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La reforma rivadaviana. Objetivos. Política económica e internacional

El Gobierno de Buenos Aires se había contraido hacia 1821 a un programa sucinto pero ambicioso: paz, civilización y progreso.

Bernardino Rivadavia no fue su único inspirador, pues no debe desconocerse el aporte de los otros ministros del general Martín Rodríguez y de éste mismo. Pero Rivadavia fue, por su visión y energía, el principal artífice de lo que alguien llamó “el aislamiento fecundo”.

- Rasgos e ideas de Rivadavia

Rivadavia creía indispensable montar el Gobierno republicano representativo como condición para que el país se “civilizase” y, para ello, consideraba necesario institucionalizar permanentemente.

Aferrado a los grandes ideales del liberalismo, pensaba que en la propiedad y la seguridad se realizaba la libertad, confiaba en el progreso y creía, con más corazón que cabeza -como dijo Saldías- que los demás participarían de su creencia(1).

(1) Adolfo Saldías. “Historia de la Confederación Argentina” (1951), tomo I, p. 108. El Ateneo, Buenos Aires. // Citado por Carlos Floria y César A. García Belsunce. “Historia de los Argentinos” (1971), capítulo XIX: “La Nación Independiente (el Estado en crisis. La disolución del Poder Nacional)”. Ed. Kapelusz S. A., segunda edición (1975), Buenos Aires.

Su ética política correspondía ampliamente al pensamiento utilitarista de Jeremías Bentham, con quien estaba en permanente correspondencia; era un católico sincero pero profundamente regalista como muchos de sus contemporáneos; y profesaba una rigidez moral que con frecuencia era sostenida por su temperamento apasionado.

Tenía fresca su visión de Europa y del pensamiento de sus hombres y cuando miraba al país natal le dolía la diferencia, el atraso material y el estancamiento institucional. Entonces concibió un ansia desmesurada de reformar y reformar hasta cambiarlo todo, que contagió al resto del equipo gobernante.

- Campaña al desierto

Acorde con este plan, el general Rodríguez, deseoso de incorporar nuevas tierras a la provincia, organizó una campaña militar contra los indios de cuyos ineficaces resultados sólo quedó como saldo positivo la fundación del Fuerte Independencia, a cuyo alrededor creció luego la Ciudad de Tandil.

Ajustada la paz con los caciques, Rodríguez la violó inexplicablemente acuchillando a los indios serranos.

Los salvajes levantaron entonces pendón de guerra y un enorme malón asoló las estancias hasta 100 kilómetros de Buenos Aires alzando un botín enorme.

- Ruptura de Rosas con Rodríguez

Juan Manuel de Rosas se había opuesto desde un principio al plan de Rodríguez que, al provocar a los indios no sólo ponía en peligro la seguridad de los establecimientos rurales bonaerenses sino, como consecuencia, hacía más difícil el cumplimiento de la obligación contraida en Benegas y de la que se beneficiaba el mismo Gobierno que ahora imprudentemente creaba el obstáculo.

No obstante conocer el disgusto de Rosas, Rodríguez reclamó su cooperación militar para enderezar la situación y Rosas batió a los indios recuperando casi todo el botín.

Por segunda vez, Rosas prestaba un señalado servicio a la provincia, pero esta vez no se restableció la armonía entre él y el gobernador y. para no verse comprometido con un Gobierno que le disgustaba, pidió su retiro.

- Los reformadores

La separación de Rosas no arredró al Gobierno que se consideró suficientemente fuerte como para iniciar su empresa reformista bajo el impulso creador de Rivadavia, la colaboración principal de Manuel José García y el importante aporte del general Cruz, Juan Manuel y Esteban de Luca, Julián S. de Agüero, Cosme Argerich, Manuel Moreno, Felipe Senillosa, Antonio Sáenz y otros.

Estos técnicos y pensadores de la reforma contaban, además, con el apoyo de las fuerzas económicas: Anchorena, Lezica, Castro, Sáenz Valiente, Santa Coloma, Mac Kinlay, Riglos, Brittain, etc., representantes de los intereses urbanos y rurales, tanto de los capitales locales como ingleses, mezclados todos en la acción económica, ya que los mismos exportadores eran a la vez los mayoristas y distribuidores de la importación(2).

(2) Ricardo Piccirilli. “Historia de la Nación Argentina”, dirigida por Ricardo Levene. Academia Nacional de la Historia, 3ra. edición, volumen VI, sección II, capítulo VI, p. 226. Ed. por El Ateneo, Buenos Aires. // Citado por Carlos Floria y César A. García Belsunce. “Historia de los Argentinos” (1971), capítulo XIX: “La Nación Independiente (el Estado en crisis. La disolución del Poder Nacional)”. Ed. Kapelusz S. A., segunda edición (1975), Buenos Aires.

- Los objetivos

Los objetivos primarios de la obra gubernamental eran institucionalizar, obtener el reconocimiento de la Independencia por los Estados extranjeros y asegurar el desarrollo económico de la provincia por medio de inversiones de capitales extranjeros.

El primer objetivo importaba afrontar -dentro de los cánones del liberalismo- una amplia obra en materia administrativa, educacional y aún religiosa. Los otros dos objetivos no dejaban de estar hondamente vinculados, ya que el reconocimiento de la Independencia por parte de Gran Bretaña era capital y, para ésta, su interés político en América del Sur se identificaba con los intereses económicos desde que Castlereagh había formulado este principio después del fracaso de las invasiones de 1806-1807.

La presencia británica en la economía de la provincia puede expresarse en cifras: con una Deuda Pública de dos millones de pesos, la mitad de ésta estaba en manos británicas; inglesa era la mitad de las importaciones y esta mitad representaba -hacia 1824- más de un millón de libras esterlinas; y de cada cuatro barcos que entraban al puerto de Buenos Aires, uno era inglés.

Detrás de los británicos, los norteamericanos eran el segundo cliente comercial y habían logrado prácticamente el monopolio de la venta de harina de trigo.

El momento parecía oportuno. La paz y el deseo de orden, la aplicación de energías hacia empresas prósperas se conjugaban para realizar la obra propuesta. El momento internacional era favorable, sobre todo a partir de 1823, cuando la prosperidad británica impulsó al inversor de ese país a emplear sus ahorros en el exterior y a aceptar los riesgos de las inversiones en América del Sur, ya que se veían compensados por una tasa de interés que no era posible en Europa.

En alas de estos vientos se remontó la obra rivadaviana, a la que García aportó más de una vez la templanza de su frío sentido común.

En su conjunto, la reforma que comenzó con el Gobierno de Rodríguez se prolongó durante el de Las Heras y concluyó con la presidencia nacional de Rivadavia, terminó en un fracaso.

En el plano político, las veleidades unitarias que dominaron el final de este período echaron al suelo muchas posibilidades; en el plano económico, la guerra contra el Brasil, al consumir los créditos, interrumpir el comercio marítimo y provocar la estrepitosa caída de los recursos del Estado, entorpeció muchas iniciativas, destruyó otras y provocó un colapso económico.

Aún las iniciativas culturales se vieron privadas de apoyo financiero; sólo la reforma religiosa, tal vez la más discutible de las empresas rivadavianas, tuvo perduración.

Uno puede preguntarse cuál hubiera sido el desarrollo del Banco, de los programas agrarios y del empréstito exterior, si la guerra con el Brasil y la resistencia de las provincias interiores no hubiesen tenido lugar.

Sin duda el juicio que hoy merecería la acción rivadaviana sería más benévolo y no se vería en la acción de este grupo sólo una inspiración idealista desproporcionada a las posibilidades del medio ambiente.

Conviene añadir, de todos modos que, aun sin los obstáculos que señalamos, la obra institucionalizadora y el programa económico de Rivadavia y García habrían adolecido de la resistencia del medio bonaerense para adecuarse a empresas y proyectos que excedían en buena medida las posibilidades locales.

- Reforma económico-financiera

Los problemas económicos y financieros revestían la primera importancia para el Gobierno. Una de sus primeras creaciones, en Enero de 1822, fue la Bolsa Mercantil, a la que pronto siguió el Banco de Descuentos, destinado a reemplazar a la desacreditada y fundida Caja Nacional de Fondos creada por Pueyrredón cuatro años antes.

En el Directorio del Banco volvían a encontrarse los intereses nativos -en las personas de Anchorena, Castro, Lezica, Riglos y Aguirre- con los de los comerciantes ingleses residentes aquí -representados por Cartwright, Brittain y Montgomery-.

El Banco, además de sus acciones, estaba autorizado a emitir billetes. Sus acciones se cotizaron al principio casi a la par y pagaron buenos dividendos, pero las necesidades públicas obligaron a una continuada emisión al punto que, cuando Las Heras se hizo cargo del Gobierno, el Banco era una sombra de sí mismo.

A iniciativa de varios argentinos se lo reemplazó por el Banco Nacional, pero la guerra con el Brasil, al acrecentar el presupuesto militar que en 1824 ya absorbía más del 40 % del Presupuesto, provocó nuevas emisiones que arruinaron definitivamente a la empresa.

En 1827, la Deuda del Gobierno Nacional con el Banco era mayor que todo el circulante y el encaje metálico era apenas del 10 %(3).

(3) Ricardo Piccirilli. “Rivadavia y su Tiempo” (1960), 2da. edición, tomo II, p. 155. Ed. Peuser, Buenos Aires. // Citado por Carlos Floria y César A. García Belsunce. “Historia de los Argentinos” (1971), capítulo XIX: “La Nación Independiente (el Estado en crisis. La disolución del Poder Nacional)”. Ed. Kapelusz S. A., segunda edición (1975), Buenos Aires.

- Política internacional

Mientras tanto, el Gobierno Provincial lograba un gran triunfo internacional. En Abril de 1821 el rey de Portugal y Brasil reconoció la Independencia de las Provincias Unidas; en Mayo de 1822 hicieron lo mismo los Estados Unidos; y, en Diciembre de 1823, lo hizo el Gobierno británico.

Este último reconocimiento se debió en gran medida a la presión de los círculos comerciales de Londres, interesados en ampliar sus operaciones con Sudamérica. Por ello, el reconocimiento no tenía sentido en este plano si no se completaba con la normalización de las relaciones comerciales entre los dos Estados, es decir por un Tratado Comercial.

Tanto Rivadavia como el cónsul inglés Parish trataron de concretarlo, pero Gran Bretaña objetaba que no existía un Gobierno Central con quién tratar. Esta circunstancia influyó seriamente en el interés del Gobierno de Buenos Aires por lograr la constitución de un Gobierno Central común a todas las Provincias Unidas.

El 23 de Enero de 1825 se dictó la ley que creó el Poder Ejecutivo Nacional y el 2 de Febrero se firmó el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación con Gran Bretaña. Este Tratado seguía los cánones del liberalismo económico que por entonces oficiaba de doctrina sagrada en la materia, impuesta por Gran Bretaña, que la enarbolaba como la causa eficiente de su prosperidad económica.

Los gobernantes argentinos estaban ideológicamente desarmados ante esta prédica. Faltos de economistas de nota -Lavardén, Belgrano y Vieytes habían fallecido ya- no supieron darse cuenta de que Gran Bretaña se beneficiaba con el libre cambismo desde su posición de gran potencia comercial e industrial, pero que había logrado llegar a ese punto gracias a un prudente mercantilismo proteccionista.

Fue así que ningún esfuerzo costó a Parish hacer aceptar las tradicionales cláusulas de reciprocidad de trato y de nación más favorecida, que los gobernantes argentinos consideraron un triunfo propio, pero que en realidad eran eminentemente favorables a los ingleses; en ese momento, las exportaciones argentinas a Gran Bretaña llegaban a 388.000 libras, en tanto que las importaciones desde aquélla eran del orden de las 803.000 libras.

El cónsul norteamericano John Murray Forbes, cuyo olfato se agudizaba ante los progresos de la potencia rival, percibió claramente los desconcertantes efectos de aquella reciprocidad:

“... es una burla cruel de la absoluta falta de recursos de estas provincias y un golpe de muerte a sus futuras esperanzas de cualquier tonelaje marítimo.
“Gran Bretaña empieza por estipular que sus dos y medio millones de tonelaje, ya en plena existencia, gozarán de todos los privilegios en materia de importación, exportación o cualquier otra actividad comercial de que disfruten los barcos de construcción nacional y, a renglón seguido, acuerda que los barcos de estas provincias (que no tienen ninguno) serán admitidos en iguales condiciones en los puertos británicos y que sólo se considerarán barcos de estas provincias a aquéllos que se hayan construido en el país y cuyo propietario, capitán y tres cuartas partes de la tripulación sean ciudadanos de estas provincias.
“¿Cómo podrá esta pobre gente del Río de la Plata encontrar un motivo para construir barcos a un costo que sería el triple o el cuádruple de su precio en Europa para entrar en estéril competencia con tan gigantesco rival?”(4).

(4) Carta de Forbes a John Quincy Adams, del 21 de Febrero de 1825. John Murray Forbes. “Once Años en Buenos Aires” (1956), p. 345. Ed. Emecé, Buenos Aires. // Citado por Carlos Floria y César A. García Belsunce. “Historia de los Argentinos” (1971), capítulo XIX: “La Nación Independiente (el Estado en crisis. La disolución del Poder Nacional)”. Ed. Kapelusz S. A., segunda edición (1975), Buenos Aires.

Pero casi nadie se conmovió ante esta realidad. El librecambismo y sus secuelas, resistido débil y periódicamente en la época del Directorio, era entonces la ortodoxia económica. Y aún en los casos en que se produjeron enfrentamientos entre las empresas nacionales y las que se proyectaban en el exterior, esos enfrentamientos se limitaron a cuestiones prácticas y no calaron en el fondo de la cuestión.

Tal fue la rivalidad entre la empresa para explotar las minas de Famatina y Cuyo, promovida por Hullet Brothers & Co. y una empresa similar cuyo capital era nacional y de residentes británicos en el país, que terminó con el fracaso de la primera(5).

(5) El “Establecimiento” nacional era dirigido por Braulio Costa, Ventura Vázquez y William Robertson; contaba entre sus accionistas a un nutrido grupo de criollos y era apoyada desde La Rioja por el acaudalado Juan Facundo Quiroga. Entre los accionistas criollos podemos identificar un grupo que aparece frecuentemente unido y vinculado a muchas iniciativas económicas de envergadura, como la sociedad para la navegación del río Bermejo y el Banco de La Rioja. Estaba integrado por el nombrado Costa, Albarellos, Sáenz Valiente, Juan M. de Pueyrredón y Arroyo y Pinedo, todos ellos amigos o parientes del ex Director Supremo. Otros accionistas del “Establecimiento” eran Sarratea, Anchorena, Riglos y Lezica. // Citado por Carlos Floria y César A. García Belsunce. “Historia de los Argentinos” (1971), capítulo XIX: “La Nación Independiente (el Estado en crisis. La disolución del Poder Nacional)”. Ed. Kapelusz S. A., segunda edición (1975), Buenos Aires.

- El empréstito de Baring Brothers

Las dificultades financieras se hacían sentir duramente en las Administraciones de Rodríguez y Las Heras y luego, más agudamente, en la Administración Nacional de Rivadavia.

La forma corriente de allegar los fondos faltantes era el empréstito y como los capitales interiores estaban agotados, era necesario recurrir al crédito exterior.

Varios de los mismos hombres que luchaban por la empresa nacional de Famatina fueron los que propusieron contratar el empréstito en Londres y el enviado oficial lo contrató el 7 de Julio de 1824 con la firma Baring Brothers & Co. -de Londres- empresa sólida que en esta operación siguió las huellas abiertas por sus similares respecto de los Gobiernos de México y Brasil.

Las condiciones del empréstito distaban de ser leoninas, si se tiene en cuenta las garantías que nuestro país podía ofrecer entonces al inversor extranjero y sólo fue posible por la confianza que el inglés medio de entonces tenía en las inversiones estatales y por el prestigio de Baring Brothers.

De todos modos, la operación era riesgosa, pero el riesgo estaba calculado. Los fondos se destinarían a la construcción del puerto, las obras sanitarias de Buenos Aires y al establecimiento de pueblos en la campaña, obras que acrecentarían el bienestar y la capacidad productora del país.

Buenos Aires contraía una Deuda de un millón de libras contra la cual, deducida la base de colocación de los títulos, la amortización de los primeros dos años y una suma para intereses, recibía 570.000 libras esterlinas(6).

(6) H. S. Ferns. “Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX”, p. 114. // Citado por Carlos Floria y César A. García Belsunce. “Historia de los Argentinos” (1971), capítulo XIX: “La Nación Independiente (el Estado en crisis. La disolución del Poder Nacional)”. Ed. Kapelusz S. A., segunda edición (1975), Buenos Aires.

El servicio de la Deuda representaba el 13 % de los Ingresos de la provincia, pero se confiaba en liquidar fácilmente la Deuda si se mantenía el volumen del comercio marítimo y se completaba la reducción del Presupuesto militar, iniciada con la reforma del Ejército(7).

(7) La reforma militar consistió en reglar los grados militares y sus sueldos y establecer el número de oficiales en actividad, pasando a retiro el tremendo excedente de oficiales y jefes producido por la Guerra de la Independencia. Se logró así una trascendental reducción del Presupuesto de guerra, aunque al precio de que muchos beneméritos jefes y otros no tan meritorios, quedaran sin empleo y en grave situación económica. El grupo rivadaviano se enajenó así las simpatías de buena parte de los militares, lo que no hubiese sido grave si las posteriores crisis políticas no hubieran transformado al Ejército nuevamente en factor de poder. // Citado por Carlos Floria y César A. García Belsunce. “Historia de los Argentinos” (1971), capítulo XIX: “La Nación Independiente (el Estado en crisis. La disolución del Poder Nacional)”. Ed. Kapelusz S. A., segunda edición (1975), Buenos Aires.

Pero ninguna de las dos suposiciones se cumplieron, pues la guerra con el Brasil interrumpió casi totalmente el tráfico marítimo y obligó a un esfuerzo de guerra que elevó su Presupuesto normal a más del doble(8).

(8) H. S. Ferns. “Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX”, p. 151. // Citado por Carlos Floria y César A. García Belsunce. “Historia de los Argentinos” (1971), capítulo XIX: “La Nación Independiente (el Estado en crisis. La disolución del Poder Nacional)”. Ed. Kapelusz S. A., segunda edición (1975), Buenos Aires.

Si la operación fue iniciada brillantemente y produjo ganancias de hasta 23 puntos a los primeros adquirentes de los bonos del empréstito, cuando en 1827 llegó el momento de pagar la primera amortización e intereses no retenidos no hubo dinero con qué hacerlo. La cotización de los bonos declinó rápidamente y la operación se transformó en un fracaso para los prestamistas y para el Estado argentino en una pesadilla que hubo de ser soportada durante casi un siglo.

Caído Rivadavia, Dorrego hizo el postrer intento de pago de la Deuda. Luego vino el caos de la segunda guerra civil y nadie se acordó más del empréstito, hasta que en 1842 Rosas enfrentó el problema para salvar el crédito argentino en Europa. Como bien ha dicho Piccirilli:

“Mutatis mutandi, la distancia existente entre Rivadavia y Rosas en este aspecto está en razón inversa a la opinión parcial de ciertos estudios literarios”(9).

(9) Ricardo Piccirilli. “Historia de la Nación Argentina”, dirigida por Ricardo Levene. Academia Nacional de la Historia, 3ra. edición, volumen VI, sección II, capítulo VI, p. 247. Ed. por El Ateneo, Buenos Aires. // Citado por Carlos Floria y César A. García Belsunce. “Historia de los Argentinos” (1971), capítulo XIX: “La Nación Independiente (el Estado en crisis. La disolución del Poder Nacional)”. Ed. Kapelusz S. A., segunda edición (1975), Buenos Aires.

Aunque básicamente hombres de la ciudad, Rivadavia y García se preocuparon seriamente de los problemas del campo. Por esta época se produjo un movimiento de los jóvenes de la clase alta hacia el campo, pero esto no aportó un progreso técnico al agro ni produjo un incremento de la agricultura sobre la ganadería.

La pampa siguió siendo una sociedad de pastores y la tan discutida Ley de Enfiteusis (1822) que procuraba a la vez conservar la tierra pública como garantía de la Deuda del Estado y hacerlas rendir económicamente por la instalación de colonos con derecho preferencial de compra para el caso en que el Estado las vendiera, tampoco modificó la situación, pues las condiciones de ocupación no fueron incentivo suficiente para los pobladores.

La reforma de la ley en 1825 no mejoró la situación y la denuncia de tierras baldías sólo sirvió para el acaparamiento de las mismas por quienes ya eran propietarios y conocían el negocio fundiario. No se logró ninguna modificación estructural ni en la sociedad ni en la economía rural.

Ni la Sociedad Rural -creada en 1826- ni las comisiones topográficas y de inmigración, ni el nuevo régimen de transferencia de las tierras, ni la cátedra de Economía Política en la flamante Universidad, lograron aquél cambio, no obstante la buena voluntad y el esfuerzo de sus integrantes.

Tampoco tuvieron éxito los planes de inmigración organizada. Una colonia alemana se estableció en los alrededores de Buenos Aires (Chacarita) y otra de escoceses en Monte Grande, que al cabo del tiempo se disgregaron; por fin, la empresa de Barber Beaumont, de dudosa seriedad, terminó en un fiasco completo.

Por largos años la inmigración planificada quedó desacreditada y sólo por inspiraciones individuales siguieron llegando año tras año nuevos extranjeros a la tierra argentina.
Reforma cultural y social

La acción cultural tuvo más éxito y se mostró más acorde a las posibilidades de la sociedad bonaerense.

Desde la ley promulgada por Pueyrredón en 1819, la Universidad de Buenos Aires había quedado olvidada. Rivadavia rescató la ley y dio forma concreta a la Universidad (1821).
Luego se creó el Colegio de Ciencias Naturales (1823), la Escuela Normal Lancaster, las Escuelas de guarnición para soldados, la Biblioteca Popular y el Archivo General.

Al mismo tiempo fructifican, con una vida breve pero entusiasta, la Sociedad Literaria, la Escuela de declamación, los periódicos literarios “El Argos” y “La Abeja Argentina” y se publica la primera antología de poesía argentina.

Paralelamente, Rivadavia se aboca a una acción de tipo social. Reorganiza la Casa de Expósitos y crea la Sociedad de Beneficencia, responsable de la organización de los hospitales, asilos y obras de asistencia y pone estas instituciones en manos de mujeres, que acceden así -por primera vez- a funciones de responsabilidad pública, actitud notable para esa época y cuyo éxito demostró su acierto.

- La reforma eclesiástica

En su afán de mejorarlo todo, Rivadavia puso sus ojos en la Iglesia. Auténticamente cristiano y enrolado en el regalismo de origen borbónico -entonces predominante- veía con disgusto el desorden en que se movían las instituciones eclesiales.

Separada de Roma desde 1810, privada de muchas de sus autoridades legítimas, sufriendo el violento impacto de un cambio radical como fue la revolución emancipadora, la Iglesia acusaba los efectos de la conmoción social.

Clérigos metidos a políticos -cuando no a soldados-; conventos con su disciplina desquiciada; Ordenes languidecientes; administración desordenada de sus bienes; todo ello era cierto y lamentado por más de un católico ferviente, fuese clérigo o laico.

Rivadavia, empecinado como siempre, decidió poner fin a todo aquéllo, pero erró totalmente el medio adecuado, al pretender que la reforma, en vez de surgir del seno mismo de la Iglesia, emanase del Gobierno civil, cuya potestad venía así a imponerse a aquélla.

En Agosto de 1821 mandó inventariar los bienes eclesiásticos; luego prohibió el ingreso de clérigos a la provincia sin autorización gubernamental; y, poco después, suprimió toda autoridad eclesiástica general sobre mercedarios y franciscanos, declarándolos “protegidos” por el Gobierno.

De aquí en adelante no dejó punto de la organización eclesiástica sin tocar: fijó normas sobre la conducta de los frailes; expulsó a los que pernoctaban fuera de los conventos; e inventarió los bienes de las Ordenes religiosas.

Los afectados pusieron el grito en el cielo. Pero el Gobierno no estaba dispuesto a aceptar rebeldías. Su liberalismo se esfumaba en el reclamo de una obediencia sin cuestiones. A cada queja respondió con nuevos decretos que iban avanzando la reforma.

Frente a ella se alzó la voz atronadora de un hombre que, por su persistencia y recursos, fue digno rival de Rivadavia: fray Francisco de Paula Castañeda, fraile recoleto, tan empeñado en la educación pública como su ministerial opositor, periodista de pluma gorda pero afilada, tan apasionado como don Bernardino, pero con más sentido del humor, más mordacidad y más libertad de expresión, pues no representaba a nadie más que a sí mismo; también le iba parejo en terquedad.

Esta especie de energúmeno tonsurado, valiente y de un ingenio admirable, asedió al Gobierno con una multiplicidad de periódicos efímeros y de pintorescos nombres que hacían imposible cualquier clausura.

Juan Cruz Varela y otros le respondían desde los periódicos oficialistas, pero en desventaja; el Gobierno lo sancionaba en vano; escurridizo y vehemente, Castañeda agitaba la opinión, pero en definitiva no pudo contener el programa cuidadosamente escalonado de Rivadavia.

Para colmo, las figuras más notables del clero local apoyaban la reforma, aunque a veces censuraran sus excesos: Funes, Gómez y Zavaleta. Solamente fray Cayetano Rodríguez, con altura y sobriedad, defendió los derechos de la Iglesia, haciendo causa común con el vigoroso pasquinero de la Recoleta.

Por fin, el 18 de Noviembre de 1822, tras arduo debate, se aprobó la ley trascendental de la reforma junto con la destitución y expatriación del obispo Medrano, que había tenido el valor de pedir a la Junta de Representantes que protegiera los sagrados derechos de la Iglesia.

La ley secularizó las Ordenes monásticas, prohibió profesar a las monjas, declaró bienes del Estado a los de los conventos disueltos, abolió el diezmo y, en compensación, se comprometió a proveer a los Gastos de la Iglesia. Acababa de crearse el Presupuesto de Culto.

Si bien la reforma no sería una tea que incendiaría a los pueblos -como pretendieron los dominicos porteños- era inaplicable e incomprensible fuera de Buenos Aires y dio a la Administración rivadaviana un tinte de irreligiosidad que excedía las intenciones de su promotor.

Es verdad que Castañeda encontró refugio bajo Estanislao López y que los ecos de la reforma están en el origen de la bandera de “Religión o Muerte” que más tarde enarbolaría Quiroga.

Aún en Buenos Aires dio margen a que grupos de ex directoriales y federales, azuzados por los frailes y dirigidos por Gregorio Tagle -figura importante del Directorio- prepararan una insurrección que estalló el 19 de Marzo de 1823. El golpe fue rápidamente dominado. Tagle huyó.

Como en 1812, el pelotón de fusilamiento puso el telón de fondo a la asonada.

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