EL DESMEMBRAMIENTO EUROPEO DEL IMPERIO ESPAÑOL
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Felipe III, denominado “el Piadoso”, ascendió al trono español el 13 de septiembre de 1598, sin poseer las luces del padre, Felipe II, ni menos las del emperador Carlos V, su abuelo. Con dicho monarca, se inicia la presencia de validos permanentes, que, prácticamente dirigieron el Reino(1).
(1) Citado por Hialmar Edmundo Gammalsson, “El virrey Cevallos”. Ed.Plus Ultra, Buenos Aires, 1976.
El Duque de Lerma ocupó tal cargo y, luego, su hijo y rival, el Duque de Uceda, debiendo, ambos, afrontar las problemas suscitados, en los Países Bajos, durante la época de Felipe II. Perdida la región norteña, actualmente Holanda, intervínose, en la Guerra de los Treinta Años, sin ningún beneficio para los intereses de España. A la muerte del rey, acaecida en 1621, lo sucedió su hijo, Felipe IV, buen dramaturgo y discreto literato, pero absolutamente nulo en la gestión gubernamental, quien dejó, en manos de Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares, la conducción del Estado.
La crítica situación económica que atravesaba el país, y las disposiciones erróneas adoptadas, provocaron levantamientos independitistas en Cataluña y Andalucía, que fueron sofocados. No sucedió lo mismo con la revolución separatista de Portugal, dirigida por el Duque de Bragança, descendiente bastardo del Maestre de Avis, que, de hecho, logró desmembrarlo de España.
Muerto el príncipe Baltasar Carlos, inmortalizado en el cuadro de Velázquez, quien, por su aspecto, aparentaba ser normal, al fallecer Felipe IV, el 17 de septiembre de 1665, heredó la Corona su hijo Carlos II, llamado “el Hechizado”, a la sazón, de cuatro años de edad. Su incapacidad, mental y física, resultaron tan notorias, que hoy, con benevolencia, sería catalogado como un infradotado, del grupo de los imbéciles. Durante la minoridad del rey, ocupó la regencia su madre, doña Mariana de Austria, muy escasa de luces, que se apoyó en su confesor, el jesuita alemán Juan Everardo Nithard, más adelante, Cardenal.
Las intrigas, para ocupar su puesto, empleadas por Juan José de Austria, hijo ilegítimo de Felipe IV -al que no hay que confundir con el hijo natural de Carlos V y héroe de Lepanto- precipitaron la decadencia de la nación. Conmovida por las luchas internas estériles, indefensa para sostener la guerra contra Francia y Portugal, coaligadas, debió aceptar un tratado de paz, firmado el 13 de septiembre de 1668, en el cual, entre otras cesiones y claudicacicnes, reconoció, oficialmente, la independencia lusitana, y otorgó ventajas comerciales a Inglaterra.
En las tramitaciones, del mencionado convenio, actuó, como mediador y con singular eficacia y provecho para su patria, Lord Eduardo Montegue, Conde de Sandwich, embajador en Lisboa de la Gran Bretaña(2).
(2) Eduardo de Montague, Conde de Sandwich, General y Almirante inglés. Murió en el combate naval de Soleboy, contra los holandeses, el 28-V-1672. // Citado por Hialmar Edmundo Gammalsson, “El virrey Cevallos”. Ed.Plus Ultra, Buenos Aires, 1976.
Bien pronto, esta nación le quitó, a Francia, su influencia sobre Portugal, el que, desde entonces, hasta la reciente disolución del Imperio británico, se constituyó en un satélite de los ingleses. Aliados, estos, a Holanda, ejercieron un predominio marítimo, posesionándose de nuevas colonias en América, arrebatadas a los franceses y españoles, en las guerras, y hostilizando a los ibéricos en la paz, mediante las correrías y depredaciones de los filibusteros, en tierra y mar, en cuyas “sociedades” tenían participación grandes señores, incluso miembros de la familia real británica.
Casi, desde la fundación de Buenos Aires, por el general Juan de Garay, los portugueses habían actuado comercialmente en el Río de la Plata, amparados en su condición de súbditos españoles, no faltando, entre ellos, los judíos expulsados, anteriormente, de España. Al independizarse Portugal, se vieron precisados a explotar sus negocios, clandestinamente. Los avecindados en Buenos Aires y otras poblaciones, procuraron, solapadamente, cambiar de nacionalidad, ubicando su origen en Galicia, etcétera.
Los adinerados, que, por lo general, tampoco tenían sus permisos de ingreso en regla, lograron sus propósitcs por motivos obvios, en tanto, los aue ejercían oficios artesanales obtuvieron la radicación, al alegarse que no se contaba con quienes los reemplazaran. En suma, sólo unos cuentos lusitanos menesterosos y ancianos fueron expulsados.
En aquel momento, los Gabinetes portugueses, aliados, ya, estrechamente a los ingleses, dieron comienzo, con el concurso de aquéllos, a un plan de expansión del Brasil. Con sutil artificio habían falsificado, anteriormente, viejos mapas que marcaban la división impuesta en el Tratado de Tordesillas, adelantando, primero, los límites, cuarenta leguas al Oeste, hasta el meridiano de Río de Janeiro. Después, no pudiendo ampararse en el citado convenio, por haberse fijado, con exactitud, la línea divisoria, se basaron en el derecho de conquista, avanzando, lo que les plugo, hasta las fronteras que les oponían las misiones jesuíticas.
Su plan inmediato consistía en llegar a la costa oriental del Río de la Plata y del Uruguay, en los actuales territorios de la República Oriental del Uruguay y los Estados de Río Grande, Paraná, Mato Grosso, etcétera, hoy del Brasil. Urgidos por intereses ccmerciales, y anticipándose en sus propósitos, a fin de contar con una base cercana a Buenos Aires para ejercer el contrabando junto a sus aliados británicos, enviaron, en 1680, una expedición marítima al mando de Manuel de Lobo. Cerca del río San Juan, en la vecina orilla, comenzaron a levantar el Fuerte y poblado de la “Colonia do Sacramento”.
El gobernador de Buenos Aires, José de Garro, puso, en conocimiento del virrey, en Lima, y de la Corte de Madrid, tal acontecimiento. Mientras, por medios pacíficos, trataba de conseguir el desalojo, movilizó 140 milicianos de Córdoba, Tucumán y Santa Fe, 120 de Buenos Aires y Corrientes, y 3.000 guaraníes, de las misiones jesuíticas. Agotadas las instancias amistosas, designó, al Maestre de Campo Antonio de Vera y Mujica, para comandar las fuerzas reconquistadoras.
Luego del ultimátum de rigor, en la noche del 6 al 7 de agosto de 1680, los nuestros tomaron por asalto la Fortaleza, destacándose los guaraníes en el combate. La guarnición fue rendida y se tomaron prisioneros a todos los portugueses, incluyendo a su jefe, Manuel de Lobo.
Al llegar estas noticias a Portugal, el Príncipe Regente, Pedro, que, dicho sea de paso, habíale arrebatado el trono a su hermano, puso el grito en el cielo. Contando con el apoyo de Inglaterra y Francia, adelantó 15.000 hombres a la frontera hispana, amenazando penetrar en territorio español, si no se le daba cumplida satisfaccióndel “agravio” cometido contra la Colonia, se “castigaba” al gobernador de Buenos Aires, se le devolvía dicho Fuerte, etcétera.
La Corte de Madrid, amedrentada, se vio precisada a suscribir un tratado ignominioso, aceptando los términos impuestos, “devolviendo” la Colonia, previa reparación de los daños causados, y sancionando la conducta del noble gobernador Garro y de sus valientes tropas. En nuestro medio, este fue el primero de los constantes casos en que los convenios y arbitrajes se impusieron sobre los derechos, sustentados, por lo común, con el brillo triunfal de las armas.
Carlos II, el Hechizado(3), alcanzó a vivir hasta casi los veintinueve años, sin haber tenido sucesión, ni de su primer mujer, María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV de Francia, ni de la segunda, Mariana de Neuburgo, que le sobrevivió. Ante la carencia de herederos y las dolencias del rey, se suscitó la certeza de la acefalía de la Corona a su muerte y, por consiguiente, una reñidísima puja llena de intrigas y rivalidades entre los portugueses, franceses y austríacos, que esgrimían sus derechcs sanguíneos para ocupar el trono español.
(3) Gabriel Maura, “Vida y reinado de Carlos II”. // Citado por Hialmar Edmundo Gammalsson, “El virrey Cevallos”. Ed.Plus Ultra, Buenos Aires, 1976.
En esa lucha incruenta, y con el apoyo papal, triunfaron los franceses. Carlos II, fallecido el 1 de noviembre de 1700, obrando con buen criterio, lo dispuso así en su testamento, no obstante la influencia, sobre el ánimo del monarca, ejercida por la reina, proclive a los austríacos. Luis XIV decidió que, el segundón de su hijo, el Delfín, nieto suyo y de su difunta consorte, María Teresa, hija de Felipe IV de España, ocupara el trono, por cuya abuela fincaba sus derechos.
El nuevo monarca tomó el nombre de Felipe V(4), siendo el primero, de la dinastía de los Borbones. Los austríacos no se conformaron con esa decisión y fueron a la guerra, llamada de Sucesión de España, que duró más de una década. Inglaterra, para contrarrestar el presunto poderío franco-español y sacar ventajas, se alió, con Portugal, a Austria. En las alternativas de la contienda, los Habsburgo llegaron a ocupar Madrid y toda la Cataluña, donde, en Barcelona, se hizo proclamar rey de España el príncipe austríaco, con la denominación de Carlos III.
(4) Monseñor Alfredo Baudrillart, “Philippe V et la cour de France”. Ed. 1890. // Citado por Hialmar Edmundo Gammalsson, “El virrey Cevallos”. Ed.Plus Ultra, Buenos Aires, 1976.
Pero habiendo fallecido sin sucesión, su hermano, José I, heredó la Corona imperial de Austria; Gran Bretaña, temiendo, entonces, el poderío de la posible coalición continental austro-hispana, abandonó a su aliado, sabiendon ademásn las diferencias surgidas entre Felipe V y su abuelo Luis XIV, a raíz de la escasa ayuda que éste le prestaba.
Los hispanos recuperaron Cataluña, en la batalla de Almanza, librada el 25 de abril de 1707, pero, aún, debieron seguir luchando contra Portugal, Holanda y el Imperio. Luego de laboriosas gestiones diplomáticas, en cuyos trámites y resultados los españoles fueron tan ineptos, como lo hemos sido después los argentinos, la paz se firmó en 1715. España perdió Nápoles, Sicilia, el Milanesado, Luxemburgo, Menorca y Gibraltar. Hubo de hacer ccncesiones comerciales a Gran Bretaña, permitiéndole explotar la exclusividad, en la venta de esclavos, por medio de la South Sea Company, y tuvo, otra vez, que devolver la Colonia del Sacramento a los portugueses.
En efecto, el gobernador de Buenos Aires, Maestre de Campo Alonso de Valdez Inclán, siguiendo las instrucciones de la metrópoli, había alistado, en 1703, un Cuerpo de milicianos y cuatro mil hombres de tropa, equipados por los jesuitas, confiando, el mando, al Sargento Mayor Baltasar García Ros. Asediada la Colonia, los portugueses huyeron, el 17 de octubre de 1704, en los navíos que habían acudido a apoyarlos, abandonando, en la plaza, pertrechos, muebles, alhajas y toda la artillería.
La paz, antes mencionada, iniciadas sus tratativas en Utrecht, a comienzos de 1712, finalizó sus acuerdos en marzo de 1715. El convenio, de devolución de la Colonia, concretaba, en su artículo VI, que el monarca español entregaría la plaza y su “territorio” en la margen septentrional del Río de la Plata, previendo, en el artículo siguiente, la permuta por otras tierras, a satisfacción de Su Majestad portuguesa, dentro del año y medio a partir de la ratificación del Tratado. De tal manera, los lusitanos, por arte de birlibirloque, se arrogaban el derecho de canjear, lo que no les pertenecía, por otra zona de América hispana, precisamente, después de haber sido, por dos veces, vencidos militarmente.
El gobernador interino de Buenos Aires, Baltasar García Ros, al tomar conocimiento de las cláusulas del convenio, advirtió, al monarca español, expresándole, cuerdamente, el artificio que se encerraba en las palabras empleadas, pues, al mencionar “territorio” se establecía, de hecho, una comarca, cuando, en el acuerdo anterior, el permiso, para asentar la Colonia, sólo comprendía la plaza fuerte y hasta un tiro de cañón, desde sus murallas.
Felipe V, denominado “el Animoso”, y sus consejeros, entre los que prevaleció la francesa María Ana de la Tremoille, Princesa de los Ursinos, convencidos, al fin, de las tramoyas portuguesas, tendientes a extender el Brasil hasta la margen oriental del Río de la Plata y, eventualmente, sobre “horizontes en marcha”, dieron orden, en 1716, al gobernador de Buenos Aires, que se opusiera a cualquier tentativa lusitana de ocupar los puertos naturales de Maldonado y Montevideo.
El 10 de noviembre, del año siguiente, el rey dispuso que, el nuevo gobernante bonaerense, Bruno Mauricio de Zabala, de reconocido prestigio militar, cuyo brazo derecho había perdido en el sitio de Lérida, fortificara y poblara los lugares convenientes.
Luego del fallido intento del corsario francés, Esteban Moreau, que falleció en la acción al ser desalojado de Maldonado por las tropas de Zabala, los portugueses enviaron una expedición para levantar un Fuerte en Montevideo. Los españoles, criollos y mil indios tapes, de las misiones jesuíticas, todos al mando del capitán José de Echauri, los hostilizaron, mientras, el propio Zabala, pasó a la Banda Oriental con dos navíos, para tomar la dirección del ataque, que no se efectuó por cuanto los portugueses abandonaron la guarnición.
El 28 de abril de 1726, Bruno Mauricio de Zabala, fundó la plaza fuerte y ciudad que llevó el nombre de San Felipe de Montevideo. Pero, la Colonia, en manos lusitanas, comenzó a prosperar, gracias al contrabando. En el año 1714, el rey Felipe V perdió a su primera cónyuge, María Luisa Gabriela de Saboya, que le dio dos hijos, los futuros monarcas Luis I y Fernando VI.
Poco después, por consejo de la anciana Princesa de los Ursinos, el rey, contrajo segundas nupcias, con Isabel Farnesio de Parma, mujer dominante y ambiciosa, cuyo primer acto de mando consistió en desterrar a su recomendante. Ya, para entonces, comenzaron a manifestarse, en Felipe V, estados de psicosis con postraciones melancólicas, atribuidas, en su momento, a que, por la muerte de su hermano mayor, le habría correspondido el trono francés, al que había renunciado al aceptar el de España.
La nueva soberana hispana asumió, prácticamente, la dirección del Estado, asesorada por el abate italiano, y luego Cardenal, Julio Alberoni, astuto en lides diplomáticas y en negocios demasiado turbios. Este, valido mediante un soborno de cinco mil libras, concedió, a Gran Bretaña, el citado asiento de esclavos en el Río de la Plata, con la empresa South Sea Company, que también se dedicó al contrabando, además del tráfico negrero.
Los ambiciosos proyectos de Alberoni, destinados a reconquistar, para España, los dominios aragoneses en Italia, fracasaron por intrigas y azares políticos, cayendo, el favorito en desgracia, el 4 de diciembre de 1719. No obstante su venalidad, había conseguido ordenar las finanzas y equipar las fuerzas armadas en un sentido efectivo.
Por causas, aún no aclaradas, Felipe V abdicó, intempestivamente, cediendo la Corona, el 10 de enero de 1724, a su hijo mayor, Luis I, cuyo efímero reinado sólo duró hasta el 31 de agosto de ese mismo año, fecha en que falleció.
Felipe volvió a asumir el trono, mejor dicho, la reina Isabel Farnesio, la que se había propuesto conseguir, para sus tres hijos: Carlos, después tercero de España; Fernando y Felipe, sendas Coronas reales. Luego de la fugaz influencia del Barón de Ripperdá, astuto holandés que no pasó de ser un aventurero ayudado por la suerte, hasta que se descubrieron sus embustes, la reina, desengañada de las promesas no cumplidas por el emperador austríaco, que renunció a apoyar a España en sus esfuerzos para recuperar Gibraltar, se fue inclinando hacia Francia.
Con el Tratado de Sevilla recomenzó la armonía hispano-gala. Los Ministerios, de ese entonces, habían sido reducidos a tres, en España: Guerra, Marina e Indias; Hacienda y Negocios Eclesiásticos; y Judiciales. José Patiño, después Marqués de Castelar, por muerte de su hermano mayor, fue llamado a ocupar las dos últimas carteras. De origen gallego, aunque nacido en Milán, este gran hombre de estado ya se había distinguido como Intendente de Extremadura y de Cataluña, Intendente General de la Marina, fundador del Colegio Naval, creador de astilleros, arsenales, etcétera.
Durante su gestión, promovió la construcción de las Escuadras, instituyó la Compañía de las Filipinas y la de Caracas, para normalizar las transacciones mercantiles con las posesiones de ultramar. Ascendido a Primer Ministro, cual un ave fénix, llevó la prosperidad a las arcas del Estado. Y, este hombre genial, para honra y prez de su patria, murió en 1736, tan pobre de bienes que, el propio rey, hubo de sufragar los gastos de su entierro.
Merced a un tejido hábil de convenios diplomáticos, el emperador austríaco tuvo que aceptar la ocupación hispana de los Ducados italianos de Parma, Plasencia y, después, Toscana. El Infante Carlos(5), atravesó el Mediodía de Francia, recibido en su territorio con los honores de un príncipe de dicha nación. En Antibes, lo esperaban las Escuadras españolas e inglesas y, el hijo predilecto de Isabel Farnesio, su querido Carlet, ceñía la corona de soberano.
(5) El Infante Carlos fue, más adelante, el rey Carlos III de España. // Citado por Hialmar Edmundo Gammalsson, “El virrey Cevallos”. Ed.Plus Ultra, Buenos Aires, 1976.
No pararon allí las reconquistas. Otra gran Escuadra española, conduciendo un ejército de veinticinco mil hombres, al mando de José Carrillo de Albornoz, Conde de Montemar, se dirigió a Orán, perdida en 1708, cuya Plaza fue tomada, sin dificultad, en junio de 1732. Entretanto, los estados melancólicos del monarca, se repetían y agudizaban, llegando a crisis de locura y a manías estrafalarias. Estimábase que, su vida, no duraría mucho tiempo.
La reina, temiendo que, al morir, su marido, perdiera el poder que detentaba, al ascender al trono el hijastro, deseaba terminar cuanto antes los planes elaborados para dar otros Reinos a sus hijos restantes y mayores dominios a Carlos. La ocasión se presentó al fallecer el rey de Polonia, Augusto II, ocurrida el 1 de febrero de 1733, cuya soberanía electiva la disputaron Estanislao Lesczinki, suegro de Luis XV de Francia, los rusos y los austríacos, no tardando en llegar a la guerra. España concertó, con los franceses, el llamado Primer Pacto de Familia, y entró en la lucha, con la intención de recuperar territorios perdidos y, eventualmente, otros. La soberana no se preocupó de fortalecer el gran Imperio americano, acrecentando las comunicaciones, ni de constituir allí nuevas industrias, ni de proseguir la evangelización indígena y la conquista efectiva de inmensas regiones inexploradas.