Un ambiente insostenible. Los del Interior son “pucheros de oveja”
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Tal vez, porque sabían que su causa estaba ya perdida, los porteños se prepararon con mayor decisión que nunca a luchar. Los periódicos atizaron el fuego: “Cómo hacer barricadas”, rezaba un editorial de “La Patria Argentina”. Hasta los poetas participaban del espíritu guerrero(1).
(1) Citado por María Sáenz Quesada, “Argentina, capital Belgrano” (1988), publicado en: “500 Años de Historia Argentina”, colección dirigida por Félix Luna. Ed. Editorial Abril S.A., Buenos Aires.
García Merou, en sus “Recuerdos Literarios”, explica que las opiniones políticas dividían a los amigos y llegaban a los más exquisitos cenáculos: la Academia, que se reunía diariamente en casa de Rafael Obligado y a la que acudía lo más selecto de la juventud ilustrada, dejó de existir, porque tejedoristas y roquistas se peleaban sin cesar.
“Coronado (Martín) que tenía un corazón dulce y un carácter de paloma -escribe García Merou- se convenció que debía convertirse en un Tamerlán literario para combatir a los que, entonces, se llamaban ‘los bárbaros del Norte’”.
La musa patriótica le inspiró algunas estrofas:
“¿Aún, Buenos Aires, callas?
“¿Aún sufres, en silencio, patria mía.
“Buenos Aires, titán de las batallas,
“El insulto de todas las canallas
“Que te han dado el asalto de la orgía?”
Como García Merou protestara por no estar de acuerdo con el tenor de estos versos, los dos amigos se disgustaron.
Varias candidaturas de transacción surgen en estos días aciagos, sostenidas por los amantes de la paz. Según comenta Roca, no hay ciudadano que no se sienta llamado a ser candidato de transacción. Entre los que sentían ese llamado se contó, nuevamente, Sarmiento. Gran parte de la opinión más responsable vio en él al único hombre capaz de conciliar las simpatías dc los porteños y las del Interior.
Aristóbulo del Valle, Lucio V. López, Marcelino Ugarte, el diario “El Nacional” y hasta el mismo Avellaneda, se encuentran entre los promotores del sanjuanino. Este advertía que “la razón Krupp” parecía decidida a imponer al general Roca en todo el país.
Otro presidenciable fue Bernardo de Irigoyen(2), propiciado por el Club de la Paz, que respondía a Leandro N. Alem y Luis Saenz Peña.
(2) Frustrada su candidatura para suceder a Julio A. Roca en 1886, se alejará del P. A.N. y, en 1890, adherirá a la Unión Cívica. Tras su escisión, se unió a la Unión Cívica Radical, partido con el que se postuló a las elecciones presidenciales de 1892.
“¡Abajo la mazorca!”, se ocupaban de gritar los infiltrados tejedoristas en los “meetings” del Club de la Paz, aludiendo a la conocida trayectoria federal de don Bernardo. Pero ninguno de los dos personajes propuestos pudo eliminar el prestigio y la fuerza de Roca. Resultó inútil que varias comisiones entrevistaran al “Zorro” pidiéndole un patriótico renunciamienton en aras de la paz.
El General tenía siempre mil buenas razones para eludir el compromiso y se mostraba decidido a ocupar, lo más pronto posible, el sillón de Rivadavia.
En cuanto a las fuerzas económicas del país, grandes estancieros y comerciantes, Luis Sommi considera que se hallaban divididas; había fuertes ganaderos junto a Roca y Dardo Rocha(3); el más representativo de ellos era Alvear.
(3) Por prestar su acuerdo a la federalización de Buenos Aires, obtendrá el respaldo del Gobierno Nacional en su designación como gobernador de la provincia de Buenos Aires. Será el fundador de la ciudad de La Plata, en 1882.
Otros -Unzué, Anchorena, Casares, Blaquier- prefirieron apoyar a Sarmiento ya que, pese a su violencia personal, el ex presidente significaba la paz. Irigoyen también contó con gente de dinero entre sus promotores, lo mismo que Tejedor. En realidad ninguno de estos cuatro candidatos era diferente en cuanto a su ideología; todos adherían al liberalismo y sólo había pequeños matices entre ellos, localismos, amistades, etc. Lo único a que aspiraban los “ricachos” era a eliminar la guerra.
Pero ésta seguía siendo inevitable. Las elecciones presidenciales del 11 de Abril dieron el triunfo a Roca (no se conocia todavía el nombre de su compañero de fórmula). Setenta Electores, correntinos y porteños, constituyeron el haber de Tejedor-Laspiur. Roca no se tomó el trabajo de presentarse en la provincia de Buenos Aires: sabía que era inútil, porque el pueblo -bastante escaso, sólo votó el 2,1 % de la población- se volcó a favor de su gobernador.
El jurista Tejedor, el sobreviviente de la generación del 37, encarnaba ahora, al igual que Alsina o Mitre en el pasado, el sentimiento patriótico de los porteños. Irigoyen obtuvo poquísimos votos republicanos y Domingo Faustino retiró su candidatura en vísperas del acto electoral; no valía la pena ir a un seguro fracaso.
“El término de la campaña electoral -escribe Heras- no aquietó los espíritus. El roquismo comprendió que, sin la posesión de la Capital histórica, el candidato triunfante dificilmente podria gobernar”.
La resistencia de Buenos Aires no haría ahora a la imposicion de un presidente, sino al desmembranñento territorial de la provincia.
El 1 de Mayo de 1880, Tejedor inauguró la Legislatura Provincial y pronunció un Mensaje que repercutió hondamente en el país, recuerda Yofre. El gobernador se declaró resuelto a combatir, con todos los recursos posibles, la candidatura de Roca y acusó al Gobierno Nacional de haber favorecido a la Liga de Gobernadores.
“Una nueva Confederación, sin Buenos Aires ni Corrientes, es más imposible hoy que lo que fue en otro tiempo la que se fundó sin Buenos Aires.
“Dejemos a los soberbios despreciarnos, los débiles, los oprimidos de toda la República están con nosotros.
“La Capital no puede improvisarse -agregó- y, por mucho tiempo, aún tendrá que gobernar desde Buenos Aires, aquél que resulte electo”.
A fin de dificultar la actividad del futuro elegido, la Legislatura Provincial votó la cifra de 50 millones de pesos para armamentos, desconociendo la ley que prohibía armarse a las provincias. Tejedor afirmó que Buenos Aires no pagaría derechos aduaneros por la introducción de armas y reivindicó el derecho de convocar milicias y hasta de observar al Gobierno Nacional la distribución de las tropas de línea.
Aunque derrotado en las urnas, el gobernador decidió continuar la lucha y hacer, con todos los medios a su alcance, la vida imposible a sus “huéspedes”. Víctimas de esta incómoda situación, fueron los Diputados cordobeses, elegidos durante los comicios de Febrero, que venían a la Capital a tomar parte en las sesiones de la Cámara.
El diputado Yofre narra este pintoresco episodio en su libro “El Congreso de Belgrano”. Algunos amigos, pertenecientes al bando tejedorista, avisaron a Yofre que grupos agitadores, provistos de bolsas de harina y porotos, esperarían a los viajeros en la estación del Paseo de Julio. Pero la mayoría de los cordobeses se negó a creer en la veracidad de semejante atentado, indigno de un pueblo culto como el porteño y se negó a acompañar a Yofre. Este descendió en la estación San Martin, tomó el carruaje que lo esperaba y marchó por calles apartadas hasta su residencia.
Una estrepitosa recepción esperó a los confiados representantes. Al grito de “¡pucheros de oveja!, ¡pucheros de oveja!” -alimento de lujo de la gente provinciana, según decían los porteños- una multitud descargó bolsas de proyectiles sobre los recién llegados, mofándose también de sus tonadas de tierra adentro.
Gutiérrez describe el espectáculo justificándolo, ya que:
“Los tipos más ridículos habían sido desenterrados de sus sitios, para venir al Congreso y votar por lo que se les mandase...
“Envueltos en sus enormes boas de vicuña, con sus sombreros de panza de burro y su ropa barateada en Cordoba, estos diputados eran un verdadero atentado contra la seriedad del transeunte”.
La impasividad de la policía, ante el incidente, provocó quejas y alarmas. Yofre visitó al presidente, pidiéndole protección para las personas de los representantes del pueblo.
“Sobre aquel vigilante, el presidente de la República no tiene autoridad alguna”, respondió Avellaneda, señalando al agente de servicio ubicado frente a la residencia. Marcas de balazos disparados por los rifleros sobre la puerta del Mandatario durante uno de sus ejercicios habituales, hablaban claramente de la peligrosa condición de “huésped” del gobernador de Buenos Aires.
Pero Felipe Yofre atribuye, con razón, al temperamento pacífico del presidente, su decisión de no hacer uso de los poderes constitucionales de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas para dominar a policías y voluntarios levantiscos. La debilidad de Avellaneda fortaleció a quienes deseaban solucionar por la fuerza el viejo problema de la Capital Federal, que daría un firme asiento a las autoridades nacionales.
Tejedor se hallaba decidido a desarrollar un plan intimidatorio que obligaría a los Diputados roquistas a volver a sus lejanas provincias, dejándoles a él y a sus amigos el manejo de Legislatura. Por eso, desde las sesiones preparatorias realizadas en Mayo, grupos de rifleros entraron, marcando el paso y haciendo ostentación de armas en el recinto del Congreso.
Instalada en los asientos de la galería alta, la peligrosa barra dominaba la Sala de Sesiones. A su vez, los hombres dc Roca compraron revólveres y pagaron guardaespaldas, que se ubicaron en lugares estratégicos, en previsión de cualquier ataque.
La presidencia de Diputados recayó en Manuel Quintana, politico adicto a Mitre, la figura de mayor prestigio e influencia en las Cámaras. Y Quintana, naturalmente, favorecía a sus amigos dándoles preponderancia en las Comisiones de estudio de los temas trascendentales.
La primera cuestión que dividió a los Diputados fue la reincorporación de los Diputados electos el 1 de Febrero. Se trataba de decidir la validez de sus diplomas. Cuál no sería el enojo de los roquistas cuando advirtieron que el despacho de la Comision aconsejaba rechazar a los representantes de Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos, alegando la intranquilidad que existía en estas provincias.
A nadie escapaba el hecho de que la intranquilidad aludida era producto de la acción conspirativa de grupos adictos a Tejedor.
“Los hombres que suscribieron el despacho de la mayaría -anota Yofre- olvidaban las lecciones de nuestra historia: olvidaban que la resistencia de Moreno a incorporar a la Junta los Diputados de las provincias -encabezados por el Deán Funes- trajo su caida y dejó los gérmenes de la discordia que, años después, ensangrentó por medio siglo la República; olvidaban que el rechazo de los Diputados electos por Buenos Aires al Congreso de Paraná, trajo la guerra civil que terminó en Pavón; y que el rechazo de la diputación mitrista en el Congreso de 1873 trajo la revolución de 1874, vencida en las batallas de Santa Rosa y La Verde”.
A esta lista podría agregarse el resentimiento que produjo en los pueblos orientales el rechazo de los diplomas de los representantes de Artigas a la Asamblea de 1813.
Los gobernadores de Santa Fe y Entre Ríos, pilares de la Liga, se indignaron e intercambiaron telegramas comentando el episodio. En la sesion siguiente, los Diputados roquistas insistieron sobre el tema y votaron mayoritariamente para que se aprobaran todos los diplomas presentados.
Una verdadera batahola recibió la noticia del escrutinio: el representante correntino Rivera(4), alzándose nerviosamente en su asiento, vociferó dirigiéndose a la barra que contemplaba el espectáculo: “¡Ya es tiempo!” dijo. Al unísono los disciplinados rifleros apuntaron hacia la platea, mientras el bloque mitrista se movía en dirección al de Tejedor a fin de, por lo menos, caer juntos bajo los disparos.
(4) Los Diputados Nacionales correntinos electos en 1879 fueron: Eudoro Díaz de Vivar, Juan Manuel Rivera, José Miguel Guastavino y Miguel G. Morel. Todos liberales, por supuesto.
Cuando todo hacia presagiar lo peor, Mitre, que se sentaba en la primera fila baja frente a la presidencia, tuvo un gesto teatral: saltó sobre el estrado y parado, cuan largo era, con sus largos brazos abiertos hacia uno y otro lado de la barra, como quien contiene a alguien, exclamó: “¡No es tiempo todavía!” , agregando en voz alta:
“Señor Presidente:
“Hago moción para que se levante la sesión”.
La moción de Mitre tuvo éxito inmediato; todo el mundo se apresuró hacia la salida, entre los incesantes, “¡Mueran los alquilones!, ¡Abajo las provincias!” que se oían desde la barra. Afuera, otra manifestacion esperaba a los representantes del Interior para insultarlos.
Por la noche, se advirtieron las consecuencias del plan de intimidación. Como todos los días, los roquistas acudieron a su tertulia habitual, la casa del Diputado salteño, Victorino de la Plaza, en la calle Alsina, esquina Tacuarí. Uno a uno llegan a comentar la emocionante jornada vivida y las peripecias que les han tocado en suerte. Los más perjudicados parecen ser los escasos representantes porteños partidarios de Roca.
El odio popular se dirigió contra ellos, recordando episodios similares, cuando la Legislatura de Buenos Aires rechazó los Acuerdos de San Nicolás. Al Diputado porteño Marenco lo han amenazado con darle de latigazos por traidor a su ciudad. No es de extrañar que esté decidido a embarcarse al día siguiente para Montevideo, abandonando a sus amigos a su suerte.
Vicente Quesada, por su parte, explica que un voto dado en la Legislatura porteña, años atrás, le valió veinte años de exilio y agrega:
“No puedo negar mis compromisos con Roca pero, a mi edad, me falta ánimo para sufrir otra expatriacion.
“No podré seguir acompañándolos; no cuenten ya conmigo”.
De inmediato, el destacado hombre de Paraná abandonaba la sala en medio de la estupefaccion de sus contertulios. Incluso Juan Bautista Alberdi, defensor de los intereses provinciales, cede en esta hora de definiciones y ni siquiera concurre a lo De la Plaza. Esta demasiado viejo y cansado para combatir a sus enemigos de siempre, los ultraporteños, y prefiere adherirse a Tejedor.
Es de imaginar la triste impresión que tales defecciones provocaron en el ánimo de los roquistas. Al día siguiente, cuando los más decididos representantes entraron puntualmente al Congreso, se encontraron con la novedad de que Quintana levantaba la sesión: “Dice el general Mitre que no haya sesión”, había comunicado un emisario del jefe nacionalista y el presidente de Diputados cumplió mansamente el pedido ese día y los siguientes. Así se evitaban males mayores.
“En Buenos Aires no queda ni sombra de Gobierno Nacional. El miedo se ha apoderado de todos los espíritus”, escribe Roca, después de una breve visita a la Capital. El General, una vez triunfante su candidatura en los comicios de Abril, prefirió refugiarse en La Paz, propiedad de sus suegros, en la localidad de Jesús María o establecer su Cuartel provisorio en Rosario.
El clima porteño era menos apropiado para su seguridad personal. Su mayor preocupación consistía siempre en conjurar las presiones que, continuamentes, se ejercían sobre el ánimo de Avellaneda: desde distintos sectores se quería demostrar al pacífico presidente que la elección de Roca traería la guerra.
El espíritu sensible del Primer Mandatario se hallaba profundamente afectado por la probabilidad de un derramamiento de sangre.
“Yo no sé qué es más peligroso -confiesa Avellaneda a su mujer-: la peste amarilla con que nos amenaza un barco que acaba de llegar o la guerra que originaría lacuestión presidencial...”.
Para impresionar aún más el ánimo inquieto del presidente, la Comisión de la Paz, formada por personalidades conspicuas como Mitre, Sarmiento, Rawson, Félix Frías, Alberdi, Gorostiaga y Madero, organizó una manifestación gigantesca. El comercio y la industria adhirieron a esa marcha en favor de la paz, que congregó a unas treinta mil personas frente a la Casa Rosada.
Avellaneda pronunció, entonces, unode sus más memorables discursos -siempre hizo gala de ser buen orador- y vivó la paz que “es el lujo, el arte y la ciencia para la ciudad opulenta”. La muchedumbre aplaudió a rabiar, contestando sí, sí, sí, cada vez que el presidente preguntaba: “¿Queréis sinceramente la paz?”.
Fruto de la diligencia pacifista del Comité, fue la histórica entrevista entre Roca y Tejedor. A bordo del “Pilcomayo”, el candidato triunfante llegó al muelle del Tigre. Poco después, el gobernador de la provincia ascendía la planchada. Pero, según era de esperarse, la reunión de los dos rivales resultó infructuosa.
Es cierto que cada uno ofreció generosamente desistir de su candidatura pero presentando opciones cuidadosamente seleccionadas para que su oponente las encontrara inaceptables. “La Tribuna” transcribió las últimas frases de este encuentro:
- “Pienso que nada útil tenemos que decirnos. ¡Ya no nos veremos más!", exclamó enfáticamente don Carlos. A lo que el “Zorro” respndió con su amabilidad proverbial:
- “¿Por qué doctor? Es usted demasiado cortés para no desear yo encontrarme otra vez con usted”.
Por la noche, desde los balcones de su residencia, Tejedor informó a sus partidarios del resultado negativo de la entrevista:
“Vosotros conoceis que el general Roca es un hombre chiquito, pero no sabéis que tiene desmedidas ambiciones”.
Gritos de, ¡a los cuarteles!, ¡a los cuarteles! recibieron esta afirmación.
“Si no nos hemos entendido, la culpa no es mía”, aseguraba Roca en carta publicada por los periódicos. “No soy un ambicioso vulgar -agrega- pero no estoy dispuesto a modificar las cosas mientras el Congreso no se haya constituido legalmente". Más adelante podría someter su candidatura al arbitraje de los notables de su partido.
“El Nacional” describe el agitado aspecto de la Capital:
“Buenos Aires presenta por la noche el aspecto de una ciudad sobre las armas.
“Los hombres, los miembros del Tiro, los voluntarios y, en fin, todas las fuerzas que obedecen al gobernador de la provincia, duermen acuarteladas.
“Anoche los que pasaban por la puerta de un Cuartel situado en una de las parroquias del centro, eran molestados por el centinela y si el transeunte no llevaba consigo su papeleta, era molestado y conducido al interior del Cuartel, donde permanecía un rato en calidad de infractor a la ley de enrolamiento”.
Sin embargo, el 28 de Mayo de 1880, Buenos Aires y el país entero hacen una tácita tregua en sus vindicaciones: acaba de llegar a la rada de la ciudad el vapor “Villarino”, que conduce, desde el Havre, los restos del Libertador San Martín. El pueblo entero se congrega en el muelle de Las Catalinas y acompaña hasta su última morada, la Catedral Metropolitana, los restos del héroe de los Andes.
“Sombra del Gran Capitán, exclama Avellaneda: vuestro último voto se encuentra cumplido.
“Descansáis en vuestra tierra. Levantaos para cubrirla...”.