Fallecimiento de Igarzábal. Horas de luto en la Capital
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El 11 de Febrero de 1871 fallecía, víctima de la fiebre amarilla, el gobernador delegado de la provincia, Pedro Igarzábal. Ausente de la capital, el vicepresidente 1ro. de la Legislatura -Filemón Díaz de Vivar-, ocupó el P. E. el vicepresidente 2do., Gregorio Ceballos, cargo en el que éste permanecerá hasta el 10 de Junio de 1871, cuando Santiago Baibiene reasuma el P. E.(1)
(1) Citado por Hernán Félix Gómez. “Ñaembé (Crónicas de la guerra de López Jordán y de la epidemia de 1871)” (1937), Buenos Aires.
La muerte del gobernante causó la más honda emoción pública. A sus virtudes de político y de varón, unía el prestigio circunstancial de esas horas de terror. Había atendido con heroísmo la salud pública y la defensa militar de la provincia. Si el titular Baíbiene estaba en el ejército y cuidaba de sus necesidades, Igarzábal era quien remitía los recursos de la comisaría y del abasto, atando el espíritu de revuelta que los parciales de Ricardo López Jordán dispensaran en la provincia.
En plena ola de terror, que su muerte agravaba, no pudieron rendírsele los honores correspondientes. Meses después, en Julio, cuando los días fueron serenos, se le decretó un mausoleo de homenaje y los honores de un funeral con luto por tres días a los funcionarios del Estado.
No era sólo el mandatario el fallecido. Además del doctor Ramón Vidal, el 1 de Febrero, habían caído víctimas del contagio -recogido en la cabecera de sus enfermos- los doctores Carlos Fossati y Javier Puigdemasa. Bien es cierto que otros vinieron a cerrar los claros, como el doctor Gerardo Cunha, quienes prestaron valiosísimos servicios, visitando a los pobres con generosidad.
De las tropas del general Julio de Vedia se ofreció un médico y un boticario, y el primero, el doctor Moyano, entró en ejercicio de su apostolado en cuanto la Comisión de Salud Pública lo dispuso.
Actuaban entonces en ella, los señores Meyer, Mallo y Appleyard y dispusieron que el cirujano doctor Moyano abriese su consultorio en la botica “Italiana”; que el doctor Luis Augusto de la Perrete -a quien se contrató- lo hiciese en la casa de Molina, mientras improvisaba en el suburbio -frente a la Iglesia de La Cruz de los Milagros- un hospital regenteado por el doctor José María Mendía.
Sin funciones oficiales actuaban, además, los doctores Alberto Fainardi, Tiburcio Gómez Fonseca, Juan A. de los Santos, Francisco Salvador Cardin y Federico Cossio.
Caen enfermos Fainardi y Mendía. A mediados de Febrero de 1871, el peso de la tarea se comparte entre Cunha y Cardin -en los consultorios- y De la Perrete y Emilio Tabares de Olivera, en el hospital.
Este último, médico homeopático, de gran actuación durante la fiebre amarilla en la capital paraguaya, abre una botica que regentea su hijo, Emilio Augusto. Muerto el doctor Mendía, el 5 de Marzo de 1871, menos feliz que el doctor Fainardi que, convaleciente, se incorpora a sus tareas, pasa al Hospital de Caridad el doctor Cunha, mientras el doctor Cardin era designado Médico de Policía.
Al grupo de profesionales se incorpora, a últimos de Febrero, el doctor Enrique Durand de Casís. Nombrado Médico de Sanidad por el Gobierno Nacional, atiende con generoso altruismo y todos buscan levantar el decaído espíritu del pueblo.
Las víctimas se sumaban a centenares. Nombres conocidos como Luis Calzia, Juan Cuenca, José Esquivel, Eusebio Roiyet, el rector del Colegio Nacional, Patricio Fitz Simón; Vicente A. Martínez, director de La Voz de la Patria; Guillermo Zelaya, Alberto Caussat, Alfonso Girot -municipal- y muchos más, daban esa sensación de fatalidad y de tragedia que trabaja la energía colectiva.
Se acusa a las autoridades. Bajo su firma, Manuel Mallo, uno de los héroes en la Comisión de Salud Pública, se vuelve en rebeliones en un artículo de La Esperanza, que causa sensación y alarma: “Qué vamos a decir -expresaba- a nuestros soldados victoriosos en la defensa de Corrientes, cuando nos pidan cuenta de la vida de sus esposas, de sus hijos, de sus hermanos...”.
- Dantesca y desoladora imagen de Corrientes
Y es que el espectáculo era dantesco. Tras la muerte del enfermo, venía el entierro; era inmediato, en carros que se hacían circular abiertos a los rayos del sol. Clausurado el cementerio de La Cruz de los Milagros, con vecindario inmediato, destinóse el de “La Limita” y, ahí, en zanjas apenas profundas -uno junto a otro- dormían las víctimas.
Apenas cubiertas de tierra, el hedor era insorportable; llegaba con el viento del sur a la ciudad y atraía aves extrañas, venidas de muy lejos, de picos curvos y garras ganchudas que, inmóviles desde los sitios más altos, clavaban la mirada de sus ojos de hielo hacia la tierra.
Próxima al matadero, en cuyos zanjones la sangre y los residuos daban alimentación a perros cimarrones, alzados, que en los montes bajos del Paraná tenían su refugio, “La Limita” era también visitada por estos. Es que ya no se carneaba en conjunto para la población y algo debían comer los canes suburbanos.
Y la ciudad era un infierno de sol, de calor y arena. No llovía. Cerradas las casas de la clase culta, donde grandes aljibes conservaban el agua potable, que antes no se negaba; desaparecidos los “aguadores” con sus carros, el río era como un imán para todos. Ahí eran las noticias, los comentarios, bajo la impresión de miseria y agonía de las horas vividas.
Los indígenas del Chaco, proveedores del comercio de pieles, de leña y de los productos del bosque, fueron alejados, así como los ejemplares que residían en el suburbio, en chozas miserables.
“La Salamanca”, el barrio del sudoeste de la plaza “25 de Mayo”, sobre el arroyo del mismo nombre, como el Cambá Cuá -refugio de los descendientes de esclavos y hombres de color- perdió su fisonomía pintoresca y tranquila. Lejos el comadreo inocente de los humildes, almas claras como el agua y como el cielo, porque el turbión de los instintos desencadenados despertó las reacciones primarias que se encastillan en el egoísmo.
- “Ave María...”.
- “Sin pecado concebida...”.
- “Hace saludar mi mamá a doña Modesta y le pide le empreste un poquito de yerba”.
- “Entrá y sacá nomás, mi hijita; y que lo pase bien doña Emilia”.
En vez de esta vida fraternal, la casa atrincherada:
- “¡Ave María!”
- “Sin pecado concebida. Pero andá; aquí sólo ha muerto José...”.
- “No; lejos, lejos...”.
Y huía la chica mandadera, llorando su miseria.
La Esperanza, único diario que se publicaba en la capital, calló los detalles y silenció los nombres de las víctimas. Inútilmente las oficinas de correo, abandonadas por sus empleados, permanecieron cerradas, paralizando las actividades del intercambio durante largos días.
La voz popular, misteriosa en sus caminos, llegaba a todas partes y los relatos prendían en preocupaciones e impaciencias.