Baibiene regresa a la Capital, nombra a Lagraña y marca la cancha
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El 10 de Junio de 1871 llegaba a la capital de la provincia el gobernador titular, coronel Santiago Baibiene, asumía el mando y cuatro días después designaba ministro de Gobierno al doctor Juan Lagraña.
Habíale sostenido el tribuno combatido por la oposición, que su dignidad -en el mismo cargo- provenía del interino Gregorio Ceballos, que no lo obligaba y que ese nuevo nombramiento valdría -como una ratificación del gobernante- a los actos políticos ejecutoriados en su ausencia(1).
(1) Citado por Hernán Félix Gómez. “Ñaembé (Crónicas de la guerra de López Jordán y de la epidemia de 1871)” (1937), Buenos Aires.
En efecto; el decreto sobre Lagraña fue como una línea amurallada entre la oposición y el Gobierno; Baibiene, solidarizándose con los trabajos hechos, se convertía en el gran elector de la candidatura del doctor Agustín Pedro Justo, fijándola como irreductible en el seno mismo de los hombres dirigentes de la opinión, radicados en la capital, que no habían contribuido para nada a sus orígenes.
El oficialismo de la capital no se declaró vencido; llevó hasta el gobernante algunos nombres, buscando una transacción amistosa y, si bien no se puso punto final a las gestiones, había como la impresión de que ellas fracasarían.
- Homenaje a los caídos por la fiebre amarilla y la guerra
La fiebre amarilla apenas si quedaba como una endemia. Era la hora de la paz, del homenaje y el P. E. lo rindió ampliamente a las víctimas de Ñaembé y de la epidemia cruel. En honor del ex gobernador Pedro Igarzábal, la batería de la Punta de San Sebastián hizo -el 17 de Julio de 1871- desde la salida del sol hasta su ocaso, un disparo cada hora y, al día siguiente, puesta en ella a media asta, la bandera, se rezó en la Iglesia Matriz un solemne funeral presidido por los funcionarios y la clase militar.
Todo Corrientes asistió al homenaje; el batallón de infantería, formado de gran gala, efectuó cinco descargas de reglamento por los valientes caídos y desfiló con los crespones del duelo oficial.
Los recuerdos de las terribles horas vividas volvían -con la ceremonia- a la memoria. Enlazadas las clases de la sociabilidad correntina a través de sus estirpes, las dos mil quinientas víctimas de la epidemia y las bajas de los combates, generalizaron el negro, que puso en el acto la nota de la más acentuada solemnidad.
Claro que los espíritus se encerraban en sí mismos. El dolor correntino había circulado por el país y de todas partes se miraba con simpatía a la provincia que tanto había puesto por la comunidad argentina.
Primero fue la epopeya contra Rosas, por la libertad civil y la organización de la República; en ella, los combates, victorias y derrotas eran como un centenar desde Pago Largo, en que la estirpe se agostó en su juventud, hasta Caseros, en que sus caballerías barrieron el campo como un huracán; las batallas sembraban el país de cruces; con Juan Lavalle llegaron hasta Jujuy y volvieron sus varones por la ruta del Chaco para guerrear en Caá Guazú.
Pero no fue esa la única epopeya; la guerra del Paraguay estaba presente en la memoria; los quince días de Bartolomé Mitre para llegar a la frontera y los tres meses para penetrar en Asunción habían sido meses y años; durante los unos, las milicias correntinas habían contenido la invasión; como una cortina elástica fueron -para los batallones paraguayos- una red a su avance formidable y luego, cuando cruzado el Paraná, se invadió la guarida del presidente imperialista, también las unidades correntinas fueron el nervio de los Cuerpos argentinos.
Ahora, lograda la paz en el exterior y las instituciones del país, otra vez Corrientes daba su golpe de muerte a la hidra de la montonera y Ricardo López Jordán dejaba en Ñaembé los prestigios que le diera la impunidad...
No en balde, decían sus tribunos, brilla en su escudo la Cruz milagrosa de los días de la Fundación de la ciudad. El atributo de su heráldica, que es de sacrificio, se dobla en su historia; es como el simil de un destino hecha para la mayor grandeza de la patria.
Y de todas partes voces de simpatía llegaban al pueblo. Vecinos espectables de la Ciudad de Rosario de Santa Fe, presididos por Federico de la Barra e integrada la Comisión por los doctores Milcíades Echagüe, José M. Zuviría, Ramón Contreras, Desiderio Rosas y señores Julio Díaz, Juan T. Vargas, Telésforo A. Díaz, Celio Echavarría y doctor Nicanor González del Solar, reunieron fondos enviando -en Agosto- 5.643 pesos fuertes y 24 bultos de drogas.
Al frente de la misión vino Telésforo A. Díaz, colaborando en ella el profesor en Medicina, doctor Francisco Gutiérrez de Castro, y el farmacéutico Santiago Bessegger, siendo su primera preocupación organizar la Comisión local cooperadora.
El domicilio de la distinguida matrona, Luisa Pujol de Gallino, sirvió de sede a ella, desde que fue elegida Presidenta, colaborando en la tarea Justina A. Pintos, Josefa B. de Recalde, Magdalena R. de Fainardi y el presbítero Camilo A. Meza. Benjamín Romero, su activo Secretario, dedicó todas sus horas a la humanitaria tarea.
La simpatía que el dolor correntino despertó en el país pasó las fronteras y, en Montevideo, Ignacio Reybaud, José Guido Spano y el cónsul argentino, doctor Villegas, se pusieron al frente de la recolección. Se enviaron tres remesas de un total en dinero de 2.074 pesos fuertes y ropas, colchones y géneros que fueron transportados gratis en el vapor “América” por su comisario, Bartolomé Rossi.
La prensa local divulgó y exaltó estos actos de humanidad. Como resabios de las guerras civiles, la masa popular tenía apodados a los uruguayos de Montevideo; llamábaseles “suizos” y La Fusión -órgano de batalla-, hacía notar esa cooperación espontánea, olvidados, los donantes, de estas pequeñas cuestiones.
Era también la hora de la justicia. En el afecto y gratitud del pueblo a sus médicos, destácase por las colonias extranjeras la acción de sus nacionales. Los residentes italianos, a iniciativa de los señores Bértoli, Seitor y Roselli, llamaron a una asamblea para homenajear al doctor Alberto Fainardi, de acción destacada en la epidemia.
Realizóse ésta con la presidencia de Juan Ratti y la secretaría de Miguel G. Morel, organizando una Comisión encargada de entregar al médico una medalla de oro, símbolo de gratitud, con fondos reunidos en sumas mínimas.
Luis Resoagli, como presidente, con los señores Félix Seitor, Federico Roibón, Isidro Odena y el doctor Morel, formaron este Comité Ejecutivo.
La prensa, a falta de colonia brasileña, se encargó de destacar a los técnicos que, de aquel país, vinieron a combatir la epidemia quienes, vinculados definitivamente al medio, por matrimonios, siendo por ello dos veces correntinos, actuaron en los primeros planos de la hora.
El doctor Cunha fue llevado en comicios unánimes al Gobierno de la comuna, grande honor, porque tratábase de llenar las vacantes de Carlos Fossati, Facundo Fernández, Alfonso Girot y Tomás Appleyard, los municipales fallecidos en su puesto, víctimas de la fiebre amarilla.
Por otra parte, el ilustrado brasileño lo merecía. Estudiante de último año de Medicina, había sido arrastrado de las aulas de la Universidad de Río de Janeiro, por la guerra del Paraguay, actuando destacademente en el servicio de sanidad, hasta que la epidemia del colera morbus -desarrollada en los ejércitos- lo avecinó en la Capital correntina.
En los hospitales de sangre luchó sin descanso y también en los largos días de la peste, al servicio de la población civil. Alto, delgado, de marciales chuletas, se había impuesto por su cultura y en los salones correntinos encontró la abnegada compañera de sus días.
Concluida la Guerra de la Triple Alianza fue a Río de Janeiro con su joven esposa y, logrado el título de Médico había vuelto justamente para trabajar otra vez por el pueblo de sus afecciones.
Sendos pergaminos que suscribían cientos de firmas, daban fe de su amor al prójimo y del cumplimiento de su apostolado.
- Pinceladas de la vida social de ese entonces
Se transcribe a continuación una historia novelada redactada por el doctor Hernán Félix Gómez, que echa un poco de luz a ciertos detalles de la vida social de esos tiempos. El escrito es el siguiente:
Esa tarde el coronel Baibiene había solicitado, para el doctor Juan Lagraña, la mano de la señorita Juana Ratti. La casa de familia, situada en la esquina de 25 de Mayo y Catamarca, era un ir y venir de recados y de obsequios.
- “Hace decir la señora que felicita de todo corazón a la niña Juana, y aquí le manda estas flores de su jardín”.
Otras traían dulces y pastas. En el cristal de la compotera, el almíbar era diáfano como una maravilla, cubriendo los casquitos verde claros del mburucuyá, que sabían a mieles.
Sobre albos paños empuntillados, las rosquillas de almidón eran livianas como una nieve y los rosquetes sabrosos, bañados en clara batida, incitaban con sus formas simétricas; fueran como de mármol, si el perfume de la masa no dijera de las manos habilidosas de las obreras.
¡Y qué obreras!
- “Mamá; voy a hacer un postre”.
Las seis criaditas de la casa se ponían a las órdenes de la doncella. Pero era ella en persona la que dosaba los elementos y batía la masa. Ella era la del azúcar, la que medía con su mejilla el calor del horno, la que vigilaba.
- “Haber, Chiní; rezá tres Ave María y me avisás”.
La criada obediente musitaba como una abeja.
- “Niña; ya está”.
- “Abrí el horno”.
Y en la fuente de latón estaba el presente de los dioses.
Era habilidad de todas y de nadie, común como el bailar, aprendida a través de las abuelas. ¡Cuántas veces ella había salvado de las exigencias de la pobreza! Muertos o emigrados los varones, trabajaban para el pan del hogar las mujeres.
La criada fiel, a quien no alejó la pobreza, era la “corredora” de los productos exquisitos y, conocida ella -quién no se conocía entonces en Corrientes- sus ventas eran numerosas.
- “Mirá, mamá; va pasando la criada de doña María”.
- “Llamala hijita...”.
Y había placer en comprar. Delicada como una reina, doña María había adornado en sus buenos tiempos los salones; era hábil y buena; ayudarla era ley de los sentimientos religiosos, sino fuese para las familias pudientes imperativo de los corazones.
La familia Ratti preparaba su casa para recibir a sus amigos más íntimos, que habían de llevarle enseguida de cenar sus felicitaciones. Pero antes esperaban a Lagraña, que iría a acompañarlos.
Era su primera visita, después del solemne pedimento, y había esmero en cuanto pudiese significar adhesión a su personalidad.
Juanita -impaciente- se asomaba a la calle. Replanteada la ciudad pocos años antes, en Enero de 1864, no había perdido la fisonomía típica de las primeras décadas independientes. Sus casas enfiladas en las líneas antiguas se sucedían hacia la plaza “25 de Mayo” con regularidad notoria y, como todas eran de corredor, había sobre la calle -a ambos lados- como largas recobas.
En los atardeceres las veredas eran un jardín; frente a cada casa la tertulia de las personas mayores; para ellas, el tocado cuidadoso de las jóvenes, en el que un ejército de criadas contribuía con cariño.
- “María, los jazmines...”.
- “Hay, mi Ata, este rulo que no sale...”.
- “Pasá los alfileres...”.
Y la donosa chiquilla, también almidonados sus percales, pasaba un “ratón” de terciopelo donde la coquetería de la dama tenía prendidas un centenar de “palomitas”. Eran rojas, azules, amarillas, blancas cabecitas de largos alfileres...
Y quién no daba una palomita para las flores del ojal. Para ello sus colores, del rosa del amor al amarillo del desprecio y, como al hacer la donación había de quebrarse el malagüero, servía ello a gentilezas.
- “Dar un alfiler es mala suerte...”.
- “Como ha de ser si esta palomita es azul, como el cielo”.
- “Qué importa; quiebre esa mala suerte; píncheme”.
Y las manos de ella, armadas con el dardo, que tal vez fuera del carcaj de Eros, posábanse livianas...
Era precisamente esa hora de la tarde y el comentario general la visita de Baibiene a lo de Ratti.
- “¡Qué suerte de chiquilla!”
Lagraña, atareado en el Ministerio, recién salía de la Casa de Gobierno, más conocida en el pueblo como Casa de la Colecturía o la Aduana. Acompañábanle oficiales, y el grupo -cubierto el corredor de la Iglesia Matriz- dobló por 25 de Mayo.
El viejo templo, sede de las autoridades eclesiásticas de la provincia, ocupaba el solar inmediato a la plaza, que rodeaban en su cruce las ca lles 25 de Mayo y Salta. Amplio, como de sesenta metros de largo -a dos aguas- rectangular, miraba el Norte, donde una gradería de toscas labradas extraídas de la barranca del Paraná, servía para el acceso.
Paralela a la plaza y con corredores en todo su largo, la Iglesia Matriz dominaba el horizonte y su torre cuadrangular, alejada como quince varas del edificio, era un punto de orientación.
El grupo -alegre en sus bromas- llegó a la Policía, largo edificio de corredor, casi en el cruce de la vecina calle de La Rioja. De ahí Lagraña, solo, siguió hacia el Este. De lejos sentía el murmullo de las tertulias y las bromas que de una a otra se cruzaban.
- “Lo felicito, doctor”.
- “Gracias, señora”.
Y saludaba.
El viejo Convento de Santo Domingo, en 25 de Mayo y San Juan, le dio su sombra. Siguió. Nuevamente los corredores hacían un largo camino. De lejos vio a Juanita y apresuró el paso.
Brava fue esa noche la barra de juventud en lo de Ratti. A las amigas numerosas de la prometida, juntóse la mozada compañera del doctor Lagraña. Militar y político, de palabra elocuente, ilustrado, generoso por temperamento, su personalidad sumábale amistades de todo orden; él era como un abanderado de su generación y su mano fuerte era fraterna en la ayuda y leal en los afectos.
Se brindó a porfía.
- “Qué hable Lagraña”.
Unos ojos claros trajéronle como una imploración. Los miró hondamente...
- “Qué haga el elogio de Juanita...”.
- “Queremos al poeta, al tribuno”.
Y entre aplausos, de los tibios jardines de su emoción, enhebró su elogio en una leyenda:
“La seca había agostado las cosechas de la tribu laboriosa y bravía. Era necesario congraciar a Tupá y, jefes y hechiceros -frente a la chusma idólatra- presidían la ceremonia.
“Sobre las márgenes del arroyo, claro y fresco, habíase congregado la estirpe toda y el más viejo de sus magos oficiaba al Dios. El presente era regio; hermosísima doncella, pura como un cristal, de formas suaves como las flores del bosque amigo, con mirar de gacela y, como ella, también su alma tranquila, doblaba su cuerpo junto a la linfa clara.
“Los conjuros clamaban la bendición del cielo y la emoción del gesto, del ruego y del terror en la evidencia de que Tupá había de llegar hasta ellos; era como un viento cálido y ardiente.
‘‘Y el milagro fue; pero no en lluvia que fecundase los campos, en caza mansa y abundante, o en cardúmenes fáciles a la pesca apresurada; el milagro fue -junto a las márgenes del arroyo claro y fresco- porque la bellísima doncella, flor de la estirpe, se dobló en el agua y, junto a las hojas playas, que son como círculos, como si se hubiesen aplanado mil lágrimas de esperanza, una flor nueva, del pálido color de la casta doncella, búcaro y rosa, de un perfume de mieles ofrecía, a la tribu, los dones milagrosos de Tupá generoso.
“Era la flor del irupé, fresca y amiga y, del maizal, agostado en los surcos, se cubrieron las aguas para que un encanto más vistiera de joyas el solar de mi tierra”.