Fiebre Amarilla en la Argentina
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Sostienen los Veronelli que
“... el deseo de proteger el comercio internacional, apoyado por poderosos intereses económicos, revalorizó la vieja teoría miasmática así como las ideas sobre las predisposiciones. Las observaciones realizadas por la comisión de científicos franceses durante la epidemia de fiebre amarilla en Barcelona ayudó a desacreditar el ´contagio vivo´, y fue realzado y difundido por quienes tenían interés en desacreditar las teoría microbianas...” (Juan Carlos Veronelli y Magalí Veronelli Correch, p. 205).
La figura del higienista Guillermo Rawson, que cobra especial dimensión en todo análisis histórico de la Argentina, manifestaba en sus Conferencias, en igual sintonía que el párrafo precedente
“... Las emanaciones miasmáticas aspiradas por el hombre se traducen, pues, en secreciones intestinales. La disentería, el cólera, la fiebre amarilla, el tifus sobre todo, no son otra cosas sino un estado de viciación de la sangre que se manifiesta por la secreción intestinal...” (Juan Carlos Veronelli y Magali Veronelli Correch, p. 205).
Por su parte, Eduardo Wilde, Profesor Titular de Medicina Legal y Toxicología de la Universidad de Buenos Aires y ministro del Poder Ejecutivo Nacional, sostenía que
“... Véase lo que sucede entre nosotros mismos respecto a importaciones epidémicas. Apenas tenemos noticias de que hay epidemia en el Brasil, por ejemplo, establecemos cuarentenas, y nos quedamos muy contentos con saber que han sido impuestas; las cuarentenas son -entre nosotros- preservativos enteramente ficticios; ellas son aplicadas principalmente a lo que quizás menos peligro ofrece”.
// “Fijémonos en lo siguiente: son y tienen que ser materiales, por lo tanto transportables en cosas materiales y mucho mejor en todas aquéllas que, por su naturaleza, puedan encerrarlos y conservarlos, como son las frazadas, la ropa, los tejidos de toda especie, en fin”.
// “Supongamos, por otra parte, un individuo que sale de un pueblo donde hay fiebre amarilla. Lo ha recogido en todo su cuerpo, en todo su bagaje, en sus vestidos, y hasta en su barba y cabellos”.
// “Llegado a nuestro puerto, sufre la cuarentena él y su equipaje: él, que, si no está enfermo no puede enfermar a otros; él, que ha recibido el viento del mar que barre las miasmas; mientras que su equipaje viene encerrado con las miasmas que recogió, que son materiales transportables e importables.
“El bagaje queda empaquetado durante la travesía y durante la cuarentena y solamente se pone en contacto con la población sana y predispuesta para absorber miasmas, en el momento en que el pasajero desembarca y abre sus maletas. En nuestros lazaretos no se aerea ni se lava la ropa”.
// “La cuarentena es, pues, hecha de esta manera, una precaución ficticia y ridícula; pero la población se queda muy contenta con esa prescripción y se cree preservada. Después de tales reflexiones nos preguntamos, ¿vale la pena de hacer tan ingentes gastos para obtener un beneficio tan falaz?”
// “Con semejantes dificultades se tropieza en todas partes, al aplicar los principios de la higiene: hacer una ciudad higiénica cuesta muchísimo; hacer una comarca higiénica es casi imposible. Pero las poblaciones no pueden cruzarse de brazos. Algo han de emprender, siquiera para mostrar su actividad y sus aspiraciones...” (Eduardo Wilde, pp. 15-16).
Las investigaciones de Penna en la Argentina (al igual que Finlay en Cuba y Saranelli en Uruguay) surgieron porque la fiebre amarilla afectaba al comercio internacional y en su solución estaban interesados tanto los países exportadores de materia prima y productos alimenticios, como los países importadores (J. C. García, p. 80).
La trágica irrupción de la fiebre amarilla en 1871, no fue la primera epidemia que azotó a la Ciudad de Buenos Aires: hubo casos mortales en 1858, en 1860 e, inclusive, la de 1870 mató a doscientas personas (Antonio Bellora, p. 32).
Efectivamente, en la epidemia que duró de Marzo a Mayo de 1858, sobre una población local de 120.000 personas, ocurrieron 250 casos, de los cuales 150 fallecieron (Carlos Fonso Gandolfo y Humberto R. Rugiero, p. 877).
Inclusive, en virtud de buques procedentes del Brasil, se dispuso una cuarentena a los mismos frente al puerto de Rosario en 1858, por un “amago de fiebre amarilla”, que incluyó guardia sanitaria y piquete de vigilancia en tierra. Sin embargo -sostienen Leiva y colaboradores- que “... en los documentos de la época no hay constancia de enfermos en la ciudad del sur, ni de peligro de contagio en la Ciudad de Santa Fe...” (Leiva, p. 80).
¿Cómo repercutió en la Argentina esta epidemia, en tiempos en que funcionaba solamente el Consejo de Higiene Pública de Buenos Aires y todavía no existía una autoridad central nacional?
Buenos Aires, en los inicios de 1871, carecía de higiene, con una panorama desalentador al decir de Rawson:
“... el uso de la basura -desechos de las casas, materias vegetales y animales- para rellenar y nivelar algunas calles, que fermentaban, ´escapaban por las capas porosas de la superficie, y ... mezclándose con el aire que iba a ser respirado por los habitantes, constituía una fuente inagotable de veneno para la atmósfera”. La teoría de los miasmas todavía no había muerto.
// Por otra parte, “tanto el agua para beber como para los más diversos servicios domésticos, provenía de tres fuentes: la rica agua de lluvia, conservada en aljibes o cisternas impermeables y el resto de la población tomaba el agua de pozo y el agua de río, que se vendía por las calles y, por lo general, se extraía de las costas del Río de la Plata, más próximos a la ciudad y, ciertamente, contaminadas por la población fluvial del puerto y por las materias animales líquidas procedentes de los mataderos establecidos en las riberas del Riachuelo...” (Federico Pérgola, pp. 36-37).
Recién en 1870 se dictó la ley que creaba la Administración de las aguas corrientes, alcantarillado y la pavimentación. En Abril de ese año, el Gobierno Nacional distribuía el “Reglamento de Policía Marítima”, que había sido elaborado por el Consejo de Higiene de Buenos Aires, al tener noticias de la epidemia brasileña. Todo el Litoral argentino, en 1871, sufrió el flagelo de la fiebre amarilla.
Cual si una fatalidad persiguiera su Gobierno, ese mismo año, a principios de Febrero de 1871, se producían en Buenos Aires los primeros casos de epidemia de fiebre amarilla que durante dos meses azotará al Paraguay y a Corrientes.
“Gradualmente, desde mediados de Marzo, el cuadro fue cobrando cada vez tintes más sombríos. El éxodo se hizo general cuando se comprobó que la fiebre no se alejaba de la costa, quedando indemnes las regiones mediterráneas. Como en un gran cuerpo herido que va perdiendo por partes el calor vital, en la ciudad enferma, uno por uno, los órganos activos rehusaban el servicio.
“Después de los sospechosos saladeros, que de orden superior interrumpieron sus faenas, fueron cerrando sus puertas, por falta de elementos, las principales fábricas. Siguiendo a las industrias, se paralizaron las instituciones.
“En Abril habían dejado de funcionar sucesivamente las escuelas y colegios, los bancos, la bolsa, los teatros, los tribunales, la aduana”... “en Abril, las defunciones alcanzaron el 14 % de la población y ésta, más que diezmada, había dejado de contar sus desaparecidos.
“Ya no eran coches fúnebres los que faltaban y tenían que suplirse con carros abiertos, sin carreros que aceptasen la espantosa tarea. Intereses, deberes, vínculos sociales y acaso carnales, todo se había destemplado y relajado en ese general menoscabo de la vida...
“Por centenares sucumbían los enfermos, sin médico en su dolencia, sin sacerdote en su agonía, sin plegaria en su féretro” (Paul Groussac).
“Los médicos recomiendan a la población salir al campo para evitar el contagio. Sarmiento da el ejemplo durmiendo en Mercedes y viniendo casi todos los días a la ciudad” (Alberto Palcos).
En Buenos Aires, las acomodadas familias porteñas, buscaban refugio en el Interior, a las que se sumaba el presidente Sarmiento y su comitiva (Omar López Mato, p. 193). La ciudad, que contaba con 190.000 habitantes, quedó reducida a menos de 45.000 (Omar López Mato, p. 195).
Adrogué fue el caso testigo del “nuevo conglomerado urbano”, que se constituyó (a raíz del pánico a la enfermedad) en los campos de Esteban Adrogué, al sur de Lomas de Zamora (Daniel J. Cranwell, pp. 67 y 71).
Robert Crawford, ingeniero inglés de trabajo en la ciudad por esos días sostenía que:
“... No comprendían que la causa del terrible flagelo, ajena al emplazamiento de Buenos Aires, era consecuencia del descuido de sus habitantes, pues a raíz de haberse acumulado durante años la inmundicia y la basura -y de no haberse tomado las más elementales precauciones sanitarias- surgió una Némesis dispuesta a castigarlos.
“Tampoco comprendía en ese entonces que lo único necesario par devolver a la ciudad esas condiciones que le valieron el nombre con que se fundó consistía en dotarla de un suministro de agua suficiente y de un sistema de saneamiento adecuado...” (Robert Crawford, pp. 159-160).
La ciudad quedó en manos de una comisión de ciudadanos (Comisión Popular de Salubridad Pública). Crawford nuevamente nos dice que
“... Hay que dejar constancia de que, a pesar del pánico difundido y general para el cual había sobrado motivo, cierto número de destacados ciudadanos integraron una comisión, cuya finalidad fue vigilar la seguridad pública y ayudar a combatir a ese enemigo invisible pero borroso que causaba estragos entre ellos.
“Nativos o naturalizados, honraron a su país y se hicieron dignos de admiración, pues algunos de los hombres más nobles de que podía vanagloriarse Buenos Aires murieron en sus puestos, cumpliendo la misión que se habían impuesto a sí mismos, como verdaderos héroes de la más alta jerarquía...” (Robert Crawford, p. 160).
Desde ese Febrero de 1871, los primeros casos fueron apareciendo en los barrios bajos de la ciudad, en conventillos donde viven inmigrantes. “Los tanos son culpables” se convierte en mito.
Más grave aún, se intentó construir un cordón sanitario que fue inútil. No sólo se mantenía la “reclusión en los conventillos”, sino que la epidemia diezmó a la población negra de Buenos Aires. Dice Martín Borja -citado po Silvana N. Folgueral- que:
“... la fiebre amarilla no discriminaba por el color de la piel, pero el ejército sí lo hacía. Por eso fue el encargado de rodear a los morenos en sus barrios y no se les permitió la huída hacia otras zonas. Los negros quedaron presos, otra vez esclavos, y allí murieron masivamente, siendo luego sepultados en fosas comunes...” (Silvana Nélida Folgueral,p. 20).
Debe destacarse el accionar de médicos de la jerarquía del vasco Toribio Ayerza o del célebre Guillermo Rawson quienes, pese a vivir en la seguridad de Flores, diariamente concurrían en ferrocarril a la ciudad de Buenos Aires a brindar su caridad médica (Daniel J. Cranwell, pp. 22-23 y 29). [Cayeron inmolados por la fiebre amarilla, entre otros, los siguientes profesionales: De la Peña, Bosch, Muñiz, French, Roque Pérez, Señorans, Argerich, Zapiola, Lucena; citados por Bellora, en: Antonio Bellora, p. 33]; así como Eduardo Wilde, Leopoldo Montes de Oca, Tomás Perón, Pedro Mattos, Santiago Larrosa, Juan Angel Golfarini, Luis María Drago (Antonio Bellora, p.33).
Del Brasil llegó una expedición de socorros integrada por médicos. Sin ser parte de la delegación y a disposición del gobernador Carlos Tejedor, también llegó a Buenos Aires (a expensas del ministro, general Wenceslao Paunero) el doctor Herrera Vegas.
Formado en las universidades de París y Caracas, al par de brindar brillantes servicios también, renunció al cobro de honorarios y del seguro en caso de fallecimiento que le correspondía y que además, le fueron ofrecidos.
Lo importante es destacar que este galeno brasileño (que finalmente se afincaría en la Argentina, revalidando su título en la Facultad de Medicina porteña y llegando a ser miembro de las Academias de Ciencias Exactas y de Medicina), entendió que la enfermedad surgía de la picadura de algún insecto, mucho tiempo antes de que se supiera el papel de los mosquitos.
Hay escenas memorables: feriado prolongado, clausura de escuelas, teatros, templos, oficinas públicas: “... Como dato ilustrativo de la paralización comercial, agregaremos que el 11 de Abril en la Aduana ingresaron cuarenta pesos fuertes solamente...” (Luis Cánepa, p. 150).
Muzzio (Leandro Ruiz Moreno, p. 330), en su Diccionario Histórico Biográfico de la República Argentina, describe la terrible impresión auditiva común de la época:
“... En el período álgido de la epidemia era lúgubre y aterrante el aspecto de la ciudad y, en los barrios donde se hacía sentir caían familias enteras al soplo de aquel veneno exterminador. Los ataúdes se sacaban a las puertas de las calles y se apilaban de tres en tres para esperar los carros conductores a los cementerios.
“Desde las cuatro de la tarde, las casas de familia y los negocios comenzaban a cerrarse, y los vecinos ya no transitaban por las calles, dándole así a la población el aspecto verdadero de una ciudad infectada; sentíase sólo el rodar de los carros fúnebres y el grito desapacible y tétrico de los conductores...”.
Al computarse las víctimas, las cifras conmueven (Omar López Mato, p. 197):
* 14.000 muertes;
* 5.965.831 pesos invertidos por el Gobierno Nacional en estos meses de zozobra;
* 12 médicos, 2 practicantes (estudiantes de medicina) y 5 farmacéuticos, 22 miembros de la Comisión Popular entregaron sus vidas.
De los 13.614 fallecidos que tuvo Buenos Aires, es interesante destacar que sólo 3.397 eran argentinos, mientras los restantes eran inmigrantes extranjeros, de los cuales 6.201 muertos eran de nacionalidad italiana (Leandro Ruiz Moreno, p. 316).
Ruiz Moreno, refiriéndose a las secuelas de la epidemia sostiene que (Leandro Ruiz Moreno, p. 339):
“... trajo un cortejo inmediato de acciones delictuosas, abusos, vicios, negociados, y aquellos que se habían podido salvar, una vez desaparecido el fantasma de la peste, dieron la impresión de los pueblos que han conocido los horrores de la guerra y saben de pronto la noticia de la capitulación inesperada del adversario, hecho que se traduce en ellos en alegría, y luego desenfreno.
“Pero estas consecuencias son las que asumen el carácter de inmediatas, como lo fueron la fiebre pleitista, los testamentos ventajosos, los regalos de los moribundos, algunos que se enriquecieron de golpe, muchos que quedaron sumidos en la miseria. Pero no aquéllas que tienen sus raíces hondas y sirven para señalar una etapa en la vida del pueblo, un resurgimiento, un encumbramiento o una caída...”.
La fiebre amarilla fue el “disparador o detonante” de un nuevo proceso sanitario en Buenos Aires y que alcanzará a todo el país: prevención de epidemias, aislamiento de los enfermos contagiosos y desarrollo de obras públicas de infraestructuras sanitarias (desagües, alcantarillas y cloacas, a lo que se agregó el desalojo de los saladeros (Silvana Nélida Folgueral, p. 21).
BIBLIOGRAFIA
* Juan Carlos Veronelli y Magalí Veronelli Correch. Los orígenes institucionales de la Salud Pública en la Argentina (2004). Ed. OPS/OMS, Buenos Aires.
* Eduardo Wilde. Curso de Higiene Pública (1885), 2da. edición. Imprenta y Librería de Mayo, Buenos Aires.
* J. C. García. Pensamiento social en Salud en América Latina. Ed. Interamericana McGraw-Hill y OPS, 1994.
* Antonio Bellora. La Salud Pública (1972). Ed. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires.
* Carlos Fonso Gandolfo y Humberto R. Rugiero. Fiebre Amarilla (1937), en: Enfermedades Infecciosas, tomo II. Ed. Talleres de Aniceto López, Buenos Aires.
* Leiva et. al. - Orígenes de la Medicina en Santa Fe (1993). Edición del Colegio de Médicos de la Primera Circunscripción, provincia de Santa Fe, Santa Fe.
* Federico Pérgola. Historia de la Salud Social en la Argentina (2004). Ed. Superintendencia de Servicios de Salud / Ministerio de Salud de la Nación, Buenos Aires.
* Omar López Mato. La Patria Enferma (2010). Ed. Sudamericana, Buenos Aires.
* Paul Groussac. Los que pasaban (1919). Ed. Jesús Menéndez, Buenos Aires. // Citado por Gustavo Gabriel Levene. Nueva Historia Argentina (Presidentes Argentinos) (1975). Ediciones Argentinas S. R. L., Buenos Aires.
* Alberto Palcos. Sarmiento (1962), cuarta edición. Ed. Emecé, Buenos Aires. // Citado por Gustavo Gabriel Levene. Nueva Historia Argentina (Presidentes Argentinos) (1975). Ediciones Argentinas S. R. L., Buenos Aires.
* Daniel J. Cranwell. Nuestros Grandes Médicos (1937). Editorial “El Ateneo”, Buenos Aires.
* Robert Crawford. Nemesis, en: Jorge Fondebrider -compilador- La Buenos Aires ajena (Testimonios de extranjeros de 1536 hasta hoy) (2001). Ed. Emecé, Buenos Aires.
* Silvana Nélida Folgueral. La gran epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires (2006), en: Médicos et Medicinas en la Historia, Volumen IV, Nro. 17.
* Luis Cánepa. El Buenos Aires de Antaño (1936). Ed. Talleres Gráficos Linari & Cía., Buenos Aires.
* Leandro Ruiz Moreno. La Peste Histórica de 1871. Fiebre Amarilla en Buenos Aires y Corrientes. Ed. Nueva Impresora, Paraná.
// Citado por Alvaro Monzón Wyngaard. Poder y Epidemia de Fiebre Amarilla (Estudio de Caso: Corrientes) (2014), Corrientes.