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LA INSURRECCION DE 1890

El 20 de Agosto de 1889, el presidente Miguel Juárez Celman ascendió al más alto tramo de la admiración partidaria. Ese día, congregada en un banquete, la juventud le ofreció su solidaridad absoluta y sin restricciones.

Al régimen del unicato agregábase el del incondicionalismo. Más, en la misma fecha, “La Nación” publicaba un artículo del doctor Francisco A. Barroetaveña, cuyo título resumía una punzante crítica - “¡tu quoque, juventud!”- y que remataba con estas cáusticas palabras:

Ponemos punto final, formulando un voto que deseáramos en el alma se cumpliera: que en el momento de los brindis la altivez nacional paralice la lengua de esa juventud, volviendo cada uno a su hogar, mortificado por el remordimiento de la adhesión cesárea(1).

(1) Diario “La Nación”, Nro. 5.751, edición de Agosto 20 de 1889. // Citado por Luis H. Sommariva. “Historia de las Intervenciones Federales en las Provincias” (1931), tomo II, capítulo XVI: “El Unicato”. Ed. El Ateneo, Buenos Aires.

Consecuencia de tal catilinaria fue el mitin del Jardín Florida, realizado el 1 de Septiembre, en el que se constituyó la unión cívica de la juventud, núcleo resuelto a “levantar como bandera el libre ejercicio del derecho de sufragio” y que prometió “garantir a las provincias el pleno goce de su autonomía...(2).

(2) Bases Tercera y Séptima del Programa, en Mariano de Vedia y Mitre. “La Revolución del 90” (1929), p. 89. Ed. L. J. Rosso, Buenos Aires. // Citado por Luis H. Sommariva. “Historia de las Intervenciones Federales en las Provincias” (1931), tomo II, capítulo XVI: “El Unicato”. Ed. El Ateneo, Buenos Aires.

Entretanto el frenesí del lucro y del lujo acababa en una espantosa bancarrota, que llevó a la política el resquemor y la esperanza de los perjudicados. El 13 de Abril de 1890, la Unión Cívica -que había excluido del nombre el genitivo a la sazón impropio- celebró la magna asamblea del Frontón Buenos Aires, transformada en poderosa fuerza a la que afluían los porteños derrotados hacía diez años -nacionalistas de Mitre, puros de Alem y republicanos de Valle- y católicos militantes exacerbados por las medidas laicas, como José Manuel Estrada y el doctor Pedro Goyena.

La repercusión de la asamblea fue enorme -no obstante su índole puramente metropolitana- y se tradujo el 14 en el alejamiento de los ministros, retirándose tanto los de la primera hora -Pacheco, Posse, Quirno Costa y Racedo- como el doctor Estanislao S. Zeballos, que desempeñaba el puesto desde medio año atrás.

El 16, declinaba su candidatura presidencial el doctor Ramón J. Cárcano -hasta entonces sostenido por el presidente- así como Carlos Pellegrini y Julio A. Roca, cuyos nombres habían sido lanzados con el propósito de aquietar los ánimos. Puesto que toda dirección partidaria se resumía en el jefe único, los tres candidatos tuvieron que renunciar ante él en términos más o menos efusivos(3).

(3) Cartas, en el diario “La Prensa”, Nro. 6.319, edición de Abril 17 de 1890. // Citado por Luis H. Sommariva. “Historia de las Intervenciones Federales en las Provincias” (1931), tomo II, capítulo XVI: “El Unicato”. Ed. El Ateneo, Buenos Aires.

Juárez Celman aceptó en el acto las tres dimisiones y el 18 formó su gabinete con los doctores Amancio Alcorta, Roque Sáenz y Salustiano J. Zavalía, el general Nicolás Levalle y Francisco Uriburu. Tales cambios no aplacaron la efervescencía pública. A los dos meses, Alcorta y Uriburu se desprendieron de sus carteras y fueron sustituidos por los doctores Juan Agustín García y José M. Astigueta.

La insurrección estalló en la madrugada del 26 de Julio y contó con el concurso activo de la mitad de las tropas apostadas en la capital y de varios miles de ciudadanos y con la simpatía casi unánime de la población. Los batallones sublevados corrieron a encerrarse en el Parque, bajo el mando del general Manuel J. Campos y de una Junta que encabezaba Alem a título de presidente provisorio de la República. Allí mismo se concentraron los civiles, que luego fueron distribuidos en varios cantones próximos.

Juárez Celman, Pellegrini, Levalle y Roca -los cuatro puntales del régimen- se refugiaron en el cuartel del Retiro, amparados al comienzo por escasas fuerzas. El presidente partió enseguida a San Martín, para tener libre la retirada a Rosario en caso de que la capital sucumbiese, mientras el vicepresidente y el ministro de Guerra reunían las tropas fieles, a la espera de un ataque queno se produjo.

Los insurrectos no sólo respetaron ese cuartel, sino también el Arsenal de Guerra, el Departamento de Policía y la Casa de Gobierno. Al fin, el teniente de navío Eduardo O’Connor -sublevando la Escuadra- abrió fuego sobre el Retiro y obligó a sus ocupantes a marchar a la plaza Libertad, desde donde iniciaron la ofensiva contra el Parque, mientras los agentes de policía trababan desigual lucha con los cívicos de los cantones.

Al día siguiente la munición empezó a escasear en la ciudadela rebelde, en tanto que de las provincias llegaba numeroso auxilio para el Gobierno. El movimiento estaba vencido. El 29 se formalizó la capitulación sobre la base de que no habrían procesos civiles ni militares y de que los miembros del Ejército y la Armada conservarían sus grados.

El Ejecutivo había declarado el estado de sitio en todo el territorio de la República y dispuesto la movilización de las milicias. La Cámara de Diputados aprobó sus actos sobre tablas, limitando la primera medida a la Capital Federal; pero en el Senado se elevó una voz para indicar que el triunfo de las armas nada había resuelto. Era la de Pizarro que, como en 1880, aceleraba los sucesos y les marcaba nuevos rumbos.

Su tesis se condensó en una frase: “La revolución está vencida, pero el Gobierno está muerto”. Bosquejó el cuadro pavoroso de la República: “el Ejército y la Escuadra de la Nación han desaparecido como institución regular; el crédito público y privado, debilitados, están casi perdidos; el comercio, agonizante; la libertad política, suprimida; en una palabra, las instituciones presentan entre nosotros un montón de escombros como los que acaba de hacer el cañón en nuestras calles”.

Agregó que, siendo adversario de Juárez Celman, no simpatizaba con la revuelta por significar ésta, dados sus componentes, un peligro para las soluciones de 1880. Era indispensable, sin embargo, restituir al pueblo sus derechos; y no divisaba otro camino que la separación del presidente y vicepresidente de la República y del presidente del Senado, Roca, a fin de que otro senador pudiese asumir el Ejecutivo y dirigir las elecciones.

Acto seguido subrayó con rasgo de honradez personal su indicación: se apartó del recinto y remitió la renuncia indeclinable del cargo que desempeñaba. Las palabras de Pizarro tuvieron la virtud de reabrir el debate que, con la capitulación, parecía concluido.

Rocha -también adversario de Juárez Celman- emitió en la misma sesión palabras concordantes con las de Pizarro: “el cañón ha callado, pero las pasiones gritan en el fondo de todas las almas”. Después de lo que sedijo, poco importaba que el Senado aprobase, como aprobó, el proyecto de la otra Cámara(4).

(4) “Senado”, sesión de Julio 30 de 1890. // Citado por Luis H. Sommariva. “Historia de las Intervenciones Federales en las Provincias” (1931), tomo II, capítulo XVI: “El Unicato”. Ed. El Ateneo, Buenos Aires.

En el espíritu de los Senadores y Diputados arraigó -desde ese momento- la idea de que correspondía desahuciar al jefe único para preservar al país y a ellos mismos de una nueva revuelta. Pellegrini y Roca opinaron de igual modo. Enseguida se produjo el vacío alrededor del presidente.

El 4 de Agosto abandonaron sus carteras García y Saenz Peña. Los senadores, reunidos en sesión privada, aconsejaron un gabinete bajo la jefatura de Roca, pero Juárez Celman manifestó que prefería a ese remedio el señalado por Pizarro, esto es, su exclusión junto con la de Pellegrini y Roca.

El 5 se retiraron los otros dos ministros civiles -Astigueta y Zavalía- y el de Guerra expresó que no respondía de la fidelidad del Ejército. El presidente fracasó en la tarea de engendrar un gabinete sobre la base de Rocha y llamó a los doctores Eduardo Costa y José M. Gutiérrez, adictos a Mitre, para que lo compusiesen. Recibió de ellos una rotunda negativa.

El día 6, los Senadores y Diputados se congregaron espontáneamente en el Congreso a la espera de la decisión oficial. Como los minutos pasaban, varios hicieron circular una nota en la que, con términos angustiosos, intimaban el sacrificio del presidente; otros hablaban de enjuiciarlo. Por último llegó la ansiada pieza:

He invitado a los hombres más respetables y representativos -confesaba Juárez Celman- a formar parte del Gobierno, buscando el concurso de sus talentos, de su experiencia y de su patriotismo; mis nobles esfuerzos han sido inútiles”.

Inmediatamente se constituyeron en asamblea -bajo la presidencia de Roca- ochenta y tres congresales, faltando veintisiete para completar el total. Los diputados José Miguel Olmedo y Ramón A. Parera manifestaron que se inclinarían al rechazo de la dimisión.

Mansilla, presidente de la Cámara, declaró que el único medio de suprimir a Juárez Celman era el juicio político; recordó que los presentes, con rarísimas excepciones, lo habían ayudado en el error; y concluyó criticándolo por haber abdicado en vez de afrontar hasta el fin los acontecimientos, como cuadra a los soldados sin bandera.

Rocha abogó por la aceptación, en un discurso también fogoso. A pedido del diputado Manuel J. Espinosa y con la oposición de treinta y ocho colegas que preferían no dejar rastros de su actitud, se votó nominalmente la renuncia, que fue admitida por sesenta y un sufragios contra veintidós(5).

(5) “Senado”, sesión de Agosto 6 de 1890. // Citado por Luis H. Sommariva. “Historia de las Intervenciones Federales en las Provincias” (1931), tomo II, capítulo XVI: “El Unicato”. Ed. El Ateneo, Buenos Aires.

El diario oficial afirmó que Juárez Celman había caído sin el apoyo de la Ciudad de Buenos Aires, pero con el de las catorce provincias(6).

(6) Periódico “Sud América”, (Buenos Aires), Nro. 1.934, edición de Agosto 11 de 1890. // Citado por Luis H. Sommariva. “Historia de las Intervenciones Federales en las Provincias” (1931), tomo II, capítulo XVI: “El Unicato”. Ed. El Ateneo, Buenos Aires.

Sea como fuere, incontrovertible se destacaba el hecho de que, dentro de la teórica República federal, imponía soluciones nacionales -ante el silencio del país- el único pueblo que se desenvolvía con arreglo al régimen unitario.

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