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No deja de llamar la atención que, según resulta de todas las constancias de la época, el 90 % de la población sabía firmar y que la mayoría de las mujeres sabía escribir. Estos porcentajes son superiores a algunos de la propia Europa y destruyen una persistente fábula histórica. En este siglo abundaron las escuelas primarias, al punto de que los jesuítas cerraron las suyas de Córdoba y Buenos Aires por considerarlas innecesarias. Sólo en Corrientes las penurias de la población condujeron a cierto descuido en la enseñanza, pero en las demás ciudades hubo escuelas del Cabildo, de las Ordenes religiosas, de las parroquias y aún establecimientos de seglares.
Los estudios de Gramática -asimilables a lo que hoy sería un ciclo secundario-, se implantaron en Asunción, Santiago, Tucumán, Córdoba, Salta y Mendoza desde principios del siglo. Colegios superiores y seminarios los hubo en Asunción, Santiago y Córdoba, y en esta última ciudad se dictaron cursos de Filosofía ya en 1614, siguiéndose la tesis suarista a través de los textos de Antonio Rubio.
Las bibliotecas abundaron y hubo varias que superaron los 200 volúmenes, siendo frecuente que un tercio de ellas fueran libros no españoles. Es común encontrar en los inventarios de tales bibliotecas los nombres de Tito Livio, Justiniano y Plutarco, entre los clásicos antiguos; el Amadís, las Partidas y los Santos Padres entre las obras medievales; y a fray Luis de Granada, Luis de León, Santa Teresa de Avila y Camoens entre los poetas; a los humanistas Nebrija y Vives; a pensadores y eruditos de la talla de Suárez, Covarrubias, Saavedra Fajardo y Bobadilla; y, por fin, los inmortales Cervantes, Quevedo y Gracián.
En este medio cultural no extraña la aparición de un poeta como el cordobés Luis de Tejeda, en quien se conjuga la vena mística y la amorosa; un humanista como Diego de León Pinelo; y juristas como su hermano Antonio y el Padre Pedro de Oñate.
No faltó un cosmógrafo: José Gómez Jurado, ni un historiador: Gaspar de Villarroel.
Dada la afición española a la música, no es extraña su difusión, especialmente en las Misiones. En aquella época parece que la guitarra y el violín fueron los instrumentos más comunes.
Pero donde la capacidad creadora hispanoamericana alcanzó su nivel más alto y refinado fue en la plástica. Allí se conjugaron la capacidad de los maestros españoles, inspirados en los variados modelos europeos que aplicaban con fino sentido de adaptación al ambiente americano, con la habilidad ejecutiva del artesano: criollo, español o indígena.
Debió ser una verdadera joya la perdida catedral de Santiago del Estero, construida íntegramente en madera y rica en tallas, que un incendio devoró en este mismo siglo. Pero quien quiera apreciar de qué fueron capaces nuestros alarifes y tallistas del Seiscientos, le bastará con visitar la iglesia de San Francisco de la ciudad de Santa Fe. Allí la acción conjunta del español y el indígena levantó un bello templo cuya techumbre fue tallada toda en madera, con notoria influencia mudéjar.
Otro ejemplo ilustre de la aplicación de la madera en la arquitectura fue la bóveda de la iglesia de la Compañía en Córdoba. Desgraciadamente pocos ejemplos quedan de la arquitectura de este siglo y los que sobreviven corresponden a sus postrimerías. Citaremos el convento de San Bernardo de Salta, la catedral de Santa Fe y el frontispicio de la iglesia de San Ignacio en Buenos Aires, este último de clara influencia barroca.
La escultura tuvo una clara influencia hispano-portuguesa y en el Norte se notan tímidas influencias indígenas. Los plateros existieron en las principales ciudades y en Buenos Aires alcanzaron notoria categoría.
Bibliografía:
Carlos Alberto Floria / César A. García Belsunce - “Historia de los argentinos” - Tomo 1 - Capítulo 6.