Huergo, Delfín
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- El edecán
El “Huerguito” o “Don Delfinito”, le dice Sarmiento en sus mordaces crónicas chilenas sobre el Congreso Constituyente. En la carta de Yungay lo califica despiadadamente de edecancito, badulaque y otras cosas por el estilo; también le atribuye una “figurita triste”, debe entenderse por su baja estatura(1).
(1) Domingo Faustino Sarmiento. “Obras Completas”, tomo XV, p. 49. // Citado por José María Rosa. “Nos los Representantes del Pueblo” (1963), segunda edición. Ed. Huemul, Buenos Aires.
Era el diputado más pequeño en edad y tamaño del Congreso. Nacido en Salta el 14 de Diciembre de 1824, vivía desde la niñez en Buenos Aires. Estudió Derecho y recibió el título en 1846, previo el juramento acostumbrado de fidelidad a la “Santa Causa”. Desde luego que no obligó a su conciencia y en 1852 se declaró por Urquiza; tuvo el mérito de haberse incorporado a la comitiva de Urquiza antes de la batalla de Caseros.
Urquiza apreció el gesto y lo admitió en el círculo de sus íntimos. Sarmiento atribuye “a la juventud y complacencia de Huerguito” que llegara a ser algo así como el maestro de ceremonias de Urquiza. Lo cierto es que este joven de oratoria vehemente, que abusaba de las frases eufónicas y los amplios ademanes, cayó en gracia al Libertador y por un momento gozó de su absoluta privanza.
Urquiza creyó sinceramente, y alguna vez lo expresó, que Huergo era una de las más firmes esperanzas de la nueva generación. Pero fuera de su exaltada y sonora oratoria, que pasó con los años juveniles, el “petiso” no ofrecía nada más allá de modales finos y trato amable.
Junto a Diego de Alvear actuó como chambelán de Urquiza en las recepciones del caserón de Palermo. Al formarse el Congreso le tocó una banca por San Luis en el reparto.
- El artículo 29
No quiso pasar inadvertido y pedía continuamente la palabra para hablar de “los pueblos” y de lo que “los pueblos anhelaban”. Llamaba “lid” a la “guerra y programa escrito por la mano del ilustre general Urquiza en los pabellones libertadores que triunfaron en Caseros”(2) a la Constitución.
(2) Emilio Ravignani. “Asambleas Constituyentes Argentinas” (1937-1939), tomo IV, p. 420, (seis volúmenes), Buenos Aires. // Citado por José María Rosa. “Nos los Representantes del Pueblo” (1963), segunda edición. Ed. Huemul, Buenos Aires.
En todo momento rubricaba sus palabras con gestos ampulosos que suponía convincentes. Exagerado en el recinto, era en cambio suave y modesto en antesalas.
Fue quien pidió -en nombre “de los pueblos”- la aclamación del famoso artículo 29, presumiblemente redactado por Juan María Gutiérrez, el único no tomado de la Constitución norteamericana ni la chilena ni del proyecto de Alberdi. Fue obra del propio Congreso.
Tan contentos quedaron los congresales, que Huergo pidió se lo aprobara “por aclamación”; el solo artículo del proyecto en merecerlo. Como hubo oposición -dice el Acta- se “lo aclamó por mayoría”. Lo mismo que a la Constitución(3).
(3) Emilio Ravignani. “Asambleas Constituyentes Argentinas” (1937-1939), tomo IV, pp. 515-516, (seis volúmenes), Buenos Aires. // Citado por José María Rosa. “Nos los Representantes del Pueblo” (1963), segunda edición. Ed. Huemul, Buenos Aires.
El artículo 29 dice:
“El Congreso no puede conceder al Ejecutivo Nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincias, facultades extraordinarias ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías ni por las que la vida, el honor o la fortuna de los argentinos queden a merced de Gobiernos o persona alguna.
“Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria”.
Este artículo, en cuya redacción se advierte la pluma poética de Gutiérrez, es una condena retroactiva del Gobierno de Rosas extraviada donde no corresponde. Los juicios históricos son ajenos a los textos constitucionales(4).
(4) El artículo 29 (20 en la numeración de 1949) es jurídicamente inválido porque:
1.- La patria no es la Constitución. No debe calificarse (y penarse) como traidores a la patria a quienes, en todo caso, violarían la Constitución.
2.- Contradice al artículo 100 (103 en la numeración de 1860; 33 en la de 1949) que dice: “La traición contra la Nación consistirá únicamente en tomar las armas contra ella o en unirse con sus enemigos prestándoles ayuda o socorro”. Ha sido tomado literalmente de la Constitución norteamericana (artículo 3, Sección III, 1), sin advertir los constituyentes de 1853 que el adverbio “únicamente” (only) del modelo descartaba otro tipo de traición a la patria. ¿Cuál sería la verdadera traición a la patria: la federal del artículo 29 o la unitaria del artículo 100? ¿Cuál es la patria en 1853: la Nación o la Constitución?
3.- Las “facultades extraordinarias” existen en la Constitución de 1853. “Facultades Extraordinarias” quiere decir suspensión de las garantías individuales: exactamente la situación que los constituyentes de 1853 llamaron “estado de sitio”. También los decretos-leyes, tan abundantes en nuestra historia constitucional y por los cuales el P. E. se atribuye facultades legislativas, no son otra cosa que “suma de poderes” con un nombre distinto.
Después de 1853 no se pudo decir “facultades extraordinarias” ni “suma del poder público”, pero “la vida, el honor o la fortuna de los argentinos” siguieron “a merced de los Gobiernos”. Si fuera a hacerse una discriminación de los abusos para establecer o ejercer las facultades extraordinarias, la suma del poder o cualquier otro nombre que quiera dársele, no sería precisamente Rosas quien saldría peor librado. Su Gobierno empleó las facultades de 1829 en estado de guerra civil y la suma del poder de 1835 ante la amenaza, y luego la realidad, de conflictos internacionales que ponían en peligro la existencia misma de la Confederación. Y se ejerció el rigor de la medida extraordinaria en la vida, el honor o la fortuna de argentinos que habían tomado partido con el extranjero o le prestaban ayuda o socorro.
// Todo citado por José María Rosa. “Nos los Representantes del Pueblo” (1963), segunda edición. Ed. Huemul, Buenos Aires.
Sin embargo, ha tenido larga vida: atravesó la reforma de 1860 y no fue advertido por los constituyentes de 1949.
¿Qué autoridad moral tenían los constituyentes de 1853 para condenar el Gobierno de Rosas? Huergo, Gorostiaga, Llerena, Padilla, De la Quintana, Manuel Pérez, Godoy y Regis Martínez habían vivido tranquilamente bajo el Gobierno de Rosas y, en ciertos casos, jurado fidelidad al mismo.
Juan María Gutiérrez votó la suma del poder en el plebiscito de 1835 y felicitaba a Rosas públicamente en 1839; Zuviría y Zavalía -emigrados unitarios de 1829 y 1840, respectivamente- regresaron con tranquilidad a sus provincias; el primero llamó a Rosas “jefe Excelso” que presidía los destinos nacionales y, el segundo, hizo actos de adulación para obtener el levantamiento del embargo en sus bienes familiares; José Ruperto Pérez hizo, hasta poco antes de Caseros, versos encomiásticos a Rosas; lo mismo Juan Francisco Seguí.
Del Campillo era diputado en la Legislatura cordobesa que dio la suma del poder al gobernador López y firmó leyes laudatorias de Rosas; Centeno, lo mismo como ministro de Catamarca. Ferré, Manuel Leiva, Torrent, Díaz Colodrero y Derqui gobernaron Corrientes con facultades extraordinarias como gobernadores, ministros, diputados o altos empleados de la Administración.
Zapata, un tiempo exiliado, volvió a Mendoza antes de Caseros. Del Carril fue ministro en el Gobierno revolucionario de Lavalle en 1829 con la suma de poderes. El mismo Urquiza tuvo “facultades extraordinarias” en Entre Ríos y, en uso de ellas, firmó -con Juan Francisco Seguí- el Pronunciamiento de 1851.
¿Queda alguno? Sí, Agustín Delgado de actuación liberal intachable, salvo la mera circunstancia de aplaudir (como diputado porteño) a Urquiza por disolver la Legislatura y gobernar la provincia con todos los poderes.
Pero Agustín Delgado, el constituyente que pudo aclamar el artículo 29 con la garganta más limpia, dio parte de enfermo y no asistió a la Sesión.
- El diplomático
Huergo no hizo la brillante carrera que esperaba Urquiza. Tal vez debía poner algo más que gestos y frases en la acción.
Apagados los fuegos juveniles, acabó por dar en la diplomacia intrascendente de las Cortes europeas. En 1857, Urquiza lo destina como plenipotenciario ante los Estados del centro de Europa:
“Don Delfinito iba con la misión de desacreditar a Buenos Aires”, dice el implacable Sarmiento que imagina trascendental lo que pudiera hacer Huergo en Munich o en Stuttgart(5).
(5) Domingo Faustino Sarmiento. “Obras Completas”, tomo XVIII, p. 19. // Citado por José María Rosa. “Nos los Representantes del Pueblo” (1963), segunda edición. Ed. Huemul, Buenos Aires.
Después de Pavón se allanó al mitrismo triunfador y se acomodó -pese a Sarmiento- de subsecretario de Relaciones Exteriores de Mitre en Octubre de 1862. Luego sería ministro en Bélgica en el reinado de Leopoldo II.
Ya no era el mismo de su juventud; la prudencia o algunos centímetros más en los tacos, le habían quitado el afán de no pasar inadvertido.
Era maestro en etiquetas palaciegas y en ese mundo de chambelanes y protocolos no cometería gaffe notable: había adquirido la cualidad cortesana, difícil para un sudamericano, de no destacarse absolutamente para nada. Fue su virtud definitiva y seguramente valía más que la opuesta.
El implacable Sarmiento lo dejó cesante, y Huergo debió intentar el comercio en Buenos Aires. En 1873 preside la manifestación de simpatía a Sarmiento por haber salido ileso del atentado de los Güerri; evidentemente sabía olvidar agravios, si el agraviante estaba en el poder.
En los años de la conciliación, otra vez mitrista, llega a presidente del comité de la capital; fue un tiempo diputado y secretario del Club del Progreso. Pero lo atraía la diplomacia y en ocasión de cobrar nuevamente influencia retomó mi carrera. Volverá a Bélgica, donde quedaría para siempre. Nunca logró representación más importante.
Moriría en 1886, en Buenos Aires, encontrándose en uso de licencia. La Corte de Bruselas ordenó los tres días de luto exigidos por el ceremonial. Un amigo personal y el representante del Ministerio de Relaciones Exteriores hablaron en su entierro.
José María Zuviría elogia “la dignidad de sus modales y la distinción irreprochable de su aire personal”(6).