Todo el poder a Baibiene. Muerte del senador Ramón Vidal
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El triunfo de Ñaembé se supo de inmediato en Goya. Eudoro Díaz de Vivar -secretario de Santiago Baibiene- y el doctor Agustín Pedro Justo, Auditor de Guerra, fueron los encargados de formular los primeros despachos telegráficos. Un chasque del gobernador llevaba a su novia -en esa vecindad-, Amalia Mohando, una esquela promisoria: “... pronto serás esposa de un General de la Nación”(1).
(1) Citado por Hernán Félix Gómez. “Ñaembé (Crónicas de la guerra de López Jordán y de la epidemia de 1871)” (1937), Buenos Aires.
En el ejército todo era bullicio. Las dianas se sucedían junto a las carpas de los valientes jefes del combate. Sosa era vivado con frenesí; Leyes, Alsina y Calvo -los caudillos de las caballerías- eran objeto de las más altas distinciones; al parque y la artillería tomados; siguieron en el inventario los efectos diversos, los carruajes de López Jordán y de Seguí, los papeles y hasta una imprenta.
- “Ella será -decía Baibiene- el instrumento de nuestra propaganda”.
Con la colaboración del doctor Juan Lagraña, el gobernante escribía el Parte de la victoria. No lo hacía con la sinceridad completa de los generales de profesión; político y aspirando a otros destinos -a los que sus virtudes hacíanlo acreedor- daba en la crónica de los sucesos honores que no correspondían.
- “No -decíale el teniente coronel (Julio A.) Roca-; V. E. no puede atribuir en el combate acción tan destacada al 7mo. de línea de mi comando; V. E. sabe que él se dispersó cediendo al horror del fuego y sabe fue el Goya quien rindió a los artilleros...”.
- “Es que las fuerzas de línea no pueden hacer mal papel en un ejército de milicias. Debe ir así, e irá”.
Y Baibiene lo consignó. El honor de la victoria del pequeño ejército -sobre otro doble en número y en recursos-, era tanta que podía cederse en parte a las fuerzas de la Nación. El presidente lo sabría y otros honores habrían de decretarse, que significasen valimento y prestigio. Y el futuro General -en ejercicio de su comando- hacía justicia, asignando grados en el campo de batalla.
La Ciudad de Goya, que el mismo día de la batalla hubo de rechazar el ataque de una partida de doscientos merodeadores, festejó con alguna reserva el triunfo. Su clase culta, selecta por su sociabilidad y por sus hábitos patriarcales, no abrió con unanimidad sus salones a la oficialidad del Ejército a la que pertenecían en buen número sus hijos.
Si los Baibiene, los Rolón, los Mohando, los Martínez y diez más, pertenecían a los círculos oficiales, buen número de su patriciado era federal. Don Evaristo López, hijo de Goya, gobernador derrocado por el coronel Baibiene, tenía en la ciudad del sur su hogar y larga parentela.
Los Muniagurria, los Gómez, los Fernández, los Díaz Colodrero -amigos políticos de López- no podían solidarizarse con una victoria sobre fuerzas en que revistaba el ex gobernante y, tildados de jordanistas, buscaron en el seno del hogar la paz que la lucha de pasiones les negaba.
Sobre esta circunstancia, mediaba otra de orden general: las noticias de Corrientes, donde la fiebre amarilla hacía estragos, agostando personalidades conocidas, amigos y parientes, ponía en los espíritus el sello de la reserva. Los padres, hermanos e hijos de los hogares de Corrientes -integrantes del ejército- requerían de Baibiene licencia para correr en socorro de los suyos y el gobernante fluctuaba entre deberes de orden diverso.
- “Es necesario, señores, esperar informes detallados. El ejército no puede marchar a la capital por la epidemia; tampoco puede disolverse sin orden del presidente. Menos caben las licencias sin los Informes que espero de Entre Ríos, y máxime cuando en su mayoría las familias correntinas han abandonado la capital.
“Cada uno debe averiguar la situación de la suya para -en su hora- visitarla directamente, eludiendo el foco de la epidemia”.
- Muerte del senador nacional Ramón Vidal
Legítimo el temor del gobernante, porque la Capital sufría las horas más agudas de la tragedia. La noticia del completo triunfo de Ñaembé apenas si tuvo celebración; un decreto del 28 de Enero, declaró feriado el día por el fausto acontecimiento y los cañones de la Punta de San Sebastián hicieron las salvas de ordenanza. Pero el pueblo no participó de la emoción del triunfo; a los hogares castigados por el flagelo se sumó la preocupación de la batalla.
- “¡Habría muerto el hijo, el hermano, el padre!”
¡Pobre reacción del espíritu en el horror de esos días! Uno de los grandes benefactores había enfermado. La nueva corrió como un reguero y se lloró desde la casa más linajuda al rancho más modesto. El doctor José Ramón Vidal -incansable servidor, sobre todo del desvalido y miserable- estaba en los primeros síntomas de la fiebre amarilla.
Agotado por la enorme tarea, su naturaleza -antes de hierro- era carne fácil a la garra de la epidemia.
Y se contaban sus sacrificios. Visitado por quien pensaba huir de la ciudad para que le explicase y recetara preventivamente, había sido sorprendido en la mesa. Pasó adelante el interesado -amigo de la casa- y recibió las explicaciones detalladas. Después debió escribir las recetas requeridas.
- “Doctor, Ud. se duerme”.
Sacudió Vidal su frente y reanudó lo escrito.
- “Doctor, se duerme...”.
Y al fin entregó la receta.
Es que, en enorme sacrificio, daba, a todos, sus días y sus noches. Para él nada, ni las horas de sol quemante, sobre las calles enarenadas en infierno.
Tras la noticia de la enfermedad, la de su muerte, La Esperanza -el diario dirigido en realidad por Luis Baibiene, otro benefactor que había de seguirlo en el deceso- consignó en editorial la trascendencia del suceso. Había dejado de ser un corazón fraterno que se daba al prójimo, el mejor soldado en la cruzada abierta contra la muerte(2).
(2) José Ramón Vidal asumió el cargo de Senador Nacional el 28 de Mayo de 1868 y permanecerá en él hasta su fallecimiento, el 1 de Febrero de 1871. La expiración de su mandato era el 30 de Abril de 1871. Es que Ramón Vidal completaba el período de Pedro Ferré (22 de Julio de 1862 - 30 de Abril de 1871), quien falleció en 1867. Lo sucederá en el cargo, el doctor Juan Eusebio Torrent.
La emigración recrudeció. Para las familias cuyos padres eran extranjeros, sin propiedades en la campaña, el lugar de refugio era un problema dificilísimo. Cuando en el primer correo -después de Ñaembé- recibió Juanita Ratti la imploración de que huyese de la ciudad doliente, la misma cuestión se planteó en su hogar.
Juan Ratti, severo en sus puntos de vista, no quería abandonar la capital; ahí estaba y ahí debía de quedar en cumplimiento de sus deberes de buen vecino. Pero su esposa y sus hijas eran otra cosa; ellas sí, debían buscar lejos, en horizontes más tranquilos, seguridad para los días más venturosos de lo porvenir.
Y como los pueblos más cercanos, como San Luis, se infectaban y como los del río, como Empedrado, no escapasen a la epidemia, buscóse más lejos, hacia arriba: el cauce del Alto Paraná era como una vía libre, e Itatí -el pueblo diez veces visitado- su lugar propicio.
El humilde caserío dominado por la Iglesia de la Pura y Limpia Concepción era un punto blanco en la pradera correntina del Noroeste. De calles rectas y solares amplios, conforme al damero en que fue replanteado por Ferré en 1825, ofrecía al observador aspectos curiosos de la sociabilidad provincial.
Antigua comunidad indígena disuelta por ley de ese año de 1825, habían sido atribuidas a los naturales sus tierras y enajenados los sobrantes a beneficio de las obras del templo, donde vecinos de los pueblos cercanos construyeron pequeñas residencias para una radicación temporaria.
Sólo se venía a Itatí para las fiestas solemnes de la Virgen milagrosa y, llegados en grupos de cientos, miles de peregrinos poblaban su floresta.
Inadaptables a un régimen individualista, los últimos indígenas habían desaparecido, pasando los solares de sus casuchas modestas, al dominio del reducido vecindario. Fuera por eso como un pueblo dormido, si la enorme tragedia paraguaya no hubiese puesto en el solar de la Pura v Limpia una nota curiosa de profundo amor humano.
En el último bienio de la guerra del Paraguay y en los días que siguieron a sus jornadas de agonía, centenares de huérfanos -sin pan, sin protección, librados a sus fuerzas insignificantes- buscaron en los poblados correntinos de la frontera, el calor que posibilita la existencia.
Extenuados por jornadas de hambre y de miseria, desde la costa paraguaya imploraban, y pescadores y leñadores traían a Itatí a los huérfanos para alimentarlos, vestirlos y educarlos como clientes de las viejas familias.
Otros declarábanse “esclavos” de la Virgen y vivían de la munificencia de las limosnas, trabajando para el acerbo de los bienes del culto.
Numerosa la población infantil de Itatí. Sus tardes tranquilas, cuando el sol se ocultaba incitando a la expansión, se poblaban de alegría. Era en la floresta, a miles en los árboles y a cientos en la tierra.
Y pájaros vistosos y cantores, y niños que al fin gozaban de los días serenos, rompían el silencio en las barrancas del río, en el cuadriculado de las calles y en las torres pesadas de la Iglesia reinando, sobre todo, para buscar después su refugio en las casonas calladas y generosas.
Allí fue la familia de Ratti. Una vieja amistad con los señores Méndez brindó refugio a las señoras y los días se sucedieron con la monotonía de la espera.
- Sacrificios y trastornos para la Administración Pública
A los sacrificios y trastornos de la guerra, se agregaron los horrores de una epidemia de fiebre amarilla desarrollada en la Capital y los Departamentos de San Luis, Bella Vista y San Roque, al mismo tiempo que Ricardo López Jordán invadía.
Según cálculos aproximados, pasaron de 2.500 las víctimas, entre ellas distinguidos médicos y ciudadanos y el gobernador delegado, presidente de la Legislatura, Pedro Igarzábal, patricio de nobles prendas, caído en su puesto luchando contra el flagelo.
Córdoba, San Juan, Rosario, Montevideo y el Gobierno Nacional auxiliaron con recursos a la sociedad correntina en aquellos días de luto y desolación. El período de Baibiene fue así de grandes contrariedades, que paralizaron el trabajo, perjudicaron el comercio, deprimieron la situación rentística, disminuyeron la población, trastornaron el movimiento normal de la máquina administrativa.
Y cuando la guerra y la peste cesaron, la ardorosa agitación de los partidos internos distrajo la actividad general y la gubernativa de las ocupaciones reparadoras, de suerte que no hubo tiempo para realizar grandes obras ni reformas.
“Si nada ha podido fundarse ni desarrollarse -decía Baibiene en su último Mensaje(3)- cábenos siquiera la gloria de haber atravesado la época calamitosa con serenidad y abnegación, salvando nuestras Instituciones de los elementos de barbarie que amenazaron destruirlas”.