Los cimientos de la prehistoria
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Antes de introducirnos de lleno en los problemas específicos relativos a los primeros habitantes americanos, es necesario hacer un breve recorrido por los orígenes de la especie humana y su dispersión a lo largo del mundo.
Las raíces de la historia se hallan en el pasado prehumano, un tiempo cuya extensión resulta difícil de calibrar, aunque es importante hacerlo. Si pensamos que un siglo de nuestro calendario es un minuto de un gran reloj que registra el paso del tiempo, los europeos comenzaron a establecerse en América hace sólo cinco minutos y, el cristianismo, había nacido algo menos de quince minutos antes.
Hace algo más de una hora, se asentó en el sur de Mesopotamia un pueblo que pronto creó la primera civilización que conocemos. Este hecho se encuentra ya mucho más allá del margen más extremo del registro escrito; según nuestro reloj, el ser humano también comenzó a poner por escrito los hechos sucedidos en el pasado hace mucho menos de una hora.
Seis o siete horas más atrás en nuestra escala -y mucho más remotos-, podemos distinguir a los primeros seres humanos reconocibles, de un tipo fisiológico moderno, ya establecidos en Africa y Asia. Tras ellos, entre dos y tres semanas antes, aparecieron las primeras huellas de seres con algunas características semejantes a las humanas, cuya contribución a la evolución posterior continúa siendo objeto de debate.
Es discutible hasta dónde es preciso seguir adentrándose en una oscuridad creciente, para comprender los orígenes del ser humano, pero merece la pena considerar por un instante períodos aún mayores, simplemente por lo mucho que sucedió en ellos pues, aunque no podamos decir nada muy preciso al respecto, determinaron los acontecimientos que siguieron.
Esto es así porque el hombre llevó consigo -hasta los tiempos históricos- ciertas posibilidades y limitaciones que se consolidaron hace tiempo, en un pasado aún más remoto que el período mucho más breve -hace unos 4,5 millones de años- en el que se tiene constancia de que existían seres que podían reivindicar al menos ciertas cualidades humanas.
Aunque no nos incumbe directamente, debemos tratar de comprender qué había en el bagaje de ventajas y desventajas que permitió al ser humano ser el único primate que surgió después de estos enormes lapsos temporales como hacedor del cambio.
Prácticamente toda la formación física y gran parte de la psíquica, que seguimos dando por supuestas, estaban determinadas por entonces, fijadas en el sentido de que unas posibilidades fueron excluidas y otras no.
Unidad…y orientación
El primer fenómeno que hay que destacar es el de la unidad. El cosmos, con sus dimensiones gigantescas en el espacio y en el tiempo, es uno. Y todo lo que evoluciona es igualmente uno: es la sustancia única del universo, con sus propiedades materiales e intelectuales en su combinación necesaria.
El segundo fenómeno es el de la orientación: lentamente, el proceso de la evolución engendra la novedad, la diversidad, formas superiores de organización, de una manera irreversible. Un aspecto particularmente significativo de esta orientación es la tendencia de las propiedades intelectuales a manifestarse más y a hacerse relativamente más importantes en relación con las propiedades materiales de esa consciencia. El foco de atracción trascendente que asegura la irreversibilidad del ascenso de la Humanidad es lo que el judeocristianismo -desde Abraham- denominó el Mesías.
Puntos críticos…
El tercer fenómeno es la existencia en el proceso de la evolución de puntos críticos, donde la sustancia del universo adquiere nuevas propiedades, donde nuevos mecanismos de transformación empiezan a intervenir, donde aparecen nuevas formas de organización. Hasta ahora hay dos puntos críticos de ese género: el origen de la vida -el punto en que la materia se hace capaz de reproducirse a sí misma- y el origen en el hombre de la reflexión constante, el punto en el que se puede decir que el espíritu se ha hecho capaz de reproducirse a sí mismo y en el que la evolución cultural o psicosocial se ha sobrepuesto a la evolución biológica.
El proceso decisivo es la evolución de seres con apariencia humana como una rama diferenciada entre los primates, pues es en esta bifurcación de la línea -por decirlo así- donde comenzamos a estar atentos para encontrar la estación en la que descendemos para abordar la historia. Es aquí donde podemos confiar en encontrar los primeros signos de esa repercusión decidida y consciente en el entorno que señala la primera etapa del logro humano.
La Tierra…
La base del relato es la Tierra misma. Es lógico atenernos a la Tierra, ya que es la única parcela del cosmos donde la existencia de estos puntos críticos nos es efectivamente conocida. Los cambios registrados en los fósiles de la flora y la fauna, en las formas geográficas y los estratos geológicos, narran un drama de magnitud épica que dura cientos de millones de años, durante los cuales la forma del mundo cambió hasta hacerse irreconocible en muchas ocasiones.
Grandes fallas se abrieron y cerraron en su superficie y, los litorales se elevaron y descendieron; a veces, extensas zonas quedaban cubiertas por una vegetación desaparecida tiempo atrás. Muchas especies vegetales y animales surgieron y proliferaron. La mayoría se extinguieron. Pero estos acontecimientos “espectaculares”, “fantásticos”, sucedieron con una lentitud poco menos que inimaginable.
Algunos duraron millones de años e, incluso, los más rápidos, se prolongaron durante siglos. Los seres que vivían mientras tenían lugar no pudieron percibirlos más de lo que una mariposa del siglo XXI -en sus aproximadamente tres semanas de vida- siente el ritmo de las estaciones. Pero la Tierra fue tomando forma como una serie de hábitat que permitían sobrevivir a diferentes variedades. Mientras tanto, la evolución biológica avanzaba poco a poco, con una lentitud casi inconcebible.
Limitación…
Aquí debemos hablar de un cuarto fenómeno, que es el de la limitación. En el curso de la evolución orgánica los grupos agotan -los unos después de los otros- sus posibilidades de evolución, y sólo progresan las formas cada vez más limitadas de la vida. Hacia el final del Pleistoceno (éste uno de los dos períodos en que se divide el Cuaternario, ubicado entre los 1.600.000 y 10.000 años de nuestro presente) no quedaba más que una forma de vida capaz de progresos importantes: el hombre o, más exactamente, la cepa hominiana.
Desde hace algunos millones de años, el fenómeno del progreso evolutivo se reduce al fenómeno humano, que es radicalmente distinto. En su fase humana, el proceso evolutivo adquiere un carácter enteramente nuevo. En el curso de la fase orgánica -prehumana- cada nuevo tipo que consigue sobrevivir se fracciona, se diferencia, se diversifica en una serie de subtipos, los que producen un gran número de formas de vida biológicamente distintas: lo que llamamos las especies.
El hombre es un caso enteramente distinto. Tras un breve período de diferenciación inicial -que produjo las grandes subespecies humanas- la divergencia es sustituida por la convergencia: en primer lugar, de las unidades biológicas humanas distintas y luego, de las unidades psicosociales o conjuntos culturales. Por tanto, aunque es un tipo evolutivo dominante de importancia capital, el hombre representa sólo a una especie biológica que dentro de unos siglos o milenios (por lo menos para el judeocristianismo) está destinado a no formar más que un solo grupo cultural basado en un marco general único de ideas y creencias.
Un clima regulador…
El clima fue el primer gran regulador del cambio. Hace unos 40 millones de años -un momento suficientemente temprano para comenzar a afrontar nuestro relato-, una larga fase climática templada comenzó a llegar a su término. Había favorecido a los grandes reptiles y, en su transcurso, la Antártida se había separado de Australia. No había por entonces grandes bancos de hielo en ninguna parte del planeta.
A medida que el mundo se enfriaba y las nuevas condiciones climáticas restringían su hábitat, los grandes reptiles desaparecieron (aunque algunos autores afirman que otros factores distintos del cambio medioambiental desempeñaron un papel decisivo, como ser la caída de un meteorito gigantesco o la erupción de un supervolcán).
Sin embargo, las nuevas condiciones eran adecuadas para otras especies animales que ya existían, entre ellas algunos mamíferos, cuyos minúsculos antepasados habían aparecido más o menos 200 millones de años antes. Ahora heredaron la Tierra o una parte considerable de ella. Con muchas interrupciones en la secuencia y accidentes de selección en el camino, estas especies evolucionaron hasta convertirse en los mamíferos que ocupan hoy nuestro mundo, incluidos nosotros mismos.
Resumiendo grosso modo, las líneas principales de esta evolución estuvieron determinadas probablemente por ciclos astronómicos durante millones de años. A medida que la posición de la Tierra cambiaba en relación con el Sol, también cambiaba el clima. Aparece un modelo de oscilaciones fuertes y reiteradas de la temperatura. Los extremos resultantes, de enfriamiento climático por una parte y de aridez por otra, cercenaron algunas posibles líneas de desarrollo.
A la inversa, en otras épocas, y en ciertos lugares, la presencia de unas condiciones suficientemente benignas permitió a ciertas especies prosperar y alentó su propagación a nuevos hábitat. La única subdivisión importante de este proceso de duración inmensa que nos concierne llegó -en tiempos muy recientes (en términos prehistóricos)- hace algo menos de 4 millones de años.
Comenzó entonces un período de cambios climáticos que fueron más “rápidos” y violentos que los observados en épocas anteriores. El término “rápido”, debemos recordar una vez más, es relativo, pues estos cambios requirieron decenas de miles de años. Semejante ritmo de cambio, sin embargo, parece muy distinto de los millones de años atrás, de condiciones mucho más constantes que predominaban en el pasado.
Los científicos denominaron a este escenario Epoca Pleistoceno, una división de la escala temporal geológica que pertenece al Período Cuaternario; dentro de éste, el Pleistoceno precede al Holoceno. Comienza hace un millón y medio de años, como dijimos más arriba, [aunque cabe decir que, de su inicio, se habla también de 2,59 millones de años] y finaliza aproximadamente hace 10.000 años
El término Pleistoceno deriva del griego pleistos: “lo más” y kainos: “nuevo”. El Pleistoceno abarca las últimas glaciaciones, incluyendo el episodio denominado Dryas Reciente (hace 12.000 - 10.000 años). A lo largo del Pleistoceno, extensos mantos de hielo glacial cubrieron las latitudes más elevadas del planeta, especialmente en el Hemisferio Norte, alternándose con épocas en las que dichas zonas quedaban parcialmente descubiertas.
Actualmente, la Tierra está atravesando un período interglaciar o postglaciar, al que el hombre moderno llama Holoceno, que comenzó a finales del Pleistoceno, es decir, hace unos 12.000-10.000 años.
Los estudiosos hablan desde hace tiempo de “períodos glaciales”, de una duración comprendida entre 50.000 y 100.000 años cada uno, que cubrían extensas zonas del Hemisferio Norte (incluidas gran parte de Europa y América del Norte, hasta donde hoy se halla la Ciudad de Nueva York) con grandes placas de hielo, a veces de dos kilómetros de grosor.
Se han distinguido ya entre diecisiete y diecinueve (el número exacto es objeto de debate) de tales “glaciaciones” desde el comienzo de la primera, hace más de 3 millones de años. Vivimos en un período cálido que siguió a la más reciente, que terminó, como se dijo, hace unos 10.000 años.
Los datos que poseemos actualmente sobre estas glaciaciones y sus efectos en todos los océanos y continentes representan la columna vertebral de la cronología prehistórica. Durante el Pleistoceno, grandes extensiones de tierra se cubrieron con una inmensa capa de hielo, fenómeno denominado glaciación. En algunos períodos se redujo el tamaño de las capas de hielo y el clima se hizo más cálido. Estos períodos se denominan interglaciares (en el último millón de años, los principales períodos glaciares fueron cuatro).
Debido a las condiciones climáticas, los casquetes polares crecieron y los hielos avanzaron hacia al paralelo 40 en algunas zonas. El nivel de los mares se redujo aproximadamente 100 metros y la fauna y la flora se desarrollaron de acuerdo con el clima.
Inicialmente, el enfriamiento y la aridez progresiva engendraron un mundo mucho más parecido al de hoy en día. En el interior del Círculo Polar Artico, la tundra se extendía sobre el permafrost; al sur de ésta crecía la taiga y, todavía más al sur, la aridez reinante propició la sustitución del chaparral por el desierto y semidesierto. Las sabanas fueron reemplazadas por prados templados.
En las latitudes elevadas, las temperaturas medias superan en unos 4 a 6 grados las del último período glacial en su momento culminante. El presente período interglacial está resultando particularmente más frío que la mayoría de los anteriores, durante los cuales hipopótamos, elefantes y monos pudieron haber prosperado en el norte europeo o americano.
En el Hemisferio Norte se dan varias condiciones que favorecen las glaciaciones, al existir grandes masas de tierra muy cerca del Artico, capaces de canalizar los glaciares hacia el sur. La Antártida, en cambio, aunque reúne condiciones tan frías como las del norte, está separada de los continentes meridionales por un océano circumpolar, que se extiende entre los 55 y 60 grados de latitud; esta separación de otros continentes meridionales redujo las glaciaciones en el Hemisferio Sur.
El Estrecho de Drake, que es el tramo de mar que separa América del Sur de la Antártida entre el Cabo de Hornos y las Islas Shetland del Sur, siempre se mantuvo libre de glaciares.
En el Pleistoceno tardío (Superior), los humanos modernos (Homo sapiens) aparecieron en Africa. El Pleistoceno se corresponde con el Paleolítico arqueológico.
Con la escala externa que nos proporcionan los períodos glaciales, podemos relacionar las claves que poseemos sobre la evolución de la humanidad. Los períodos glaciales permiten entender con facilidad cómo el clima determinó la vida y su evolución en la época prehistórica; pero hacer hincapié en sus grandiosas repercusiones directas es engañoso.
Es indudable que la lenta aparición del hielo fue decisiva y a menudo catastrófica para cuanto se encontraba en su camino. Muchos de nosotros seguimos viviendo en paisajes configurados por las erosiones y horadaciones que se produjeron hace miles de siglos. Las grandes inundaciones que seguían a la retirada de los hielos -cuando estos se fundían- también debieron de tener efectos locales catastróficos, destruyendo el hábitat de seres que se habían adaptado al desafío planteado por las condiciones árticas.
Pero también crearon nuevas oportunidades. Después de cada glaciación, nuevas especies se propagaron a las zonas dejadas al descubierto por el deshielo. Pero, al margen de las regiones directamente afectadas, los efectos de las glaciaciones podrían haber sido más importantes -si cabe- para la historia global de la evolución.
Tras el enfriamiento y el calentamiento, tenían lugar cambios en el entorno a miles de kilómetros de distancia del lugar donde se encontraba el hielo, y los resultados tuvieron su propia fuerza determinante. La aridificación y la expansión de los pastos, por ejemplo, modificaron las posibilidades de propagación que tenían las especies existentes. Algunas de estas especies forman parte de la historia evolutiva humana y, las etapas más importantes de esa evolución observadas ahora, se han localizado en Africa, lejos de las placas de hielo.
El clima continúa siendo muy importante hoy en día, como puede comprobarse mediante la observación de las catástrofes causadas por sequías o inundaciones. Pero tales efectos, aun cuando afectan a millones de personas, no son tan fundamentales como la lenta transformación de la geografía básica del mundo y la modificación en los suministros de alimentos que el clima causó en la época prehistórica.
Hasta épocas muy recientes, el clima ha determinado dónde y cómo vivían los seres humanos. Hizo que la técnica fuera muy importante (y aún lo es); la posesión en aquellos tiempos de habilidades como la pesca o la capacidad de encender fuego, podía significar el acceso a nuevos entornos para las afortunadas ramas de la familia humana que estaban en poder de tales destrezas o que eran capaces de descubrirlas y aprenderlas.
Diferentes posibilidades de recolectar alimentos en hábitat diferentes significaban posibilidades diferentes de una dieta variada y, finalmente, de avanzar de, la recolección a la caza y, después, de la caza al cultivo. Pero mucho antes de los períodos glaciales, e incluso, antes de la aparición de los seres a partir de los cuales evolucionarían los humanos, el clima preparaba el terreno para el género humano y configuraba -de ese modo, mediante la selección- la herencia genética final del hombre.
Mamíferos primitivos…
Es útil volver la vista atrás una vez más antes de zambullirnos en las aguas todavía superficiales (aunque gradualmente más profundas) de las pruebas. Hace unos 55 millones de años, los mamíferos primitivos eran de dos clases principales: una, semejantes a los roedores, permaneció en el suelo; y, la otra, se subió a los árboles.
De este modo, la competencia de las dos familias por los recursos se atenuó, y los linajes de cada una de ellas sobrevivieron para poblar el mundo con los seres que hoy conocemos. El segundo grupo estaba formado por los prosimios. Nosotros somos uno de sus descendientes, pues ellos fueron los antepasados de los primeros primates.
Lo mejor es no dejarse impresionar demasiado por lo que se dice sobre nuestros “antepasados”, salvo en el sentido más general. Entre los prosimios y nosotros median millones de generaciones y muchos callejones evolutivos sin salida. Es importante, sin embargo, el hecho de que nuestros antepasados más remotos identificables vivieran en los árboles, porque las especies genéticas que sobrevivieron en la fase siguiente de la evolución fueron las que estaban mejor adaptadas a las incertidumbres especiales y los desafíos accidentales del bosque.
Aquel entorno primó la capacidad de aprender. Sobrevivieron aquéllos cuya herencia genética pudo responder y adaptarse a los sorprendentes e inopinados peligros de la intensa sombra, las confusas pautas visuales, los asideros poco fiables. Las especies propensas a los accidentes en tales condiciones se extinguieron. Entre las que prosperaron (desde el punto de vista genético) había algunas especies provistas de largos apéndices que se transformarían en dedos y, finalmente, en el pulgar oponible, así como otros precursores de los simios ya embarcados en una evolución hacia la visión tridimensional y la disminución de la importancia del sentido del olfato.
Los prosimios eran unos animales pequeños. Todavía existen musarañas arborícolas que nos permiten hacernos una idea de su aspecto; estaban lejos de ser monos, y todavía más de ser humanos, pero durante millones de años portaron los rasgos que hicieron posible el género humano. Durante este tiempo, la geografía fue un factor muy importante en su evolución, imponiendo límites al contacto entre diferentes especies, a veces aislándolas efectivamente y aumentando de ese modo la diferenciación.
Monos y antropoides…
Los cambios no sucederían rápidamente, sino que es probable que las fragmentaciones del entorno causadas por las alteraciones geográficas condujesen al aislamiento de zonas en las que, poco a poco, aparecieron los antepasados reconocibles de muchos mamíferos modernos. Entre ellos se cuentan los primeros monos comunes y los antropoides, cuyo origen no parece remontarse a más allá de unos 35 millones de años.
Los monos y los antropoides representan un gran avance evolutivo. Ambas familias tenían una destreza manipulativa muy superior a la de sus predecesores. Dentro de ellas comenzaron a evolucionar especies diferenciadas en cuanto al tamaño o las dotes acrobáticas. La evolución fisiológica y psicológica desdibuja tales asuntos. Al igual que el desarrollo de una visión mejor y estereoscópica, el incremento de la capacidad de manipulación parece suponer un aumento en la conciencia.
Es posible que algunas de estas criaturas pudieran distinguir diferentes colores. El cerebro de los primeros primates era ya mucho más complejo que el de cualquiera de sus predecesores, y también más grande. En algún lugar, el cerebro de una o más de estas especies alcanzaba una gran complejidad y sus capacidades físicas un grado de desarrollo suficiente como para que el animal cruzase la línea en la que el mundo -como masa de sensaciones no diferenciadas- se convertía, al menos en parte, en un mundo de objetos.
Cuando quiera que esto sucediera, fue un paso decisivo hacia el dominio del mundo, en vez de reaccionar automáticamente ante él. Hace entre 25 y 30 millones de años, cuando la desecación comenzó a reducir la superficie boscosa, la competencia por unos recursos forestales menguantes se intensificó. El desafío y la oportunidad medioambientales aparecieron en los lugares donde confluían los bosques y los pastos.
Algunos primates, carentes del poder necesario para conservar sus bosques originarios, fueron capaces, gracias a alguna cualidad genética, de penetrar en las sabanas en busca de alimento y pudieron hacer frente al desafío y aprovechar las oportunidades. Quizá su postura y sus movimientos fueron ligeramente más parecidos a los del ser humano que, por ejemplo, a los del gorila o el chimpancé.
Postura erguida; capacidad de desplazamiento…
La postura erguida y la capacidad de desplazarse fácilmente sobre dos extremidades hicieron posible transportar cargas, entre ellas los alimentos. Entonces fue posible explorar la peligrosa sabana abierta y retirar de ella sus recursos hasta una base doméstica más segura. La mayoría de los animales consumen su alimento en el mismo lugar donde lo encuentran, mientras que el ser humano no actúa así; ¿cuándo dejaron de hacerlo sus antepasados?
La libertad de utilizar las extremidades superiores con fines distintos de la locomoción o la lucha también sugiere otras posibilidades. No sabemos cuál fue la primera “herramienta”, pero se ha observado a otros primates -distintos del ser humano- agarrar los objetos que encuentran y esgrimirlos a modo de arma disuasoria, utilizarlos como armas o investigar y descubrir con su ayuda posibles fuentes de alimento.
Simios y chimpancés ... y homínidos…
El paso siguiente en el razonamiento es gigantesco, pues nos lleva a la primera visión de un miembro de la familia biológica a la que pertenecen tanto el ser humano como los grandes antropoides. Las pruebas son fragmentarias, pero indican que hace 15 ó 16 millones de años una especie se había extendido con éxito por Africa, Europa y Asia. Es probable que fuera arborícola, y los ejemplares no eran muy grandes puesto que su peso debía de rondar los veinte kilos.
Lamentablemente, la naturaleza de las pruebas la dejan aislada en el tiempo. No tenemos ningún conocimiento directo de sus antepasados o descendientes inmediatos, pero en el camino de la evolución de los primates había tenido lugar alguna bifurcación. Mientras una rama conducía a los grandes simios y chimpancés, la otra llevaba al ser humano. Los miembros de este linaje han recibido el nombre de “homínidos”.
Sin dudas, éste constituye uno de los temas de mayor interés y más extensamente tratado en la actualidad por la arqueología y la paleoantropología. Dónde surgieron y cómo poblaron el mundo nuestros ancestros más remotos sigue generando controversias y discusiones en el ámbito científico y académico.
Sin entrar en detalles sobre la gran diversidad de opiniones vertidas en torno a este tema y aun con riesgo de sobresimplificar un complejo proceso evolutivo, intentaremos resumir los principales y más consensuados aspectos del problema.
En primer lugar, hay un relativo acuerdo con respecto a que tanto los seres humanos modernos, así como varias de las especies filogenéticamente más vinculadas con ellos, habrían tenido su lugar de origen en el continente africano (Díez Martín, 2005). En algún momento, entre los 5 y 7 millones de años atrás, se separaron la línea evolutiva que conduce hacia nuestros “primos” actuales más cercanos (los chimpancés) y el linaje que originó al ser humano moderno (Homo sapiens).
En este último linaje de primates se incluyen distintas especies que fueron apareciendo y extinguiéndose en diferentes momentos a lo largo de los últimos millones de años y que para denominarlas en conjunto se utiliza el término de “homíninos”. La nómina de especies incluidas en esta categoría general y el vínculo evolutivo establecido entre ellas, se modifica y actualiza constantemente conforme se incorporan nuevos hallazgos o se proponen formas alternativas para explicarlos.
Los homíninos más primitivos, y más alejados evolutivamente de los seres humanos (p. ej. Australopithecus anamensis, Australopithecus afarensis -la famosa Lucy-, Australopithecus africanus y Australopithecus boisei), vivieron en el sur y centro-este de Africa entre 5 y 2 millones de años atrás.
Su forma de vida habría sido bastante similar a la de los grandes primates actuales (gorilas, chimpancés y orangutanes). Estos grupos no habrían elaborado instrumentos de piedra y su dieta habría sido centrada en el consumo de vegetales
Pero los primeros fósiles de homínido (encontrados en Kenia y Etiopía) sólo datan de hace entre 4,5 y 5 millones de años, de tal modo que el registro no está claro durante más o menos 10 millones de años. En ese período, los grandes cambios geológicos y geográficos debieron de favorecer y frustrar muchas pautas evolutivas nuevas.
Reconstrucciones de Australopithecus africanus y Australopithecus boisei (tomadas y modificadas de Louis Seymour Leakey y Ellen Lewin, 1980).
Los primeros fósiles homínidos que se conservan pertenecen a una especie que podría ser o no la antecesora de los pequeños homínidos que, con el tiempo, emergieron en una amplia zona del Este y Sudeste de Africa después de este enorme período de cambios. Pertenecen a la familia que ahora conocemos como “australopitecos”.
Los fósiles más antiguos que se han identificado con este género tienen más de 4 millones de años, pero es probable que el cráneo completo y el esqueleto casi completo más antiguos encontrados cerca de Johannesburgo en 1998 sean por lo menos medio millón de años más “jóvenes”.
Años después, un grupo de científicos mostró en Sudáfrica -en 2017-, lo que se considera el esqueleto humano más completo, de más de 3,5 millones de años de antigüedad. Los restos óseos exhibidos prácticamente completos del fósil fueron catalogados como Australopithecus.
El esqueleto data de 3,6 millones de años y su descubrimiento ayudará a los expertos a entender cómo se veía y movía este ancestro de la raza humana. Así, no estarían muy alejados (salvando generosos lapsos de tiempo y permitiéndonos la aproximación propia de la cronología prehistórica) de la fecha adjudicada a “Lucy”, hasta ese momento el espécimen de Australopithecus más completo que se había encontrado (en Etiopía).
Las pruebas de otras especies de australopitecos (o “australopitecinos”, como también se les llama), encontradas en lugares tan distantes como Kenia y Transvaal, pueden datarse en diversos períodos en el transcurso de los 2 millones de años siguientes, y han tenido una repercusión extraordinaria en el pensamiento arqueológico.
Desde 1970, gracias a los descubrimientos efectuados en relación con los australopitecos, se han añadido unos 3 millones de años al período en el que se desarrolla la búsqueda de los orígenes del hombre. Todavía están rodeados de gran incertidumbre y vivos debates, pero si la especie humana tiene un antepasado común, parece sumamente probable que perteneciera a una especie de este género.
Pero es con el Australopithecus y con los que, a falta de un término mejor, debemos llamar sus “contemporáneos”, con los que aparecen por vez primera en toda su complejidad las dificultades a la hora de distinguir entre monos, antropoides y otros seres dotados de algunas características humanas.
En cierto modo, las preguntas suscitadas siguen siendo cada vez más difíciles de responder. No ha aparecido ninguna panorámica sencilla y única, y los descubrimientos continúan. La mayoría de las pruebas disponibles corresponden al australopiteco, pero éste llegó a ser contemporáneo de algunas especies de australopitecinos, seres distintos, más antropomorfos, a los que se ha dado el nombre genérico de Homo.
El género Homo…
El Homo estaba emparentado sin duda con el australopiteco, pero apareció por primera vez, claramente identificable como especie diferenciada, hace unos 2 millones de años en ciertos lugares de Africa; la antigüedad de unos restos atribuidos a una de sus especies, sin embargo, ha sido calculada mediante la radiactividad en aproximadamente 1,5 millones de años más.
Para agravar la confusión, recientemente han aparecido cerca del lago Turkana, en el norte de Kenia, los restos de un homínido más grande. Con una estatura aproximada de 150 centímetros y un cerebro cuyo tamaño duplica al del chimpancé moderno, ha recibido el poco airoso nombre de “hombre 1.470”, por ser este el número asignado a sus restos en el catálogo del museo de Kenia donde se encuentran.
En un terreno en el que los especialistas discrepan y quizá continúen discutiendo acerca de unas pruebas tan fragmentarias como las que tenemos (todo lo que queda de hace más o menos 2 millones de años de vida de los homínidos podría extenderse sobre una mesa grande), lo mejor que pueden hacer los profanos es no dogmatizar.
Es evidente, sin embargo, que podemos estar bastante seguros -por lo que se refiere al grado- en que algunas características observables posteriormente en el ser humano existían ya hace más de 2 millones de años. Sabemos, por ejemplo, que los australopitecos, aun siendo más pequeños que los humanos modernos, tenían los huesos de las extremidades inferiores y los pies de apariencia más humana que simiesca. Andaban erguidos y podían correr y transportar cargas durante largas distancias, mientras que los monos no podían.
Sus manos mostraban un aplanamiento en las yemas de los dedos que es característico de los del ser humano. Se trata de etapas muy avanzadas en el camino del físico humano, aunque el origen real de nuestra especie se encuentre en otra rama del árbol de los homínidos.
Reconstrucción de Homo habilis (tomada y modificada de Louis Seymour Leakey y Ellen Lewin, 1980).
Es a los primeros miembros del género Homo (a veces distinguidos con el nombre de Homo habilis) a quienes debemos nuestros primeros restos de utensilios. El uso de útiles no es privativo del ser humano, pero desde hace mucho tiempo se piensa que la fabricación de útiles es una característica humana. Se trata de un gran avance para conseguir el sustento a partir del entorno.
Hace alrededor de 2,5 millones de años apareció el primer representante del género Homo (Homo habilis). Este género, que incluye al ser humano moderno y a sus más cercanos parientes (todos ellos extinguidos), se caracteriza por un mayor tamaño cerebral que los Australopithecus y por la capacidad de producir una tecnología bastante compleja (algunos investigadores contemporáneos proponen incluir a Homo habilis en el género Australopithecus).
Los útiles encontrados en Etiopía son los más antiguos de que disponemos (2,5 millones de años, aproximadamente), y consisten en piedras toscamente talladas desprendiendo lascas de los guijarros para formar una parte cortante (la lasca es el desecho de talla en el que puede definirse la dirección del golpe a partir del cual se extrajo). Los guijarros fueron transportados de manera deliberada y quizá selectiva hasta el lugar donde fueron preparados.
La creación consciente de utensilios había comenzado. Simples hachas de guijarro del mismo tipo, pertenecientes a épocas posteriores, aparecen en todo el Viejo Mundo prehistórico; hace más o menos un millón de años, por ejemplo, se utilizaban en el valle del Jordán.
En Africa comienza, pues, el flujo de lo que resultaría el mayor conjunto de pruebas acerca de la prehistoria del ser humano y sus precursores, que ha proporcionado la mayor parte de la información sobre el hombre prehistórico, su distribución y sus culturas. Un yacimiento situado en la garganta de Olduvai, en Tanzania, ha proporcionado los vestigios de la primera construcción identificada, un cortavientos de piedras, cuya antigüedad se ha calculado en 1,9 millones de años, así como pruebas de que sus habitantes eran carnívoros, en forma de huesos aplastados para sacar el tuétano y los sesos y comerlos crudos.
Homo habilis no sólo fue el primer homínido que confeccionó instrumentos de piedra, sino que, a diferencia de sus predecesores, habría incorporado la carne como un nuevo y ocasional componente de su dieta. La mayor parte de los restos de Homo habilis documentados hasta el momento también procede del sur y centro-este de Africa, no reconociéndose evidencias claras de su expansión fuera de dicho continente.
¿Una base doméstica?
Olduvai induce a formular una especulación tentadora. El transporte de piedras y carne al yacimiento se une a otras pruebas para indicar que los hijos de los homínidos primitivos no podían permanecer asidos fácilmente a su madre durante las largas expediciones en busca de comida, como hacen las crías de otros primates. Podría darse el caso de que éste fuera el primer vestigio de la institución humana de la base doméstica.
Entre los primates, el ser humano es el único que dispone de ellas: lugares donde permanecen las hembras y los niños mientras los machos buscan comida para llevársela. Este tipo de base también prefigura, si bien de forma un tanto difusa, la diferenciación sexual de los papeles económicos. Podría registrar incluso el logro ya alcanzado de cierto grado de previsión y planificación, por cuanto la comida no era devorada para satisfacer el apetito inmediato en el lugar donde se encontraba (como hacen la mayoría de los primates), sino que se reservaba para el consumo familiar en un lugar distinto.
Si existía la caza, como actividad diferenciada del carroñeo, es otra cuestión, pero en Olduvai se consumía carne de grandes animales en épocas muy tempranas. Sin embargo, unas pruebas tan fascinantes sólo proporcionan islas minúsculas y aisladas de datos comprobados. No puede darse por supuesto que los yacimientos de Africa Oriental fuesen necesariamente típicos de los que albergaron e hicieron posible el nacimiento del género humano; sólo conocemos su existencia porque las condiciones reinantes en esos lugares han permitido la supervivencia y el posterior descubrimiento de restos de homínidos primitivos.
Tampoco podemos estar seguros, aunque las pruebas puedan inducir a pensar lo contrario, de que ninguno de estos sea un antepasado directo del hombre; podría suceder que todos fueran únicamente precursores. Lo que puede decirse es que estos seres muestran una notable eficacia evolutiva del modo creativo que asociamos al ser humano, y sugieren la inutilidad de categorías como la de hombre mono (o mono hombre), así como también que pocos estudiosos estarían dispuestos ahora a afirmar categóricamente que no descendemos directamente del Homo habilis, la primera especie identificada con el uso de útiles.
También es fácil creer que la invención de la base doméstica hizo más fácil la supervivencia biológica, al hacer posibles unos breves períodos de descanso y recuperación de los peligros representados por las enfermedades y los accidentes, eludiendo de ese modo, por corto que fuera, el proceso de evolución mediante la selección física.
Junto con sus otras ventajas, esto podría ayudar a explicar cómo ejemplares del género Homo pudieron dejar huellas de sí mismos en la mayor parte del mundo, con la excepción de América y Australasia, en el millón de años siguiente. Pero no sabemos con certeza si esto se debió a la propagación de una sola estirpe o porque seres semejantes evolucionaron en diferentes lugares. La opinión más aceptada afirma, sin embargo, que la fabricación de utensilios fue llevada a Asia y la India (y quizá a Europa) por emigrantes originarios de Africa Oriental.
El asentamiento y la supervivencia de estos homínidos en tantos lugares distintos deben de demostrar una capacidad superior para lidiar con unas condiciones cambiantes, pero al final no sabemos cuál fue el secreto relativo al comportamiento que súbitamente (hablando una vez más en términos de tiempo histórico) liberó esa capacidad y les permitió propagarse por las masas terrestres de Africa y Asia. Ningún otro mamífero se estableció de modo tan amplio y con tal éxito antes de nuestra propia rama de la familia humana, que finalmente ocupó todo el planeta salvo la Antártida, un logro biológico excepcional.
Revolución física… el Homo erectus…
El siguiente paso claro en la evolución humana es nada menos que una revolución en el físico. Después de una divergencia entre los homínidos y los seres más simiescos, que podría haber tenido lugar hace más de 4 millones de años, hubieron de transcurrir al menos 2 millones de años para que el cerebro de una familia de homínidos duplicase en tamaño al del australopiteco. Una de las etapas más importantes de este proceso y algunas de las más decisivas en la evolución del ser humano habían sido alcanzadas ya en una especie llamada Homo erectus, que existía de modo generalizado y próspero hace 250.000 años.
Para entonces, existía ya desde hacía al menos 500.000 años y quizá más aún (el ejemplar más antiguo identificado hasta la fecha podría tener 1,5 millones de años). Es decir, la existencia de esta especie duró mucho más de lo que ha durado (hasta ahora) la del Homo sapiens, la rama de los homínidos a la que pertenecemos.
Esta segunda especie de Homo (Homo erectus u Homo ergaster) surgió también en Africa Oriental hace alrededor de 2 millones de años, posiblemente a partir de Homo habilis. Este grupo, con características muy similares a los humanos modernos, aunque algo más robusto y con un cerebro un poco más pequeño, fue el primer homínido en salir de Africa, alcanzando la mayor parte del sur de Europa y Asia.
La adaptación de Homo erectus a un rango diverso de ambientes tropicales y subtropicales, en algunos casos con inviernos fríos, pudo lograrse gracias a un acervo tecnológico mucho más diverso y complejo que el de Homo habilis, incluyendo el uso sistemático del fuego y una gran diversidad de instrumentos de hueso, madera y piedra.
El consumo de carne y, por lo tanto, la caza de animales, no sólo se transformó en una práctica ocasional, sino en un aspecto tan relevante en la subsistencia como la recolección de vegetales. Los representantes más recientes de esta especie vivieron hace alrededor de 200.000 años e, incluso, más tardíamente.
Una vez más, muchos indicios apuntan a un origen africano y a una posterior difusión por Europa y Asia (donde el Homo erectus fue encontrado por vez primera) [en un trabajo publicado por Lumbley y col., 2006, se dieron a conocer las evidencias más antiguas conocidas hasta ahora de homíninos en Eurasia (alrededor de 1,8 millones de años. Sin embargo, esta vez no se trataría de H. erectus, sino de una nueva especie (Homo georgicus) hallada en Georgia].
Además de los fósiles, hay un utensilio especial que ayuda a trazar el mapa de la distribución de la nueva especie, pues define tanto las zonas donde el Homo erectus se propagó como aquéllas a donde no llegó. Se trata de la llamada “hacha de mano” de piedra, cuyo uso principal parece haber sido el desollamiento y descuartizamiento de animales de gran tamaño (su uso como hacha parece improbable, pero el nombre se ha consolidado).
El éxito del Homo erectus como producto genético es indudable. Cuando terminamos con el Homo erectus, no hay ninguna línea divisoria precisa (nunca la hay en la prehistoria humana, hecho muy fácil de olvidar o de pasar por alto), sino que nos hallamos ya ante un ser que ha añadido a la postura erguida de sus predecesores un cerebro del mismo orden de magnitud que el del hombre moderno.
Aunque nuestros conocimientos acerca de la organización del cerebro son todavía escasos, existe, al observar el tamaño del cuerpo, una correlación aproximada entre el tamaño y la inteligencia. Es razonable, pues, atribuir una gran importancia a la selección de las estirpes con cerebros más grandes y considerar este aspecto como un enorme avance en la historia de la lenta acumulación de características humanas.
Un cerebro más grande significaba también un cráneo más grande y otros cambios. El aumento del tamaño prenatal requiere cambios en la pelvis de la hembra para permitir el nacimiento de unas crías con la cabeza más grande y, otra consecuencia, era un período más prolongado de crecimiento después del nacimiento; la evolución fisiológica de la hembra no era suficiente para proporcionar un espacio prenatal hasta un momento cercano a la madurez física.
Las crías humanas necesitan cuidados maternos hasta mucho después de su nacimiento. La prolongación de la infancia y la inmadurez, a su vez, suponen una prolongación de la dependencia; debe transcurrir mucho tiempo hasta que esos niños puedan recoger por sí solos su alimento. Es posible que con el nacimiento del Homo erectus comenzase la larga ampliación del período de inmadurez, cuya manifestación más reciente es el mantenimiento de los jóvenes por la sociedad durante los largos períodos de enseñanza superior.
El cambio biológico también significó que el cuidado y la crianza adquirieron poco a poco más importancia que las grandes camadas a la hora de asegurar la supervivencia de la especie. Esto, a su vez, implicó una nueva y más acusada diferenciación en los papeles de los sexos. Las hembras quedaban mucho más inmovilizadas por la maternidad, en una época en que las técnicas de recolección de alimentos parecen haber adquirido un grado mayor de complejidad y exigido una actuación cooperativa ardua y prolongada de los machos, quizá porque unos seres más grandes necesitaban más y mejores alimentos.
También desde el punto de vista psicológico, el cambio debió de ser significativo. El nuevo énfasis en el individuo es concomitante con la prolongación de la infancia. Quizá se intensificó debido a una situación social en la que la importancia del aprendizaje y de la memoria era cada vez mayor y las habilidades más complejas.
Más o menos en este punto, la mecánica de los progresos comienza a escapársenos de las manos (si es que en realidad estuvo alguna vez en ellas). Nos hallamos cerca de la zona en que la programación genética de los homínidos es transgredida por el aprendizaje. Este es el comienzo del gran cambio desde la dotación física natural a la tradición y la cultura -y, finalmente, al control consciente- como selectores evolutivos, aunque es posible que nunca sepamos con precisión dónde tiene lugar este cambio.
Pérdida del estro…
Otro cambio fisiológico importante es la pérdida del estro por las hembras de homínido. No sabemos cuándo se produjo este cambio pero, a partir del momento en que tuviera lugar, el ritmo sexual de las hembras de la especie presentó importantes diferencias con respecto al de otros animales.
El ser humano es el único animal en el que el mecanismo del estro (la restricción del atractivo y de la receptividad de la hembra a períodos limitados en los que está en celo) ha desaparecido por completo. Es fácil entender la relación evolutiva entre este fenómeno y la prolongación de la infancia: si los homínidos hembras hubieran experimentado la alteración violenta de la rutina que el estro impone, sus crías habrían quedado expuestas periódicamente a un abandono que habría hecho imposible su supervivencia.
Así pues, la selección de un linaje genético que prescindía del estro fue fundamental para la supervivencia de la especie; ese linaje debía de estar disponible, aunque el proceso en el que surgió podría haber durado un millón ó 1,5 millones de años, porque no puede haberse llevado a cabo conscientemente (la palabra “linaje” está usado en un sentido social; es un grupo que se considera descendiente de un antepasado común conocido).
Este cambio tiene indudablemente unas repercusiones radicales. El aumento del atractivo y de la receptividad de las hembras para los machos hace que la elección individual sea mucho más importante en el emparejamiento. La selección de pareja está menos determinada por el ritmo de la naturaleza; nos hallamos en el comienzo de un camino muy oscuro y largo que conduce indefectiblemente a la idea del amor sexual.
Junto con la prolongada dependencia de las crías, las nuevas posibilidades de selección individual apuntan también hacia la futura unidad familiar estable y duradera, compuesta por el padre, la madre y las crías, una institución exclusiva del género humano. Existen también opiniones respecto a que los tabúes del incesto (que son, en la práctica, poco menos que universales, por mucho que pueda variar la identificación precisa de las relaciones prohibidas) tuvieron su origen en el reconocimiento de los peligros que representaban los machos jóvenes, socialmente inmaduros pero sexualmente adultos, durante los prolongados períodos en que se hallaban en estrecha relación con unas hembras siempre potencialmente receptivas desde el punto de vista sexual.
En cuestiones sexuales, lo mejor es ser siempre prudentes. Las pruebas sólo pueden hacernos avanzar un pequeño trecho. Además, corresponden a un arco temporal muy amplio; se han identificado ejemplos de Homo erectus activos desde hace al menos 1,5 millones de años, y han seguido apareciendo pruebas de su supervivencia durante más o menos un millón de años más. Este inmenso período habría dado tiempo para una considerable evolución física, psicológica y tecnológica.
Las formas más antiguas de Homo erectus podrían no guardar grandes semejanzas con las últimas, algunas de las cuales han sido clasificadas por algunos científicos como formas arcaicas de la siguiente etapa evolutiva del linaje de los homínidos. Pero todas las reflexiones respaldan la hipótesis general según la cual los cambios observables en los homínidos, mientras el Homo erectus ocupa el centro de nuestro escenario, fueron especialmente importantes para definir los arcos dentro de los que evolucionaría la Humanidad.
Esta especie tenía la capacidad sin precedentes de manipular su entorno, por muy débil que pueda parecernos su arraigo en él. Además de las hachas de mano que hacen posible la observación de sus tradiciones culturales, formas tardías de Homo erectus dejaron las huellas más antiguas que han perdurado de viviendas construidas (cabañas, a veces de quince metros de longitud, construidas con ramas, con suelos de losas de piedra o pieles), las primeras maderas talladas, la primera lanza y el primer recipiente, un cuenco de madera.
La creación a tal escala apunta con fuerza a un nuevo nivel de mentalidad, a una concepción del objeto formado antes del comienzo de la manufactura y, quizá, a una idea de proceso. Algunas argumentaciones han ido mucho más lejos.
En la repetición de formas sencillas, como triángulos, elipses y óvalos, en las ingentes cantidades de ejemplos de útiles de piedra, se ha distinguido un gran cuidado en producir formas regulares que no parece estar en proporción con ningún aumento de la eficiencia que podría haberse logrado. ¿Puede distinguirse en esto quizá el primer y minúsculo atisbo de sentido estético?
El dominio del fuego…
El mayor avance técnico y cultural de la prehistoria tuvo lugar cuando algunas de estas criaturas aprendieron a dominar el fuego. Hasta tiempos recientes, las pruebas más antiguas de su uso habían sido encontradas en China, y databan probablemente de hace entre 300.000 y 500.000 años. Pero descubrimientos muy recientes en el Transvaal han proporcionado pruebas que han convencido a muchos estudiosos de que los homínidos de aquella zona utilizaban el fuego mucho antes.
Sigue siendo perfectamente cierto que el Homo erectus nunca aprendió a encender fuego y que ni siquiera sus sucesores poseyeron esta técnica durante mucho tiempo. Que sabía cómo utilizarlo, por otra parte, es indiscutible. La importancia de este conocimiento lo atestigua el folclore de muchos pueblos posteriores; en casi todos ellos, una figura heroica o un animal mágico captura por vez primera el fuego. Hay implícita una transgresión del orden natural: en la leyenda griega, Prometeo roba el fuego a los dioses.
Se trata sólo de una hipótesis, pero quizá el primer fuego fue tomado de emanaciones de gas natural o de la actividad volcánica. Desde el punto de vista cultural, económico, social y tecnológico, el fuego fue un instrumento revolucionario, aunque debemos recordar de nuevo que una “revolución” prehistórica duraba milenios. El fuego trajo la posibilidad del calor y de la luz y, por tanto, de una doble extensión del entorno del ser humano, hacia lo frío y hacia lo oscuro.
Desde el punto de vista físico, una expresión evidente de esto fue la ocupación de cuevas. Ahora se podía expulsar de ellas a los animales y mantenerlos alejados mediante el fuego (y quizá se halle aquí el germen del uso del fuego para guiar a los grandes animales en la caza). La tecnología pudo avanzar: las lanzas podían endurecerse en las hogueras y resultó posible cocinar, con lo que sustancias indigeribles como las semillas se convirtieron en fuentes de alimento y plantas de sabor desagradable o amargo resultaron comestibles. Esto debió de estimular la atención hacia la variedad y disponibilidad de la vida vegetal; la ciencia de la botánica despertaba sin que nadie lo supiera.
El fuego también debió de influir de modo más directo en la mentalidad. Fue otro de los factores que reforzaron la tendencia a la inhibición y la limitación conscientes y, por tanto, su importancia evolutiva. El foco de la lumbre para cocinar como fuente de luz y calor tenía también el profundo poder psicológico que aún hoy conserva. Cuando oscurecía, alrededor de las hogueras se congregaba una comunidad que, casi con total certeza, ya era consciente de sí misma en cuanto una unidad pequeña y significativa en un marco caótico y hostil.
El lenguaje… y la caza
El lenguaje -de cuyos orígenes nada sabemos todavía- debió de ser mejorado por un nuevo tipo de relaciones de grupo. El propio grupo debía de ser más complejo también en su estructura. En algún momento aparecieron portadores del fuego y especialistas en el fuego, seres de formidable y misteriosa importancia, pues de ellos dependía la vida y la muerte. Portaban y custodiaban el gran instrumento liberador, y la necesidad de custodiarlo debió de convertirlos a veces en amos.
Pero la tendencia más profunda de este nuevo poder estaba orientada siempre hacia la liberación del ser humano primitivo. El fuego comenzó a quebrar la férrea rigidez de la noche y el día e, incluso, la disciplina de las estaciones. De ese modo, llevó más allá la ruptura de los grandes ritmos naturales objetivos que ataban a los antepasados que no conocían el fuego. El comportamiento podía ser menos rutinario y automático. Había incluso una posibilidad perceptible de ocio como consecuencia directa del uso del fuego.
La caza de grandes animales fue el otro gran logro del Homo erectus. Sus orígenes deben de hallarse muy atrás, en el carroñeo que convirtió a los homínidos vegetarianos en omnívoros. El consumo de carne proporcionaba proteínas concentradas. Liberaba a los carnívoros del incesante mordisqueo propio de tantos seres vegetarianos, por lo que permitía economizar esfuerzos.
Es uno de los primeros indicios de que la capacidad de limitación consciente está presente cuando se transportan a casa osos para compartirlos mañana en lugar de consumirlos hoy in situ. Al comienzo del registro arqueológico, había un elefante y quizá algunas jirafas y búfalos entre los animales cuya carne carroñada se consumía en Olduvai pero, durante mucho tiempo, en los desperdicios predominan claramente los huesos de animales más pequeños. Hace unos 300.000 años el panorama se modifica por completo.
Tal vez sea aquí donde podamos encontrar una pista de la manera en que el australopiteco y sus parientes fueron sustituidos por el más grande y eficaz Homo erectus. Un nuevo suministro de alimentos permite un mayor consumo, pero también impone nuevos entornos; es preciso seguir a la caza si el consumo de carne se generaliza.
A medida que los homínidos se hacen más o menos parásitos de otras especies, emprenden nuevas exploraciones del territorio, y también crean nuevos asentamientos a medida que se descubren lugares especialmente preferidos por el mamut o el rinoceronte lanudo. Los conocimientos relacionados con tales hechos han de ser aprendidos y transmitidos; la técnica ha de ser enseñada y custodiada, pues las destrezas necesarias para atrapar, matar y descuartizar a los grandes animales de la Antigüedad eran enormes en relación con las precedentes.
Es más, eran destrezas cooperativas; sólo un número elevado de individuos podían llevar a cabo una operación tan compleja como dirigir -quizá mediante el fuego- la caza a un matadero favorable debido a las ciénagas en las que un animal pesado quedaba atascado, o debido a la existencia de un precipicio, miradores bien situados o plataformas seguras para los cazadores.
Armas…
Las armas disponibles para completar las trampas naturales eran escasas, y una vez muertas las víctimas planteaban nuevos problemas. Valiéndose únicamente de madera, piedra y sílex, debían ser troceados y trasladados hasta la base doméstica. Una vez transportados a casa, los nuevos suministros de carne señalan otro paso hacia la obtención de tiempo libre a medida que el consumidor queda liberado durante un tiempo de la carga de la búsqueda incesante en su entorno de pequeñas, aunque siempre disponibles, cantidades de alimento.
Es difícil no pensar que nos hallamos ante una época de importancia decisiva. Considerado en el marco de millones de años de evolución, el ritmo del cambio, aun siendo todavía increíblemente lento desde el punto de vista de las sociedades posteriores, se acelera. Los pobladores no son seres humanos tal como los conocemos, pero están comenzando a ser criaturas semejantes al hombre; el mayor de los predadores comienza a agitarse en su cuna.
También puede distinguirse débilmente algo parecido a una verdadera sociedad, no sólo en las complejas iniciativas cooperativas de caza, sino también en lo que esto supone para la transmisión de conocimientos de una generación a otra. La cultura y la tradición están sustituyendo lentamente a la mutación genética y la selección natural como fuentes primarias del cambio entre los homínidos. Son los grupos dotados de mejores “recuerdos” de técnicas eficaces los que harán avanzar la evolución.
La importancia de la experiencia era muy grande, pues de ella dependía el conocimiento de métodos que tenían probabilidades de triunfar, y no (como sucede de modo creciente en la sociedad moderna) del experimento y el análisis. Este hecho por sí solo debió de otorgar una nueva importancia a los hombres y las mujeres de edad avanzada. Sabían cómo se hacían las cosas y qué métodos funcionaban, y todo ello en una época en que la base doméstica y la caza de grandes animales hacían más fácil su mantenimiento por parte del grupo. No debían de ser muy viejos, ciertamente. Es improbable que muchos vivieran más de cuarenta años.
La selección también favoreció a los grupos cuyos miembros no sólo tenían buena memoria, sino también la facultad de reflexionar sobre ella que otorgaba el lenguaje. Sabemos muy poco acerca de la prehistoria del lenguaje. Los tipos modernos de lenguaje sólo pudieron aparecer mucho después de la desaparición del Homo erectus, pero algún tipo de comunicación debía de utilizarse en la caza de grandes animales, y todos los primates hacen señales dotadas de significado.
Es posible que nunca sepamos cómo se comunicaban los primeros homínidos, pero una explicación verosímil es que comenzaron descomponiendo llamadas semejantes a las de otros animales en sonidos concretos susceptibles de ser reorganizados. Esto debió de ofrecer la posibilidad de emitir diferentes mensajes y podría ser la raíz remota de la gramática. Lo que es seguro es que una gran aceleración de la evolución debió de seguir a la aparición de grupos capaces de compartir experiencias, practicar y perfeccionar destrezas y elaborar ideas por medio del lenguaje.
Una vez más, no podemos separar un proceso de los demás; la mejora de la visión, el aumento de la capacidad física para hacer frente al mundo con un conjunto de objetos diferenciados y la multiplicación de artefactos mediante el uso de útiles tuvieron lugar simultáneamente durante los cientos de miles de años en los que el lenguaje fue evolucionando. Juntos contribuyeron a una ampliación creciente de la capacidad mental, hasta que un día fue posible la conceptualización y apareció el pensamiento abstracto.
Si bien es cierto que no puede afirmarse con seguridad nada de carácter muy general acerca del comportamiento de los homínidos anteriores al ser humano, menos aún es lo que puede ser muy preciso. Nos movemos en la niebla, percibiendo débilmente durante un momento unos seres ora más, ora menos humanos y familiares. Sus mentes, podemos estar seguros de ello, son casi inconcebiblemente distintas de las nuestras como instrumentos para el registro del mundo exterior.
Reconstrucción de Homo erectus (tomada y modificada de Louis Seymour Leakey y Ellen Lewin, 1980).
Pero cuando consideramos la gama de atributos del Homo erectus, sus características más sorprendentes son las humanas, no las prehumanas. Físicamente, su cerebro es de una magnitud comparable a la nuestra. Fabrica utensilios (y lo hace en el marco de más de una tradición técnica), construye refugios, se apropia de cobijos naturales utilizando el fuego y sale de ellos para cazar y recoger su alimento. Esto lo hace en grupos, con una disciplina que puede ejecutar operaciones complejas; tiene, por tanto, cierta capacidad para intercambiar ideas a través del lenguaje.
Las unidades biológicas básicas de estos grupos de caza prefiguran probablemente la familia nuclear humana, pues se basan en las instituciones de la base doméstica y de la diferenciación de las actividades en función del sexo. Podría haber incluso cierta complejidad de organización social, en la medida en que los portadores del fuego y los recolectores o los individuos mayores cuya memoria les convertía en bancos de datos de sus “sociedades” podían ser mantenidos por el trabajo de otros.
También ha de haber alguna organización social que permita compartir el alimento conseguido mediante la cooperación. Nada de provecho puede añadirse a una exposición como ésta con el objetivo de precisar en qué lugar exacto de la prehistoria se puede encontrar un punto o una línea divisoria donde tales cosas habían llegado a ser, pero la historia humana posterior es inimaginable sin ellas.
Cuando una subespecie de Homo erectus, que tal vez poseía un cerebro ligeramente más grande y complejo que el de las demás, evolucionó hasta convertirse en Homo sapiens, lo hizo con unos logros y una herencia enormes ya seguros en su poder. Apenas importa si decidimos llamarla humana o no.
MATERIAL COMPLEMENTARIO
Un fósil sugiere que el hombre moderno no salió de Africa hace 100.000 años, sino 200.000
Una mandíbula prehistórica hallada en una cueva en Israel pone en duda una de las certezas que se tenía sobre el origen del hombre moderno; se cree ahora que el Homo sapiens no dejó África hace 100.000 años sino, más probablemente, hace 200.000.
Tal es la edad del fósil -con exactitud, se la estima entre 177.000 y 194.000- que un equipo de la Universidad de Tel Aviv descubrió en la caverna colapsada de Misliya, en la pendiente occidental del Monte Carmelo. El estudio -publicado en “Science”- sugiere que hubo muchas más olas migratorias de la especie en Europa y Asia, y que -al menos en Medio Oriente- se mezclaron con otras especies humanas durante decenas de miles de años.
“Lo que Misliya nos dice es que los humanos modernos salieron de Africa no hace 100.000 años, sino hace 200.000”, explicó Israel Hershkovitz, profesor del Departamento de Anatomía y Antropología de la institución y del Centro Dan David sobre Evolución Humana e Investigación Biohistórica. “Esto es una revolución en la forma en que entendemos la evolución de nuestra propia especie”.
Se supone que el Homo sapiens nació en Africa y comenzó a migrar hacia Medio Oriente hace 90.000 a 120.000 años. Pero este nuevo fósil data de por lo menos 50.000 años -y posiblemente, el doble- antes que ese momento. Esa precedencia le ha otorgado el crédito de ser el hueso humano más antiguo que se conoce fuera de Africa.
La pieza es la parte superior de la mandíbula, en la que sobreviven siete dientes intactos y un incisivo roto. Es la primera prueba arqueológica de lo que sugerían estudios genéticos: que el hombre moderno comenzó su migración desde Africa antes de lo que se creía.
“Lo que me sorprendió es hasta qué punto este nuevo descubrimiento encaja en el nuevo panorama que está emergiendo de la evolución del Homo sapiens”, afirmó Julia Galway-Witham, investigadora del Museo de Historia Natural de Londres y autora de un artículo que acompaña la presentación de este hallazgo, llamado oficialmente Misliya-1.
El maxilar superior apareció en 2002; lo encontró un estudiante de Hershkovitz que realizaba su primera excavación. El equipo del paleoantropólogo de la Universidad de Tel Aviv trabajaba en la caverna de Misliya porque había encontrado indicios del paso humano por el refugio hecho en la roca entre 160.000 y 250.000 años atrás, al comienzo del Paleolítico Medio.
Hershkovitz y Mina Weinstein-Evron, arqueóloga de la Universidad de Haifa, tuvieron entonces la impresión de que la quijada parecía moderna. Cuando enviaron la muestra a distintos expertos del mundo se encontraron con resistencia: “Lucía tan moderna que tardamos cinco años en convencer a la gente, porque no creían lo que veían”, dijo Weinstein-Evron. Años de estudios les permitieron confirmarlo.
John Hawks, un paleoantropólogo de la Universidad de Wisconsin en Madison, dijo a “The New York Times” que, a pesar de que este antiguo humano comparta características anatómicas con el humano contemporáneo, es probable que no se le pareciera mucho. “En muchos aspectos, los primeros humanos modernos no eran tan modernos”, coincidió Jean-Jacques Hublin, director del Departamento de Evolución Humana en el Instituto Max Planck, en Alemania.
Es posible, por ejemplo, que aquella migración primigenia que hoy se conoce haya estado compuesta de una población de Homo sapiens que salieron de Africa y se extinguieron, mientras otros grupos prosperaron.
¿El Homo erectus en América?
La presencia del hombre en el continente americano data de 130.000 años atrás y no de 15.000 -como se creía hasta ahora- según un estudio llamado a revolucionar la historia de las poblaciones en el Nuevo Mundo.
La exploración de un sitio arqueológico cerca de San Diego, en California, reveló que una “especie de homínidos vivía en América del Norte 115.000 años antes de lo que pensábamos”, explicó Judy Gradwohl, presidente del Museo de Historia Natural de San Diego, al frente de este estudio.
El equipo halló la osamenta de un mastodonte -ancestro del elefante- y utensilios de piedra con marcas de una intervención humana de unos 130.000 años de antigüedad, echando por tierra todas las teorías barajadas hasta el momento.
Aunque la cuestión sobre cuándo, cómo y por dónde llegaron los primeros hombres al continente americano divide a antropólogos y arqueólogos desde hace años, la hipótesis dominante es que lo hicieron hace unos 14.500 años y que procedían de Asia.
Según esta teoría, los primeros Homo sapiens accedieron a pie por un paso de unos 1.500 kilómetros de largo que unía Siberia Oriental y el Nuevo Mundo, y hoy en día parcialmente hundido bajo el Estrecho de Behring.
Otros científicos defienden, no obstante, que la colonización se hizo por el Pacífico desde Alaska, a pie o en barco.
Pero un estudio publicado por la revista científica británica “Nature” afirma que “varios huesos y dientes” de mastodonte “demuestran claramente que unos seres humanos los rompieron de forma voluntaria, dando muestras de habilidad y experiencia”, para comérselo, según explica Steve Holen, coautor del estudio, en un comunicado del Museo de Historia Natural británico.
- ¿Quiénes eran? ¿Cómo llegaron?
Los investigadores aplicaron el método de datación de uranio-torio para analizar los restos arqueológicos hallados en el Cerutti Mastodon Site, descubierto en 1992 durante las obras de prolongación de una vía férrea.
Pero el hecho de que en el sitio no se hallaran restos humanos impide determinar con certeza de qué especie de homínido se trataba.
¿Quiénes podían ser? ¿Cómo llegaron? Según los expertos, no puede tratarse de Homo sapiens -el hombre moderno-, puesto que se cree que éste salió de Africa por primera vez hace entre 80.000 y 100.000 años.
En cambio, podría tratarse de uno de sus primos: el Homo erectus, cuyos primeros restos datan de hace casi dos millones de años; el Neandertal, que convivió con los humanos modernos en Europa antes de extinguirse hace unos 40.000 años; o el enigmático Denisovano, cuyo ADN todavía sobrevive en aborígenes australianos.
En un análisis adjunto, los investigadores argumentaron que, pese a la subida del nivel del mar registrado hace unos 130.000 años, debido a un período de calentamiento interglacial, el hombre podría haber sido capaz de recorrer las distancias hasta América.
Este dato podría relacionarse con recientes estudios que revelaron un vínculo genético entre poblaciones actuales nativas del Amazonas y algunos pueblos asiáticos y australianos. “Las poblaciones fundadoras de los americanos podrían haber sido muy diversas”, estimó en un comentario del estudio Erella Hovers, de la Universidad Hebraica de Jerusalén.
El representante más antiguo de la especie humana conocido hasta el momento tiene siete millones de años, se llama Toumai y fue descubierto en 2001, en Chad.
Se estima que los primeros miembros del género Homo que salieron de Africa lo hicieron hace más de dos millones de años.