinco regimientos, un cuerpo de cuatro compañías, un escuadrón de dos, siete batallones de tiradores y cinco otras compañías.

La infantería -que componía el grueso de las tropas- incluía nueve batallones de tiradores y ocho compañías, otro batallón de seis, cinco cuerpos de guarnición de cuatro compañías cada uno. El total de efectivos de reserva para el Ejército permanente sumaba 17.600 hombres(3).

(3) Augusto Tasso Fragoso. “História da Guerra entre a Tríplice Aliança e o Paraguay” (1957), tomo 2, pp. 44-45, Rio de Janeiro. Biblioteca do Exército; José de Lima Feguereido, en “Brasil Militar” (1944), p. 59, Rio de Janeiro, simplifica este recuento asignando al Ejército permanente un total de veintidós batallones de ochocientos hombres cada uno. Es notable que el número de hombres en armas en las unidades regulares se hubiera de hecho encogido por un décimo desde 1861. Ver: Francisco de Paula Azevedo Pondé. “Organização e Administração do Ministério da Guerra do Império” (1986), pp. 278-279, Brasilia. Biblioteca de Exército Editora, Funcep. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

En los papeles, el Ejército regular del Brasil lucía impresionante, pero en la práctica raramente podía exhibir la organización y equipamiento que indicaban los Informes ministeriales. Su distribución, igualmente, era curiosa, por cuanto la gran mayoría de las unidades estaba situada en el lejano Sur, cerca de la frontera uruguaya.

Esta disposición tenía sentido, dadas las posibles contingencias extranjeras y la remota posibilidad de renovados conflictos separatistas, pero dejaba enormes áreas del Brasil esencialmente desprotegidas, a no ser por unidades de Guardia pobremente entrenadas.

Las élites brasileñas sentían una desconfianza instintiva hacia el “progresivo” militarismo. Veían el desorden en el resto del continente y normalmente lo atribuían a la presencia de demasiados bravucones analfabetos en uniforme. Como reflejo de este prejuicio, el Gobierno mantenía bajos sus Presupuestos militares y a sus generales en el patio trasero. El mismo emperador nunca se molestó en ocultar su desagrado por la profesión de las armas (aunque era escrupulosamente correcto, incluso amable, con los oficiales individualmente).

Las Fuerzas Armadas brasileñas tenían, no obstante, sus fervientes defensores. Hombres como Caxias y Manoel Luis Osório eran sazonados políticos a la par de talentosos comandantes. Ocasionalmente pudieron maniobrar para que el Gobierno adoptara, aunque en forma renuente, una política militar más sofisticada. Esto siempre fue más fácil en tiempos de crisis políticas o durante las campañas contra la Argentina de Juan Manuel de Rosas.

En otros momentos, sin embargo, los cuerpos de oficiales no eran diferentes a otros burócratas imperiales en su propensión a las intrigas, su énfasis en el estatus y su pasión por el dinero o la fama. Había entre los oficiales algunos individuos talentosos y, como grupo, mostraban una cohesión parecida a la de los bacharéis.

La generación más joven provenía de la Academia Militar Imperial y de la Escola Militar da Praia Vermelha en Rio. La primera, fundada durante el reinado de Don João VI, enseñaba tácticas a pequeñas cohortes, normalmente, aunque no necesariamente, de cadetes de las clases altas.

Pocos en Praia Vermelha aprendieron otra cosa que elegantes formaciones para las paradas. Algunos, sin embargo, se convirtieron en excelentes doctores e ingenieros militares. Otros leían profusamente manuales extranjeros (especialmente franceses) de tácticas y se jactaban de su conocimiento de las últimas innovaciones en el armamento europeo(4).

(4) La Real Academia Militar fue fundada en Rio de Janeiro en 1810 y atravesó periódicos cambios, especialmente durante los 1850, en respuesta a una nueva ley que requería educación formal para promoverse. Aunque la ley tenía poco efecto verdadero -salvo en ingeniería y artillería- promovió una sucesión de ajustes institucionales. Un “Curso de Infantería y Caballería” fue creado en Pôrto Alegre en 1853. Dos años más tarde, ingenieros civiles y militares fueron separados de la entonces Academia Militar Imperial y el entrenamiento de los oficiales se trasladó a Praia Vermelha (establecida en 1857). En 1859, la capital también vio la fundación de una Escola de Tiro en Campo Grande, una escuela técnica para sargentos, cadetes y oficiales jóvenes. Ver: Jehovah Motta. “Formação do oficial do exercito: curriculos e regimes na Academia Militar. 1810-1944” (1976), Rio de Janeiro. Editora Companhia Brasileira de Artes. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Un resultado práctico de este interés fue una regeneración parcial de la artillería del Brasil en los 1850. Aunque una gran cantidad de armas anticuadas permaneció en servicio, el Gobierno imperial hizo que cada unidad de artillería recibiera lotes de cañones Lahitte, Paixham y Whitworth calibre 90 a 120(5).

(5) Las denominaciones de los calibres en el siglo diecinueve causan un sinfín de confusiones a los estudiantes modernos de historia militar. Normalmente, el calibre estaba basado en diámetros interiores, lo cual tenía poco que ver con la longitud y el peso de los proyectiles empleados, a diferencia de las municiones de hoy. En el caso de las balas Minié para pequeñas armas, el producto europeo frecuentemente venía con láminas de plomo, dúctil para adaptarlas a los caños de los mosquetes de avancarga. El diámetro de las balas envueltas era usualmente 0,005 pulgadas menor que el diámetro del caño, para permitir el paso de pólvora negra. De esa forma, la granulación de la pólvora determinaba el proyectil a utilizarse. Los sudamericanos usaban comúnmente designaciones europeas antes que norteamericanas pero, no siempre, lo cual agrega a la confusión general. En cuanto a los trabucos de caño liso -todavía en uso general durante los 1860- el término gauge es visto con más frecuencia en referencia al número de balas de plomo de un diámetro específico que cupieran en una libra de peso. Cuanto mayor el número del gauge, más balas se requerían para pesar una libra y, por lo tanto, el diámetro de cada una era menor. Sobre ésta y otras cuestiones de calibres y rangos, ver: W. W. Greener. “The Gun and Its Development” (1995), National Rifle Association. Ed. Fairfax. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Las mejores de estas armas tenían un rango efectivo de casi 5 kilómetros y por lo tanto acrecentaron significativamente el poder de fuego del Ejército. Dicho esto, las prácticas de tiro eran sumamente desatendidas en Brasil; y las tácticas de artillería -basadas en el principio de la concentración de fuego- estaban poco entrenadas debido a la preferencia por maniobras de gran escala. Aun así, la artillería perseveró y lo mismo hizo la infantería.

Cuando terminó la Guerra de Crimea, muchos países sudamericanos corrieron a Europa a comprar sobrantes de material bélico. El Ejército brasileño adquirió varios miles de armas de mano para reemplazar a los trabucos de avancarga calibre 17 que estaban entonces en uso(6).

(6) Ver: “Instrucções para a Acquisição de armamento na Europa”, en Polidoro da Fonseca Quintinilha Jordão a Francisco Antonio Raposo, Rio de Janeiro, 6 de Febrero de 1863, en Mario Barreto. “El Centauro de Ybycui” (1930), pp. 175-177, Rio de Janeiro. Officinas do Centro Boa Imprensa. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Las nuevas armas, que incluían rifles de aguja prusianos y carabinas belgas, eran todas de alcance superior. En general, podían matar a 800 metros y mantenían precisión a 200 metros, cinco veces más lejos que todo el armamento individual anterior.

Los rifles de aguja tenían sus desventajas: su peor problema era el fuerte escape de gas por la recámara, que era tan violento que los soldados encontraban difícil seguir disparando con la culata al hombro después de la primera media docena de tiros. Cuando el caño estaba dañado, el golpe era todavía más fuerte y a menudo obligaba a los hombres a disparar apoyando el arma en la cadera. Era, a pesar de ello, un arma formidable, que aseguró la victoria de los prusianos sobre los daneses en 1864 y los austríacos en 1866.

Aun así, los brasileños no pudieron capitalizar las muchas cualidades del rifle porque solamente importaron unos pocos de los modelos más nuevos. Los que obtuvieron venían en muchos calibres diferentes. Algunos se cargaban por la recámara y otros por el caño, lo que causaba confusión entre las tropas regulares, la mayoría de las cuales continuó usando los viejos, casi obsoletos trabucos.

La reluctancia del Gobierno a fondear una milicia más grande era entendible en un régimen presionado por la falta de ingresos. Adicionalmente, cualquiera que fuera el interés del Imperio en la Banda Oriental, poco realmente justificaba una expansión de las fuerzas militares.

El emperador, el Consejo de Estado y la mayoría de los miembros del Parlamento creían que la seguridad de la Nación ya estaba garantizada bajo el sistema establecido, que daba la primordial responsabilidad a la Guardia Nacional liderada directamente por la élite.

Este era un punto de vista miope de la preparación militar. Relegaba a los ingenieros y otros oficiales regulares a una posición subordinada, esencialmente consultiva y poco más que eso. Las élites toleraban condescendientemente que los militares chillaran como gaviotas cuando se trataba de promociones o prebendas, pero en el análisis final, las opiniones de los oficiales regulares les importaban poco a los hombres de levita.

A la par de la desconfianza de estas élites hacia los oficiales estaba su casi repugnancia por el soldado común. El propio término usado para denominar al hombre enrolado en el Ejército, praça o plaza, aludía a todas las connotaciones deshonrosas de la calle. Puesto de manera simple, la alta sociedad no consideraba al Ejército un lugar apropiado para los pobres “honorables” (es decir, los que tenían acceso al mecenazgo). Sólo los degenerados y los rudos deberían terminar en las filas. En cuanto a los oficiales, los tenían por poco mejores que guardianes(7).

(7) Ver: Peter M. Beattie. “The House, the Street, and the Barracks: Reform and Honorable Masculine Social Space in Brazil. 1864-1945” (1996), en Hispanic America Historical Review 76:3, pp. 439-473. Ed. Durham. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Había buenas razones para que los indeseables predominaran en la milicia. Todavía no existía enrolamiento universal y había pocas motivaciones verdaderas para que un joven se sumara al Ejército. Consecuentemente, desde 1837 los oficiales de policía obtenían un bono en efectivo por cada “voluntario” que trajeran al servicio(8).

(8) Charles J. Kolinski. “Independence or Death! The Story of the Paraguayan War” (1965), p. 50, University of Florida. Ed. Gainesville; Hendrik Kraay. “Reconsidering Recruitment in Imperial Brazil”, en “The Americas” 55:1 (1998) 1-33. // Todo citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

La Policía envió bandas de reclutadores a las calles de cada pueblo en Brasil en busca de iniciados. Si eran habitualmente borrachos, delincuentes o mentalmente débiles, poco importaba; el Ejército tomó a la mayoría de los hombres arrestados. Aún después de que comenzó una conscripción más amplia en 1865, la composición del Ejército cambió sólo levemente.

Los hombres ricos o de clase media podían contratar a individuos más pobres para servir como sus sustitutos. La práctica era tan común que empobrecidas personas de color constituían la mayor parte de los soldados en cada batallón de infantería, mientras que arrieros “vagabundos” del Sur o el Nordeste componían la mayor parte de la caballería. En las campañas que vendrían, pese a las continuas muestras de desdén por parte de las clases altas, estos hombres pelearon bien.

Mientras el Ejército permanente sufrió la indiferencia (o la directa resistencia) del Gobierno, la Armada imperial, en cambio, gozó de considerable favor. En contraste con el Ejército, la Armada tenía una tradición aristocrática y anglófila que provenía de antes de la independencia. Los funcionarios del Gobierno respondían mejor a los almirantes que a los generales porque aquéllos no eran nuevos ricos.

Además, los abogados, comerciantes y la buena cantidad de fazendeiros que conformaban el Gobierno brasileño generalmente tenían raíces en la región costera y veían la guerra mayormente en términos de protección del tráfico comercial en las rutas marinas. Esta visión se reflejaba en buen financiamiento, aunque no suntuoso, para la Armada.

Para principios de los 1860, la flota del Brasil se convirtió en la mayor de Sudamérica. Contaba con cuarenta y cinco buques -treinta y tres vapores (tanto de hélice como de rueda) y doce a vela-. Todos estaban razonablemente bien equipados con cañones de tecnología de punta, incluyendo Whitworths de 70 libras, capaces de perforar armaduras de acorazados y causar serios daños a las defensas costeras. La mano de obra total para la Armada imperial en este período era de 4.236 oficiales y marineros(9).

(9) Juerg Meister. “Die Flussoperationen der Triple-Allianz gegen Paraguay. 1864-1870”, Marine Rundschau 10 (Octubre de 1972), pp. 600-601. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Las tripulaciones provenían de una variedad de extracciones a todo lo largo de las costas del Brasil. La mayor fortaleza de la Armada, sin embargo, radicaba en sus bien entrenados cuerpos de oficiales, que mostraban el mismo profesionalismo e igual sofisticación que los mejores ingenieros del Ejército.

Por supuesto, la vida en la Armada imperial era -en muchos sentidos- desagradable, excepto para los oficiales superiores, quienes se separaban de sus tripulaciones por un estricto sistema de clases.

Los marineros tomados por reclutadores en los distritos portuarios más escuálidos debían pasar largas horas debajo de cubierta durante los calurosos meses de verano. Comían mal, dormían poco y sufrían frecuentemente el abuso de los mandos medios y entre sí. Recibían pagos mínimos. En esto, su circunstancia era paralela a la de los soldados comunes.

Tomadas en su conjunto, las Fuerzas Armadas brasileñas tenían serias debilidades a mediados del siglo diecinueve. El Ejército permanente era pequeño, mal organizado, equipado a medias. Aunque los cuerpos de oficiales poseían algunas figuras talentosas, había también mucho peso muerto. Los rangos y las filas eran desalentadoramente indisciplinados. Casi la mitad de las tropas estaba compuesta por forzados, muchos de ellos vagos, suministrados por la Policía.

Aquéllos que eran voluntarios, o que se ofrecían como sustitutos, generalmente lo hacían para escapar del hambre, la falta de vivienda, el desempleo o la ley. No tenían ni interés en la vida militar ni motivaciones que pudieran llamarse patrióticas.

Los funcionarios imperiales, cuya propia idea de la nación brasileña se centraba en la estabilidad política y la preservación de los privilegios, tenían poca fe en una estructura militar que podría potencialmente amenazar a ambas. En cambio, inequívocamente preferían la Guardia Nacional, una institución que reflejaba el statu quo y dentro de la cual existía poco profesionalismo y ningún compromiso verdadero con la modernización.

Los oficiales de la Guardia tenían sus espadas adornadas y distinguidos uniformes; los hombres, sus lanzas de tacuara y arcabuces. Pero igual que en la fazenda, sólo un débil sentido de lealtad conectaba a ambos grupos. La verdadera cohesión -esa que proviene de una identidad compartida- llegó después, cuando las alternativas a la guerra quedaron exhaustas.

- Argentina y Uruguay: Fuerzas Armadas divididas

El germen de la modernización que infectó un pequeño segmento de la milicia brasileña no se evidenciaba en ninguna parte en Argentina y Uruguay. La caída de Rosas en 1852 supuestamente garantizaba la unidad sobre un fundamento de liberalismo político, pero la verdadera integración nacional bajo la Constitución siguió siendo una meta lejana.

Pese a la batalla de Pavón, la competencia entre Justo José de Urquiza y Bartolomé Mitre en Argentina todavía predominaba en la política provincial, especialmente en el Litoral. Los cabecillas se abalanzaban sobre los puestos en el Gobierno o posiciones de influencia, sin miedo de utilizar la fuerza para alcanzar sus fines.

Aunque el llamado unificador de la Constitución era bello en su concepción, la mayoría de los argentinos permanecían escépticos. Incluso en Buenos Aires, la competencia entre los liberales de Mitre y los autonomistas de Alsina amenazaba con desintegrar el frágil orden político.

Tales divisiones interrumpían la evolución de las Instituciones militares nacionales en la Argentina. En teoría, soldados-ciudadanos debían haber reemplazado a los mercenarios y gauchos reclutados. Pero nada de eso pasó. El Ejército permanente de Mitre -creado en 1864- contaba con sólo 6.000 efectivos, la gran mayoría apostada en las provincias del Interior y a lo largo de la frontera de la Patagonia(10).

(10) Juan Beverina. “La Guerra del Paraguay (1865-1870). Resumen Histórico” (1973), pp. 99-101, Buenos Aires. Círculo Militar. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Los regulares estaban organizados en siete batallones de infantería, nueve regimientos de caballería, una unidad de artillería liviana y cinco compañías de la “recientemente creada” artillería, esta última utilizada como fuerza de guarnición en la isla Martín García. Una alta incidencia de deserciones encogía las plantillas y los funcionarios del Gobierno llevaban adelante permanentes reclutamientos para mantener -hasta donde se podía- el poder de estas unidades.

El grueso de los hombres bajo armas en la Argentina se encontraba en las variadas unidades de la Guardia Nacional, tal vez hasta unos 184.478 efectivos a principios de 1865(11).

(11) Juan Beverina. “La Guerra del Paraguay (1865-1870). Resumen Histórico” (1973), p. 101, Buenos Aires. Círculo Militar. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Como su contraparte brasileña, la Guardia argentina era básicamente una institución provincial, aunque raramente de carácter patrimonial. Con la ley de 1854, cada ciudadano varón de la Confederación de entre diecisiete y sesenta años era pasible de servir en la Guardia, y versiones de la misma ley estuvieron en vigor después de Pavón. Pero la ley era aplicada de manera imperfecta e irregular.

Unas pocas unidades, especialmente las de Buenos Aires, sí servían bajo un Comando Nacional. Aparte de algunos auxiliares indígenas, estos batallones en particular, que habían recibido algún entrenamiento rudimentario y experiencia en combate en Pavón, probaron ser los únicos confiables de la Guardia.

Las otras unidades no tenían una preparación semejante. Cada provincia controlaba su propia milicia pero, con la excepción de Buenos Aires -y en menor grado Santa Fe- ninguna proporcionaba los fondos suficientes como para mantenerlas convenientemente. El resultado era una informe masa de gauchos armados absolutamente incapaz de una acción militar a gran escala. Y en el caso de ciertas provincias -notablemente Entre Ríos- la Guardia expresaba un abierto antagonismo hacia el Gobierno Nacional.

Tales divisiones dejaron poco espacio para el desarrollo militar. El presidente Mitre entendía cuán débiles eran verdaderamente las Fuerzas Armadas de su país. Pero él también era porteño y creía que, para corregir el atraso militar, debía comenzar por Buenos Aires. La ciudad portuaria tenía en ese tiempo apenas por debajo de un décimo de la población total de un millón y medio de argentinos, pero albergaba a casi todos los comerciantes del país y a la mayoría de los inmigrantes europeos.

La consiguiente disponibilidad -tanto de capital como de mano de obra calificada- proporcionaba los dos ingredientes para una milicia viable. A esto se agregaba la visión de Mitre y el talento nativo de sus generales. Se podía ver alguna solidez en el Ejército del presidente, por más embrionaria que fuera.

Mitre lo percibió también y buscó expandir la eficiencia y el tamaño de sus fuerzas militares en cada ocasión que pudo y de todas las maneras posibles. En 1864, las tropas bajo su directo comando tenían unos ocho mil regulares y guardias. Un año más tarde, el número había crecido a quince mil, mayormente a través de conscripción obligatoria en la zona rural de de Buenos Aires(12).

(12) Como en Brasil después de 1865, era posible para los hombres de medios contratar sustitutos (aquí llamados “personeros”) para cumplir sus obligaciones militares a cambio de un pago. Estos sustitutos eran frecuentemente inmigrantes pobres con familias que alimentar. Ver: “Memoria presentada por el ministro de Estado en el Departamento de Guerra y Marina al Congreso Nacional en 1866” (1866), app. B, p. 6, Buenos Aires. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Aunque provenían de las zonas más pobres de la provincia, estos nuevos reclutas vestían uniformes azules con botones de bronce y llevaban al hombro rifles de origen europeo. En sus mochilas -junto con la usual porción de charque- llevaban raciones de galleta, tabaco, azúcar e incluso un poco de licor de caña.

Sus vidas por primera vez estaban gobernadas por una disciplina elaborada y sistemática, con reglas de infantería estrictamente aplicadas, que tenían origen en modelos españoles anteriores a 1846 (y reglas de caballería de 1834)(13).

(13) Augusto G. Rodríguez. “Reseña Histórica del Ejército Argentino. 1862-1930” (1964), p. 34, Buenos Aires. Dirección de Estudios Históricos; Francisco Seeber, quien sirvió como teniente en la Guardia Nacional, cuenta cómo estuvo despierto toda la noche estudiando los manuales tácticos y cómo -al día siguiente- se reunió con sus hombres en los campos de entrenamiento en las afueras de Buenos Aires. Allí les ordenó completar una serie ejercicios pero, al poco rato, le señalaron que ya los habían aprendido con anterioridad:
“No importa -le dijo a su sargento- quiero que repitan estas cosas hasta que (...) los movimientos puedan ser ejecutados con precisión”.
Así escondió su vergüenza al comprobar que esas rústicas tropas sabían más que él. Francisco Seeber. “Cartas sobre la Guerra del Paraguay” (1907), p. 28, Buenos Aires. Talleres gráficos de L. J. Rosso. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Más allá de su atractiva apariencia, la mayoría de las tropas estaba todavía conformada principalmente por gauchos. Mitre sólo confiaba en ellos hasta cierto punto, por lo que experimentaba con otras opciones. Envió a algunos de sus oficiales jóvenes a Europa para entrenamiento especializado, reclutó mercenarios en Italia y Francia y presionó a los gobernadores provinciales para que enviasen un creciente número de conscriptos a las Armas nacionales(14).

(14) La conscripción obligatoria (la “leva”) fue establecida en las provincias ya hacia los 1820. Ver: Ricardo Rodríguez Molas. “Historia Social del Gaucho” (1968), pp. 278-281, Buenos Aires. Centro Editor de América Latina; y Richard W. Slatta. “Gauchos and the Vanishing Frontier” (1983), pp. 126-136, University of Nebraska. Ed. Lincoln. // Todo citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Pero nunca se autoengañó: crear un Ejército moderno sería una tarea muy complicada. Al soldado medio argentino le era difícil verse como parte de un proyecto “nacional”. Para él no tenía sentido servir como soldado más que sobre una base condicional y de corto plazo.

Su naturaleza era de impetuoso coraje, pero el patriotismo era un sentimiento que otros debían crear para él. No obstante, incluso sin este elevado sentimiento de propósito, seguía siendo un buen soldado, valiente e inmune al rigor. Su modo de vida normal hacía que se contentara con vivir sin muchas cosas que soldados europeos pensaban indispensables, pero prolongadas luchas en unidades organizadas por recompensas inciertas, esto quedaba frecuentemente más allá de su entendimiento.

En cuanto a la Armada Argentina, existía más de nombre que en los hechos. De un total de diecinueve buques en 1864, sólo dos vapores (“El Guardia Nacional” y el “Pampero”) y una goleta (“Argos”) llevaban armamento, y no era del mejor. Gran parte del remanente de la flota había sido o bien alquilada a comerciantes particulares o bien estaba en dique seco.

En tiempos de la Guerra Cisplatina, la Armada Argentina había sido una entidad formidable bajo el almirante irlandés William Brown. Ahora había declinado tanto que sólo servía para transportar tropas y caballos(15).

(15) D. Fermín Eleta. “Guerra de la Triple Alianza con el Paraguay en 1865”, en “Armada Argentina (Historia Marítima Argentina)” (1989), p. 393, Buenos Aires. Departamento de Estudios Históricos Navales. // Citado por Thomas L. Whigham. “La Guerra de la Triple Alianza (Causas e inicios del mayor conflicto bélico de América del Sur)” (2010), volumen I, Asunción. Ed. Taurus.

Ni la diminuta Armada Argentina ni su inexperto Ejército habían desarrollado tradiciones de notar y ninguna de ambas Instituciones gozaba de respeto alguno entre políticos y el público en general. Aunque oficiales tales como Emilio Mitre y Juan Andrés Gelly y Obes eran organizadores capaces, estos nunca transfirieron su eficiencia al servicio en su conjunto.

A diferencia del Imperio brasileño -que veía un haz de futuro en la profesionalización de sus ingenieros militares- la Argentina prácticamente lo descartaba. Mitre bosquejó planes y más planes exhortando a la reforma en las Fuerzas Armadas, por nueva artillería, unidades de comisarios y cirujanos, bandas musicales y oficiales de planta, pero la naturaleza quebradiza de la política argentina hacía prácticamente imposible el progreso militar.

Como con la formación de la Nación misma, se requería gran ingenio para seguir adelante. Algunas veces tal ingenio estaba presente apenas debajo de la superficie; generalmente, no.

Al otro lado del río, en la Banda Oriental, poco hay para decir tanto sobre la Nación como sobre la preparación militar. Cada hecho político -el mismo carácter de la “nación”- estaba en el Uruguay reducido a una lucha partidaria entre blancos y colorados.

Cada partido mantenía sus propias Fuerzas Armadas, que eran muy poco diferentes a las bandas de gauchos que había liderado José Gervasio Artigas en tiempos anteriores. Los hombres tenían experiencia en combate, pero no entrenamiento, y estaban pobremente armados, a no ser por los usuales mosquetes, las boleadoras y el facón.

Inmigrantes europeos con experiencia militar previa dirigieron unas pocas unidades en Montevideo. El español León de Palleja, por ejemplo, encabezó el “Batallón Florida” de los colorados y se las arregló para insuflar a sus hombres algo de espíritu de cuerpo. Palleja fue un hombre excepcional, cuya disciplina y atención por los detalles eran notables pero, al mismo tiempo, efímeras y claramente fuera de lugar.

El soldado uruguayo medio -en 1864- estaba menos relacionado con su país que con su superior inmediato. Esto no es necesariamente malo para la disciplina en ninguna fuerza militar. En este caso, sin embargo, ese superior era probablemente un agente indirecto de un poder extranjero. Si se adhería a Urquiza, a Mitre o a los brasileños, este oficial podía hacer una legítima afirmación sobre la lealtad de sus hombres, pero nunca presentarse como un nacionalista uruguayo.

Aunque había varios miles de hombres en armas en el Uruguay, un servicio militar que fuera auténticamente uruguayo era algo que todavía tenía que evolucionar. Lo que sí existía era una fuerza de hombres experimentados en combate listos para pelear.

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