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La fiebre amarilla se calma; la pasión política aumenta

A fines de Abril de 1871 se producían los últimos casos de fiebre amarilla. El pueblo, de tanto sufrir, estaba como insensible a esos acontecimientos que eran como gotas de agua ante las jornadas terribles de Enero y de Febrero. Había como la seguridad de la liberación en los sobrevivientes(1).

(1) Citado por Hernán Félix Gómez. “Ñaembé (Crónicas de la guerra de López Jordán y de la epidemia de 1871)” (1937), Buenos Aires.

En la vieja Iglesia de La Cruz de los Milagros, tres veces reedificada desde la Fundación de la ciudad -en 1588- se habían iniciado los actos de su devoción, preparatorios de la fiesta anual del 3 de Mayo.

El templo rectangular, de fuertes paredes de adobe, de casi un metro de espesor, daba su frente al Este, sobre la calle Salta. Para la edificación vecina, de pequeñas casas de corredor, su techo, a dos aguas, de tejas de barro cocido, era enorme.

Hacia la izquierda -independiente del rectángulo, arista con arista, y sobre uno de los extremos de los amplios corredores que lo circundaban- la torre con sus campanas de sonar argentino dominaba la plaza inmediata, extensa, con más de dos manzanas de área, como para contener en su seno a todo un pueblo.

Tarde a tarde, la nave de la Iglesia se llenaba de fíeles. Recién pintadas las paredes, cien promeseros disputaban ese honor, el maderamen oscuro, de madera de ley, era como un bosque de quebracho con sus penumbras.

- “Si el templo es un símbolo -decía el doctor Lagraña a sus amigos- las Iglesias provinciales o, mejor decir, americanas, lo concretan. Lejos de nuestra época la preocupación general de la vida, compleja, de infinito, de los centros cultos de la Europa.
Para esos pueblos, las iglesias amplias, más altas que largas, en que la bóveda elevada es como un pedazo de azul puesto sobre los muros proyectados a la altura, nuestros templos son y tienen que ser bajos y largos; entre el amplio portón, para todos, demócrata por símbolo, y el Altar Mayor con el mito del homenaje, un camino extenso, como la vía crucis de nuestro existir, sin formas regulares.
Es largo el camino para llegar al ideal; cuando logremos en principio nuestras formas de vida, el templo habrá de agrandarse para arriba como una catedral gótica”.

- “Entonces nuestra vida es unilateral por hoy...”.
- “Casi con seguridad, mi querido Eudoro. Aspiramos a que no sea y por eso soy yo, como Uds., liberal. Liberal en mis ideas, en mis actos, en mis propósitos; nos apartamos de los conceptos cerrados; queremos trabajar al mismo tiempo en el camino y en la altura.
Eso queremos nosotros, pero no es así. Hasta ahora el país ha pensado en sus instituciones, en hacerlas, mejorarlas y ejercerlas. Nadie ha pensado que las instituciones resultan espontáneas y se desarrollan y mejoran espontáneamente, cuando otros valores de la vida, de orden diverso, económicos y sociales, lo obligan por el imperio de una ley de armonía”.

Por las veredas enladrilladas nuevos grupos llegan a la iglesia. Saludos. Los amplios vestidos se ajustaban como en un aro a la cintura. Cubierto el busto y la cabeza por mantilla finísima de encaje, apenas si indiscretos rulos en tirabuzón asomaban junto a la frente o en el cuello. Había severidad en esas figuras de las damas.

Terció Julián Díaz de Vivar.

- “Mírenla a Dolores, qué esbelta. Yo también creo en la correspondencia de las formas y el espíritu. Pero no observo el fenómeno en la arquitectura...”.

Lagrañá sonrió.

- “Claro, el poeta...”.

Todos evocaron “La Bruja de Aragón”, poema delicado que Julián Díaz de Vivar había publicado, dándole el prestigio de su señorío en las letras.

- “Puede que por poeta ... Para mi la mujer es una flor y toma su dibujo simbólico según su espíritu. Así, vestidas como vienen, las mujeres son campánulas...”.
- “Como las azules de nuestros cercos...”.
- “Justo; tus suspiros vulgares...”.

Risas. El muro de la casa de Lagraña era como una pared de florida enredadera.

- “Son como campánulas; aman -como ellas- a un solo sol, el sol de un día; viven para él y luego se cierran, sobre el pistilo, igual que nuestras damas en el hogar”.

Las bromas se hicieron generales.

- “Allí viene otra flor, pero...”.
- “No es campánula, poeta; es una rosa; es blanca, como el azahar”.
- “O la nieve...”.
- No; blanco de nieve es el de los manteles del Altar; ese es blanco de azahar o de nube...”.

Las primeras letanías del Rosario salían de la iglesia como en rumor de colmena. Todos entraron y, corriéndose entre los bancos y los muros, la mozada avanzó para desgranarse luego, unos aquí, otros allá; buscaban en el apiñamiento de la nave central el sitio del que podían contemplar a la más bella, o la más querida.

Entre las muchachas hubo un discreteo risueño, y entre las viejas severas miradas de reojo. El sacerdote continuaba la oración.

- “Ora pro nobis...
...............................
- “Ora pro nobis...
...............................

Vivar sonrió. Para él era la hora en que las devotas, mecanizada la sensación auditiva, perdían la concentración del espíritu y eran generosas en miradas...

- El culto a la Cruz de los Milagros

Seguía la Novena de La Cruz del Milagro. Esta vez el sacerdote recitaba los versos, gozos, del dominico Zambrano, y el relato del milagro una vez más se escuchó por los fieles:

Cuando los conquistadores
Se vieron atribulados,
De ejército infiel cercados,
Los sacastes vencedores.
Dándoles un celestial
Esfuerzo y marcial valor.
Por la Santa Cruz Señor,
Líbranos de todo mal.

Año tras año, los mismos versos contaban el milagro. La Cruz, erigida por los fundadores habíalos protegido del horror de la muerte.

Veintiocho sólo fueron
En número los soldados,
Y aunque de seis mil sitiados
Ocho días resistieron,
Sin hambre, sed ni señal
de cansancio ni dolor”.
Por la Santa Cruz, etc.

Esta resistencia hizo
Creer a los combatientes
Que nuestros Padres valientes
Tenían algún hechizo,
Que este hecho sin igual
No era efecto de valor.
Por la Santa Cruz, etc.

Pensaron que ese madero,
Que afuera estaba arbolado,
Era del noble soldado
Nigromántico hechicero;
Creyeron aunque muy mal
Que erais vos encantador.
Por la Santa Cruz, etc.

Luego se determinaron
A quemar al hechicero,
Y para hacerlo, primero.
Mucha leña amontonaron;
Quizo su encono brutal
Dar muestra de gran valor.
Por la Santa Cruz, etc.

La leña ardió presurosa:
Y cuanto más la aumentaban,
A la Santa Cruz miraban.
Más reluciente y hermosa;
Pero el indio irracional
Ni así aplacó su rencor”.
Por la Santa Cruz, etc.

El coro -entonado por la concurrencia- sonaba, a contar de esta estrofa, en un ritmo de epopeya. Había fervor en el creyente; la masa, en su ignorancia, veía el milagro.

En el Altar, la misma Cruz del 1588, entre el incendio de los candelabros, doblada en los espíritus los fuegos en infierno del indígena.

Por ocho veces volvieron
A practicar nuevas pruebas,
Haciendo fogatas nuevas,
Y el mismo milagro vieron;
Al cabo un lance fatal
Llenó a todos de pavor.
Por la Santa Cruz, etc.

Porque a los tres que atizaban
El fuego, un rayo mató,
Y a los demás los dejó,
Tales, que a huir no atinaron,
Y en una angustia mortal
Cercados de resplandor”.
Por la Santa Cruz, etc.

Las armas en tal conflicto
De las manos arrojaron,
Y por su Dios confesaron
Al Dios del cristiano invicto;
Trocando en reverencial
Respeto, el pasado horror.
Por la Santa Cruz, etc.

El Bautismo a grandes voces
Con ansias y con gemidos,
Pidieron arrepentidos
De haber sido tan feroces;
Cobrando un amor filial
A su insigne bienhechor.
Por la Santa Cruz, etc.

Desde entonces se quedó
La tierra pacificada,
La nueva ciudad fundada
Y todo a vos se debió.
Sois, ¡oh! Cruz, su principal
Caudillo y conquistador.
Por la Santa Cruz, etc.

Sois de esta noble ciudad
Protectora, honor y gloria,
Paz, salud, luz y victoria,
Defensa y felicidad:
Su escudo, su antemural,
Su esfuerzo, brío y valor.

Las vísperas de La Cruz del Milagro fueron ese año conmemoradas como nunca. Como un castillo de luz, el templo destacaba su dibujo en la noche templada. Desde lo alto de la torre a la línea de los corredores que lo circundaban en cuanta arista ofrecía sólido asiento a una luminaria, pequeños vasos de arcilla cruda, conteniendo grasa y pavilo, rendían su homenaje de luz.

Eran miles de luminarias. Y las líneas de fuego se doblaban en la línea de los corredores de las casitas del barrio, en las ventanas, en las puertas, en los muros.

Desde lejos, del otro lado de la plaza, donde una muchedumbre hacía grupos, el espectáculo era grandioso. Toda la ciudad se había volcado hacía la Cruz. Se paseaba contemplando el tributo de los creyentes, comparando el fausto de unos, la grandeza emotiva de los más modestos.

Aquí eran vasos de arcilla cocida; en otro dibujos y pinturas; más allá la modestia de la factura, del travieso obrero infantil, traía una sonrisa a los labios.

La nota del popular culto de la Cruz de los Milagros la daban los “promeseros”, chicos y adultos, a quienes una gracia anhelosamente reclamaba en horas de incertidumbre ataba al espectáculo.

La Cruz es el símbolo del martirizado en el Gólgota; a él fue llevándola sobre los hombros, coronado de espinas, haciendo huella con las gotas de sangre, y como a la Cruz era la promesa, el beneficiario -vestido de túnica miserable, como el Redentor- presentábase humilde, coronado de fuertes espinas que un árbol regional, de ese mismo nombre, brindaba a los creyentes. Había gotas de sangre sobre las frentes y cilicio en las manos.

Al filo de las nueve, antes que las campanas se echasen a vuelo, los primeros disparos de los fuegos de artificio. La “cascada”, el “castillo” y la “batería” eran las formas consagradas por los artistas de la región. Pero mientras la última, horrisona, como de cien mil truenos, alejaba a la masa en olas y ponía punto final al acto, la “cascada” y el “castillo” eran páginas de admirarse.

La primera era como un tributo de luz; de la fuente misteriosa de lo oscuro, de la nada, los gráciles arcos de fuego se curvaban en búcaro y, respondiendo al homenaje de los hombres, sobre el plano de la cascada, la Cruz, en rojo.

El “castillo’ ‘obedecía a una concepción más real: en el cuadriculado luciente de un canevá iban apagándose las líneas innecesarias y cambiando de color las fundamentales, hasta surgir los perfiles de la iglesia que ahí, cercana, era otro incendio de luz.

Aplausos; los truenos de las camaretas; sobre regueros de pólvora, pesados rectángulos de hierro eran despedidos al aplicárseles fuego y como ellas organizábase en serie, recibíase la impresión de un bombardeo.

Después la batería. Corridas, gritos; traviesos y malditos mozalbetes (eso era un placer irrenunciable) aprovechando de la quietud admirativa de la masa de pueblo ante el “castillo”, unía con alfileres de gancho los amplios vestidos y los rebozos y mantas de las viejas.

El retroceso de la masa, cuando la “batería” estallaba, era la causa de la grita; al terror del ruido y a la huida uníanse los tirones en las polleras y los mantos.

- “Hija, espera...”.
- “Malditos...”.
- “Mí vestido...”.
- “Por Dios, me roban...”.

Y cuando desfilaba la masa, algunas viejas con dos, otras sin mantas, ponían en los rostros la alegría de una sonrisa.

- El baibienismo intenta imponer el nombre de Justo para gobernador

Ese 3 de Mayo el gobernador interino Ceballos presidió la comitiva en la función religiosa de la mañana y en la solemne procesión de la tarde, acompañado de un nuevo ministro. El titular de la cartera de Gobierno, doctor Segovia, sin el auspicio de la opinión, desde su huida a San Luis, cuando la epidemia, había presentado su renuncia, designándose al doctor Juan Lagraña(2).

(2) Baibiene nombró ministro de Gobierno al doctor Segovia el 15 de Marzo de 1869. El Ministerio no pudo ser constructivo, porque la provincia y el país agitaban en hondos problemas políticos. El doctor Segovia se aparta de la escena política militante, actuando en la magistratura y en el foro y afanándose en largas jornadas de estudio que dieron el bagaje para destacar su personalidad. // Citado por Carlos María Vargas Gómez. “Juristas Correntinos”. Nota publicada en el fascículo 4 “Corrientes en la Cultura Nacional”, en revista “Todo es Historia”, dirigida por Félix Luna.

El joven político centralizaba las miradas. Recién llegado de Goya, donde permaneció desde el licenciamiento del Ejército, era portador de las últimas Instrucciones del titular Baibiene, que deseaba arribar a la capital cuando la solución del problema de su sucesor en el Gobierno fuese conocida.

Lagraña, actor en las conferencias y trabajos realizados en la ciudad del sur, íntimo amigo del candidato auspiciado por el gobernante, su compañero de armas y contemporáneo, era indudablemente el indicado para trabajar los espíritus.

Así lo hizo. El exaltó la personalidad del doctor Agustín P. Justo, y planteó -como un anhelo de los viejos jefes de las milicias- la vicegobernación del coronel Manuel de J. Calvo.

Los amigos del coronel Desiderio Sosa, que prohijaban su nombre para el segundo término de la fórmula, contando con fuertes adhesiones en el Interior de la provincia, reaccionaron. Como el gobernador Baibiene era el gran elector, la protesta se orientó contra el Gobierno y la campaña se abrió ruda, fuera y dentro de los círculos oficiales.

La oposición abrió sus fuegos con el periódico La Fusión, nombre que implicaba el acuerdo íntimo de los ciudadanos contrarios a la política de Baibiene, y en el que se sumaron nacionalistas y liberales del grupo desplazado del Gobierno por el titular.

Hombres del oficialismo, molestos por el criterio cerrado de la fórmula trabajada en Goya, fueron negando su apoyo y el choque de las ideas derivó en apasionamiento. Nada escapó a ese choque de intereses y preferencias, ni los actos que en ese momento lograban todo el respeto de la Nación.

Y así, Mariano Llano, buen opositor, periodista y hábil grabador, daba el semanario La Cotorra, distribuido gratis, en que Baibiene presentaba a Sarmiento en amplia bandeja, un enorme zapallo, donde la ironía de un espíritu atico escribió una palabra: Ñaembé.

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