Avellaneda, un presidente sitiado políticamente
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El presidente Avellaneda parecía el ciudadano menos indicado para gobernar en tiempos tan belicosos. Este pacífico y honorable tucumano, entusiasta de la literatura y la oratoria, poseía antecedentes ilustres que emocionaban a los liberales: hijo de Marco Avellaneda, el “Mártir de Metán”, una de las víctimas más destacadas de las guerras civiles(1).
(1) Citado por María Sáenz Quesada, “Argentina, capital Belgrano” (1988), publicado en: “500 Años de Historia Argentina”, colección dirigida por Félix Luna. Ed. Editorial Abril S.A., Buenos Aires.
Nicolás sobresalió como ministro de Educacion de Sarmiento. Fue el puntal de la obra docente del sanjuanino y así adquirió dimension nacional. Por eso cuando, en 1874, se planteó el problema de la sucesion presidencial, muchos pensaron en el joven ministro tucumano para reemplazar a Domingo Faustino.
Católico militante, Avellaneda concitaba por igual las simpatías del Clero y los intelectuales, habilidad dificil en casi todas las épocas. Felipe Yofre, diputado cordobés al Congreso de 1880, narra en su libro, “El Congreso de Belgrano”, el entusiasmo que esta candidatura despertó en “la docta”. Muchas familias distinguidas que conocieron y trataron a Avellaneda durante sus años de estudiante en la universidad local, recordaban su exquisita sensibilidad y su naturaleza ardiente y poética.
Las anécdotas sobre el futuro presidente circulaban por doquier y hasta se obligaba a los niños a leer y aprender de memoria sus floridos discursos. Los primeros en proclamar la candidatura fueron los universitarios de Córdoba, rompiendo así el carácter exclusivamente porteño de los otros dos presidenciales: Adolfo Alsina y Bartolomé Mitre. Con rapidez el nombre de Avellaneda se difundió en las provincias y una multitud “de maestros famélicos y canónigos repletos” -según decían maliciosamente los porteños-, lo apoyó.
La amistad de Sarmiento hizo el resto y pronto los dos candidatos de Buenos Aires vieron borrarse de un plumazo sus posibilidades electorales. Ante la evidencia de la derrota, Alsina y Mitre siguieron caminos opuestos: el primero optó por proclamar públicamente su adhesión a la fórmula Avellaneda-Mariano Acosta, y darle la protección de su poderoso Partido Autonomista. Esperaba tiempos mejores, que le permitieran aspirar, con mayor seguridad, a la Primera Magistratura.
Mitre, en cambio, prefirió rebelarse y en el sur de Buenos Aires, en Córdoba y Santiago del Estero sus hombres negaron validez a la elección de 1874 que consagró a Avellaneda. Los sediciosos fueron vencidos en los combates de La Verde y Santa Rosa -donde el joven coronel Roca consiguió los galones de General- y don Bartolo comprendió tristemente que la segunda presidencia se le escapaba definitivamente de lasmanos.
Sólo le quedaba el papel de jefe de un partido prestigioso aunque minoritario, el Nacionalista, además del campo seminatural de la literatura y de la ciencia historiográfica. Mientras redactaba en la prisión de Luján las páginas de su biografía de San Martín, Mitre planeaba también cómo dificultar el Gobierno de Avellaneda.
Trabajosamente, comenzaba, pues, la presidencia del tucumano, iniciada y terminada con una revuelta, la de 1874 y la de 1880. Sin embargo, el presidente era hombre de paz, empeñado en resolver la grave crisis económica que se desató poco despues de su llegada al poder y decidido a solucionar dos asuntos claves: la cuestiòn de la capital definitiva de la República y el problema de las fronteras. Además, soñaba con formar el gran partido nacional que haría posible la vida institucional del país.
El temperamento conciliador de Avellaneda y el cúmulo de problemas que debía resolver -crisis económica por deudas en el exterior y problemas fronterizos con los indios, desarrollo interior- lo llevaron a buscar, por todos los medios posibles, el acuerdo y la pacificación de los espíritus.
A los mitristas que, desde su fracaso de 1874 vivían en perpetuo estado de conspiración, les brindó amplias amnistías, que culminaron en la Conciliación de 1877. Adolfo Alsina propiciaba también ese acuerdo. Se había convertido en el consejero del presidente, y pensaba que sólo una alianza de mitristas y autonomistas haría posible su triunfo cuando se tratara de suceder a Avellaneda.
Lentamente se dieron los pasos previos a la Conciliación, que tuvo por marco exclusivo la provincia de Buenos Aires.Una reunión entre Mitre y Avellaneda marcó el punto culminante: los nacionalistas depusieron su actitud rencorosa y dos distinguidos mitristas, Rufino de Elizalde y José María Gutiérrez, ingresaron al Gabinete.
Fiestas y banquetes presididos por simbólicos olivos de la paz, celebraron la unión y los expertos se pusieron a confeccionar listas conjuntas de candidatos para las próximas elecciones que dejaran contentos a los hasta ayer enemigos irreconciliables. En el nuevo Gabinete, Adolfo Alsina se reservó un puesto clave, el de ministro de Guerra, encargado de “terminar con las preocupaciones indígenas”.
Señala Luis V. Sommi que el problema fronterizo entrañaba también, la cuestión de las tierras públicas, cuya venta era la fuente de ingresos más rendidora para la Nación y las provincias. De ahí la importancia del Ministerio y la posibilidad que brindaba a su titular de convertirse en figura nacional y no en caudillo porteño, como hasta entonces había sido.
El panorama político sonreía, pues, a Alsina, pero en el campo de su propio partido, muchos autonomistas recalcitrantes no aceptaron el acuerdo con los enemigos de la víspera y formaron un grupo opositor, el republicano, que hizo buen papel en las elecciones legislativas.
Sus jefes, Aristóbulo del Valle y Leandro N. Alem dirigían esa corriente popular del autonomismo. Ambos integraron la fórmula que enfrentó, sin éxito, a Carlos Tejedor y José María Moreno, candidatos conciliados a la Gobernación provincial.
“La elección de Tejedor -dice Carlos Heras, en su documentado estudio sobre ‘La Presidencia de Avellaneda’, resultó la de mayor trascendencia después dc Pavón.
“Consecuencia directa fue la revolucion del Ochenta, la capitalización de Buenos Aires y la iniciación de un nuevo ciclo histórico”.
El nuevo gobernador de la provincia que asumió el cargo en Mayo de 1878, llegaba al Gobierno después de una larga carrera política. A los sesenta años de vida, Tejedor podía ostentar el titulo dudosamente útil en politica, de ser un “puro” y, por Io tanto, una persona universalmente respetada, pero poco querida.
Pertenecía a la generación del ‘37 y formó parte de los jóvenes que se reunían en la librería de Marcos Sastre y discutían de literatura y de política. Combatió a las órdenes dc Lavalle y estuvo emigrado en Chile. De regreso a su patria, ocupó altos cargos: ministro de Relaciones Exteriores de Sarmiento; legislador provincial y nacional; Procurador de la Nación; y redactor del Código Penal.
Toda su actuación pública llevaba el sello de la más estricta austeridad y honradez y la gente recordaba que, debido a una cuestion de principios, se había opuesto en la Legislatura porteña a la confiscación de los bienes del tirano Rosas. En fin, un pasado cristalino que le permitía aspirar, como cualquier ciudadano destacado, a la presidencia de la República.
El camino estaba abierto: en Diciembre del año anterior, 1877, y apenas producida la Conciliación, había muerto el candidato oficial, Adolfo Alsina, extenuado por sus excursiones a la frontera. La ciudad entera lloró al caudillo en el que la élite intelectual y el compadraje de los suburbios tenían sus esperanzas y una multitud acompañó el féretro hasta el cementerio.
La muerte de Alsina suscitó, también, un grave interrogante político, ¿quién lo sucedería? El aparato cuidadosamente formado para llevarlo al poder se venía abajo. La Conciliación dejaba de tener sentido. Difícilmente otro hombre iba a reunir las simpatías del presidente, del Interior y de Buenos Aires. Sin embargo, varios personajes se sintieron que ellos eran el “hombre providencial”.
El primero de estos fue Tejedor, uno de los fundadores del Partido Autonomista y auténtico prócer liberal. También Sarmiento pensó que su hora había llegado porque, como todo ex presidente, aspiraba a un segundo período. Otros políticos hicieron el infaltable recuento de votos y amistades posibles.
Pero ninguno de los veteranos competidores contó con la presencia del joven General tucumano que Avellaneda designó para suceder en el Ministerio de Guerra y Marina y, seguramente, en la candidatura, al fallecido Alsina: Julio Argentino Roca aparecía por primera vez en el panorama político nacional. Tardaría muchas décadas en abandonarlo.
- La Cuestión Capital
El remoto antecedente del drama del Ochenta, lo constituía la Cuestión Capital que, desde los tiempos del señor Rivadavia, conmovía a todo el país, haciendo tambalear la frágil unión de las Provincias Unidas.
¿Cuál debía ser la capital de los argentinos? ¿Buenos Aires, antigua sede virreinal o algún otro punto menos cargado de tradiciones y poder? Las opiniones se dividían y el hecho de ser unitario o federal tenía poco que ver en este asunto.
José Gervasio Artigas, en sus célebres Instrucciones a los Diputados orientales a la Asamblea del Año XIII, había recomendado que la capital estuviera fuera de Buenos Aires. Seguia el ejemplo del modelo de federalismo, los Estados Unidos de América, que crearon una nueva capital, equidistante entre el norte y el sur, a fin de evitar cuestiones de prestigio entre las primitivas trece colonias, respecto a cuál sería la sede del futuro Gobierno.
Pero en la Argentina, donde el federalismo anduvo siempre a los tropezones, la mayoría se inclinó siempre por instalar la capital en Buenos Aires. La realidad nacional era muy distinta de la norteamericana y carecíamos de varias ciudades fuertes con salida al Atlántico, como existían en el Norte: el enorme peso del Litoral y su poderío económico, basado en la ganaderia y en el puerto, dejaba rezagadas a las provincias del Interior.
Salvo raras excepciones, en general las de porteños encariñados con su capital provincial, todo el mundo pensaba en Buenos Aires cuando se trataba de buscar una cabeza al país. Así lo ideó Bernardino Rivadavia, amigo de redactar minuciosos proyectos en el papel, que dificilmente podían ponerse en práctica.
El plan de 1826 consistía en crear una gigantesca capital, que iría de la Ensenada de Barragán al Tigre y del Río de la Plata al de las Conchas. Unitario convencido, Rivadavia no imaginaba el sillón presidencial, que acababa de inaugurar, sin una sólida base fisica destinada a “dar a todos los pueblos una cabeza, un punto capital que regle a todos y sobre el que todos se apoyen”.
Pero su proyecto, como tantos otros, fracasó y sólo sirvió para levantar una intensa ola de protestas en la provincia y dar alas al partido federal , encabezado por Manuel Dorrrego, sostenedor del derecho de Buenos Aires a ser cabeza de su propio territorio.
Rivadavia era centralista; por eso su plan no podía asombrar a nadie. Más significativo resultó, en cambio, que Urquiza, jefe del federalismo provinciano, intentara veintisiete años más tarde, convertir a Buenos Aires en capital y sólo cuando los porteños no aceptaron su caudillaje, se resignó, refunfuñando, a gobernar desde Paraná.
Pero esta capital tendría carácter provisorio, mientras durase la Secesión, ya que la Constitucion de 1853 declaraba oficialmente, en su artículo 30, que la Capital Federal era Buenos Aires. Su prestigio, sus tradiciones y, sobre todo, sus jugosas rentas de aduana, hacían indispensable esta decision.
Después de la batalla de Cepeda (1859), los porteños decidieron reintegrarse a la Confederación Argentina revieron la Constitución. Inmediatamente reformaron el artículo 3ro. y establecieron que las autoridades nacionales residirían en la ciudad declarada capital de la República por una ley especial del Congreso, previa cesión del territorio por la Legislatura Provincial.
Mitre, apenas llegado la presidencia en 1862, pensó en solucionar el viejo problema, reeditando el proyecto rivadaviano. Estaba convencido de que los porteños lo apoyarían, ya que ceder su ciudad para capital significaba aumentar la gloria de la provincia, pero se equivocó: una violenta oposición se alzó contra el plan que federalizaba a Buenos Aires entera y la Legislatura Provincial rechazó estrepitosamente la propuesta.
Tan grave fue la controversia, que se produjo una escisión en las filas del Partido Liberal vencedor en Pavón: de un lado, quedó el Partido Nacionalista, dirigido por Mitre; del otro, el autonomismo, cuyo jefe, Adolfo Alsina, era hijo de Valentín, el patriarca unitario que fue campeón de la secesión porteña contra Urquiza. Ese nuevo Partido Autonomista estaba destinado a hacer larga carrera en la historia patria.
La Ley de Compromiso o Residencia terminó, provisoriamente, el problema. Las autoridades nacionales residían en Buenos Aires, coexistiendo con el Gobierno Provincial como huéspedes de honor, mientras no se solucionase definitivamente la Cuestion Capital.
Pero esa condicion de invitado o huésped encerraba muchos peligros; en la vida corriente resultaba agradable y económico hacer el papel de invitado pero, cuando uno se pelea con el dueño de casa, la situación se trueca en molesta, hasta intolerable.
El dueño de casa conoce mil triquiñuelas para demostrarle al huésped que está de más y los mismos sirvientes colaboran en hacerle la vida insoportable. Eso, exactamente, ocurrió entre Buenos Aires y el Gobierno Nacional durante los años finales del mandato de Avellaneda: súbitamente, los porteños comprendieron que la futura presidencia se les escapaba de las manos y que el nuevo mandatario, Julio Argentino Roca, arreglaría por las buenas o por las malas la Cuestión Capital.
Entonces, la provincia inició una guerra fría contra el presidente de la Nación.