El “porteñismo”. Los “capataces”. El “veneno” artiguista
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La vida de Ferré se deslizaba oscuramente en la colonia. Su juventud era un óbice para que pudiera empezar la “carrera de los honores” -cabildante- que era patrimonio de los hombres maduros. Su temperamento activo lo alejaba del milicianismo profesional -refugio de haraganes y violentos- y su condición de criollo lo excluía del funcionarismo(1).
(1) Citado por Justo Díaz de Vivar. “Las Luchas por el Federalismo (Pedro Ferré, Don Juan Manuel...)” (1935). Ed. Viau y Zona, Buenos Aires.
Tal vez esas ambiciones no lo perturbaban ni tampoco la tonsura, lujo de las familias muy pudientes; posiblemente no aspiraba entonces sino a ser un buen carpintero de ribera -lo fue- como su padre y fundar su hogar donde vegetaría oscuramente como todos sus coterráneos.
No soñaba con la tormenta que se preparaba y que un día estalló, en Mayo de 1810, en Buenos Aires. Conviene detenerse un poco a pensar lo que debió ocurrir en la tranquila y rutinaria Corrientes ante el inesperado y extraordinario acontecimiento. Desde la época de los comuneros nada que pudiera conmover el alma colectiva había pasado.
Y aún entonces, lo que la movió y agitó fue algo que tenía mucho de interés local; la lucha de los lesionados moradores de la Villa, encabezados por su gran burguesía, contra la absorción que en su economía producía el enorme pulpo: la Compañía de Jesús.
Posiblemente se enlazó con el movimiento comunero del Paraguay, porque esto ofrecía la única posibilidad de éxito contra la positiva influencia que “los buenos Padres” tenían con los funcionarios reales del virreinato y, allende el mar, con la Corte de Madrid.
Con todo ello, el movimiento comunero de Corrientes de 1764 fue una insurrección, por lo menos por las ideas que allí nacieron, pues el cabildo abierto que la personificó sostuvo que “el vecindario tiene derecho a nombrar autoridades” (se refería a las que entonces eran de origen real); y el maese de campo José González pronunció esta frase subversiva, verdadera trastornadora de los sagrados principios fundados en lo divino y en lo humano, que eran inconcuso en lo político en la época, frase que no se atrevieron a pensar y menos a decir los cabildantes de Mayo de 1810 en Buenos Aires: “Defenderemos nuestra patria y sabremos defenderla aunque sea contra el rey”.
Pero desde que el aventurero irlandés Morphi, al servicio de la autoridad central, ahogó en sangre la rebelión, la quietud volvió la aldea, aminorados ya los jesuitas aún antes de su expulsión y reivindicados en algo de sus pretensiones (las económicas), los vecinos.
Desde entonces nada alteró la vida parsimoniosa de la ciudad. Y ahora, Mayo de 1810, se producía este extraño y perturbador acontecimiento: el virrey depuesto y reemplazado; y ¿por quién? Por una Junta de “criollos”.
El golpe debió producir estupor y, con ello, indecisión y desorientación. Y todo esto tan súbitamente, sin que se hubiera oído un sordo trueno que lo precediera; sin que las graves epístolas de los correos anteriores hicieran presagiar nada.
Y el Cabildo estaba conminado a reconocer la nueva autoridad y a nombrar un diputado para contribuir a organizar el nuevo Gobierno. ¿Qué no habrá pasado por la cabeza de esos pobres cabildantes correntinos? Un nuevo Gobierno, un nuevo orden de cosas. ¿Y el rey “nuestro señor”?
Cierto es que la flamante Junta y el futuro Congreso proyectado obrarían en su nombre y representación pero, ¿por qué, y cómo, y hasta cuándo?
No era nuevo, sin embargo, un hecho tan extraordinario y que volvía a conspirar contra la obediencia pasiva, tan agradable y tan cómoda, que no traía ningún conflicto de conciencia. ¿Acaso un cabildo abierto no había depuesto ya a otro virrey? Y tal medida, verdaderamente subversiva, no fue aprobada por el rey o quien en su nombre mandara, con beneplácito de todos?
Sí, pero entonces a un funcionario español sucedió otro que, aunque no lo fuera de origen, lo era en el hecho: y ahora eran “criollos”, que hacían “Juntas, como las de España”.
No; esto era otra cosa.
Todo este cúmulo de pensamientos se revela en la reticente respuesta del Cabildo que, si bien reconoce el hecho consumado, lo condiciona a la salvaguardia de “las Américas” para la Corona.
Y vendrá después el cavilar, el debatirse en la ignorancia de los hechos y de los propósitos de las nuevas autoridades, de lo íntimo y oculto que podría haber tras el inocente pensamiento confesado, tan agradable como era sólo esa pacífica correspondencia sobre debate de jurisdicciones, sobre la reglamentación de las procesiones o ¡sobre los bastimentos de la ciudad!
Pero la insubordinación había entrado en los espíritus y ya no habría quietud; ya el ‘‘criollismo’’ hará su aparición en la escena y los sarracenos pronto formarán campamento aparte.
¡Pobres sarracenos, que después de un débil chispazo cuando las expediciones restauradoras paraguayas sólo servirán para soportar los destierros y las contribuciones forzosas!
A esta rebeldía espiritual caótica, sucedió la material, también caótica.
Corrientes, mientras sólo manejaba su libertad comunal -con sufragio restringido- andaba bien; para ello estaba educada y era apta; lo demás quedaba a cargo del tutor: el Poder Central.
Y ahora, súbitamente, se encontraba dueña de su destino, tenía que poner algo activo en la colaboración a que era invitada para el Gobierno General.
Azorado, agobiado por el peso de su responsabilidad, el primer diputado al Congreso General pide instrucciones, directivas generales sobre lo que debía hacer para interpretar el pensamiento de su comitentes. No se las dieron.
¿Qué iban a dárselas si ellos mismos no sabían lo que iban a hacer? ¿Es que estaban habilitados para ello? ¿Había triunfado alguna causa de que fueran soldados espirituales? No. Que hiciera lo que estimara conveniente.
¡Pobres avecillas, obligadas a volar y aún no tienen alas!
Y así fue. Se vivió en la indecisión, en la duda, a la deriva. La característica de Corrientes en el nuevo orden de cosas -hasta cerca de once años- es su impersonalidad. Todo ese período, hasta 1821, fue cosa inerte, sin impulso propio.
No podía ser de otra manera; nada se improvisa. ¿De dónde iba a sacar criterios sobre formas de gobierno, sobre sistemas, si nunca había practicado nada, si no tenía otra cosa que su tradición comunal, si carecía de una cultura creadora, que gesta los inquietos, los teóricos y despierta las aspiraciones?
Recién en 1821 resurgió de su desmedro -había caído a ser una simple expresión geográfica- para ser ya una entidad moral, recuperando su personalidad que en un momento pareció borrarse.
Tratemos de seguir el proceso que hizo de Corrientes nuevamente una unidad con vida propia, reivindicando su posición perdida y de ver cómo de su caos, de su delicuescencia, sale su expresión tangible, vigorosa, concreta.
El primer contacto que tuvo la futura provincia con el “exterior” fue la expedición de Manuel Belgrano que iba al Paraguay a auxiliar a supuestos patriotas “oprimidos por el poder español”, como decía la muletilla entonces en boga(2).
(2) La revolución americana que concluyó con el separatismo y la creación de nuevas nacionalidades fue -al comienzo- una guerra civil, de causas menos románticas o ideológicas que las que se propalan por nuestros pretenciosos escritores; y en su génesis influyeron varios factores, unos en mayor proporción que otros, pero condicionados todos por la ola de fondo que venía desde la revolución de las colonias inglesas de Norteamérica, enormemente agrandada por el estado de conmoción que la Revolución Francesa produjo en Europa. No nos proponemos, naturalmente, estudiar el asunto, ni éste sería el lugar indicado para ello, pero es necesario hacer algunas consideraciones -intrascendentes pero convenientes- para puntualizar algunas verdades, puede que conocidas pero, en todo caso, a menudo olvidadas. La “barbarie” y la “opresión española” no existían en América, por lo menos como circunstancia especial a España. Había barbarie -en el sentido de incultura- en todo el siglo XVIII por lo que respecta a la instrucción de las masas, si se le compara con los que le siguieron, pero no sólo en España, sino en toda Europa. El analfabetismo de las clases inferiores españolas no se diferenciaba del de las inglesas, francesas o alemanas, así como la cultura de las capas superiores también se desarrollaba en la misma forma, aunque tal vez con directivas diferentes, propias de cada país y de cada raza. Al hablar de la “barbarie española”, los que la mencionan de acuerdo con el esquema sarmientista, parecen dar a entender tácitamente que en los demás países había una universidad en cada aldea o poco menos. No dicen o no saben lo restringido que era en todas partes lo que hoy llamamos “instrucción primaria” que, en lo más adelantado de Europa sólo se daba rudimentariamente en escasas escuelas comunales o conventuales, a les destinados a la Iglesia o a los hijos de familias pudientes que podían darse ese “lujo” que, como tal, era considerada por las clases rurales y el proletariado de ciudades y villas. España dio a América todo lo que se dio a sí misma en materia de cultura, sólo que la vasta extensión territorial de sus posesiones le impidió hacerlo con la intensidad -en el sentido de cantidad- que hubiera sido de desear. No podía pues dar más. Pero ¿qué más dio Inglaterra a sus colonias de Norteamérica? Dio mucho menos, pues quisiéramos saber dónde hubo allí una universidad, no ya de Chuquisaca, pero siquiera de Córdoba. Tampoco había “opresión española” en el sentido de un estado de fuerza dominando un país rebelde. Jamás España tuvo lo que hoy llamaríamos ejército de ocupación. Su dominación se asentaba sobre bases espirituales; el rey “nuestro señor”, era amo y señor aceptado, sin resistencia íntima, sin rebeldías. Estos son hechos, no teorías. // Citado por Justo Díaz de Vivar. “Las Luchas por el Federalismo (Pedro Ferré, Don Juan Manuel...)” (1935). Ed. Viau y Zona, Buenos Aires.
Belgrano cruzó la provincia encontrando auxiliadores en todas partes y en todas las clases sociales. Es interesante constatar un hecho; en todo el país argentino, el pueblo, la masa anónima, analfabeta, tenía en ese momento un positivo sentido de autodeterminación.
Sería carne de cañón, sea, pero lo sería acompañando una enseña moral que él ha elegido con ese certero y oscuro sentido que posee y que sirve para compensar el terrible “handicap” con que lo recargan la ignorancia y las pasiones violentas de su primitividad.
Estaría al lado de sus “paisanos”; de los que él veía vestir, hablar y sentir como él; de los que eran “jinetazos” y decían vos en lugar de tú.
Aquí no se vio -como en Perú y Venezuela- combatientes de completa indiferencia por la causa por la que luchaban, sirviendo alternativamente a una u otra. En el Perú, las filas realistas eran llenadas por la gleba hija del país; los regimientos peninsulares fueron escasos y tardíamente llegados; la recluta local era la que proveía la masa de las tropas.
En Venezuela, los “llaneros” se iban en recuas con José Tomás Boves o con José Antonio Páez; con “el rey” o con “la patria”, indiferentemente; se diría que sólo los llevaba a las filas el amor al pillaje o la haraganería del campamento.
No parecía haber en el motivo de su alzamiento lo que llamaríamos una idea central, que el del paisanaje argentino contiene: “la patria”; que siente intensa, oscuramente, aunque sólo sepa definirla con ese gesto mudo con que el héroe anónimo, moribundo, contesta al jefe español que lo interpela sobre esa posición espiritual subjetiva, en “La Guerra Gaucha”, de Leopoldo Lugones.
El pueblo -“el soldado desconocido”- para emplear la frase en moda, dio aquí su abnegado y desinteresado esfuerzo a la patria, y sólo a ella. Sus Ejércitos acrecían con voluntarios en el trayecto de sus campañas; daba su pleno concurso a las partidas volantes. En cambio, los que pretendía levantar la reacción (caso de Santiago de Liniers), se disolvían por la deserción.
Esa era también la “realidad” de los gauchos correntinos. Por ellos pudo atravesar Belgrano, con su impedimenta, esos desiertos fangosos e hirsutos. También la ciudad lo ayudó. Le entregó su pobre arsenal; sus compañías de caballería e infantería; sus bastimentos; su dinero.
En un solo pedido -dice Mantilla- se le remitió 4.000 pesos plata y hay que pensar en lo que eso significaba para una economía pobre como la de entonces. Es conmovedor leer el relato de las ofertas de las pobres alhajas para “la patria” de las señoras y niñas.
¿Y qué resultó de este primer contacto con los hombres del nuevo Gobierno? Algo desconcertante, que debió tener gran influencia en el futuro. Corrientes quedó inerme e indefensa al retirarse el Ejército expedicionario pues su armamento -desde el de su pequeño arsenal- hasta las armas de fuego de propiedad privada, se fueron con Belgrano y éste no dejó en su reemplazo y en medidas de defensa -así como en otros particulares- sino promesas, que naturalmente no fueron cumplidas.
No puede reprocharse a la Junta de Buenos Aires esta conducta; no era que no quisiera, era que no podía y que atenciones más perentorias reclamaban su actividad y sus recursos. Pero no es menos cierto que la impresión de tal abandono debió crear en los correntinos la idea de que en la tormenta sólo debían fiar en sus propias fuerzas para defenderse.
Al concluir la dominación española, Corrientes era no sólo una unidad geográfica, sino espiritual, que ya en algunas circunstancias había producido pruebas bien claras de ello. Su Cabildo había sido uno de los de poderes más extendidos, avanzando en sus disposiciones hasta en cosas que en otras partes eran de jurisdicción real; la unidad de su retaguardia estaba acentuada hasta por la característica especial idiomática del uso del guaraní como lenguaje común.
En diversas oportunidades había resaltado durante la colonia su existencia como comunidad organizada de acentuado contenido espiritual.
Los sucesos de Mayo sorprendieron a su Cabildo por lo insólito e inesperado de los hechos, produciendo una sensación de estupor que no cesó con el nombramiento de su diputado a la Junta.
En este estado de desconcierto y, por consiguiente, de indecisión, el Cabildo correntino adoptó la solución que parecía más acertada: el reconocimiento de la Junta de Buenos Aires a la que se incorporaría su diputado; pero los sucesos desarrollados con motivo de la expedición de Belgrano, así como sus inmediatas consecuencias, mostraron a los correntinos la necesidad de fortalecer su propia unidad regional, sin veleidades separatistas que hubieran sido absurdas y sólo como seguridad para su propia defensa.
Muy bello y sensato el concepto de que una autoridad central mantuviera la cohesión de las Provincias Unidas, pero los hechos demostraban que era quimérico contar con su protección y, ante todo, había que vivir.
Las circunstancias no eran ya las de antes; Corrientes era ahora una ciudad de frontera, una marca, como se decía en el medioevo; era enemigo el Paraguay, que se había segregado y era fuerte -lo acababa de demostrar derrotando a Belgrano- y había también que contar con la rapacidad lusitana nunca dormida.
Y así, por necesidad material de vida, debió afirmarse con más fuerza el concepto de unidad provincial, oscuramente al principio, que tardó once años en tomar forma efectiva pero que, una vez establecida, vivió con gran vigor.
Los pensamientos orgánicos que tardan en concretarse pero que tienen una raíz profunda, un basamento cimentado en positivas necesidades o maneras de ser de una colectividad solidaria, una vez cristalizados, son de una perennidad tan grande como permanentes sean aquéllas; su gestación puede ser más o menos larga, pero se traducen al fin en hechos.
Para poder seguir analizando el desenvolvimiento de la unidad que sería núcleo de la futura provincia, es conveniente considerar lo que ocurría en Buenos Aires en este comienzo de Gobierno autónomo encabezado por la Junta de Mayo.
Y hay que dar a los sucesos de estos primeros días de la emancipación política de los pueblos del Virreinato toda la importancia que ellos tienen, pues son en realidad el prólogo de la sangrienta guerra civil que -atenuada a veces, exacerbada otras y aun con apariencias pacíficas, pero siempre latente- sólo terminaría en su primera faz en 1853 y, por fin, definitivamente, en 1880.
Establecida la Primera Junta, al mismo tiempo que empezaba el Gobierno autónomo, se planteaba también la cuestión de cómo se había de organizarlo; y aparecían por un lado las pretensiones de la burguesía porteña que, por una singular reversión de criterio, al mismo tiempo que sostenía el derecho de igualdad política de “todos los pueblos del Virreinato”, se creía heredera directa de los antiguos privilegios de los peninsulares -civis romanus sum-; y las de los otros componentes del Virreinato, con individualidades propias, que sacaban del mismo principio otra consecuencia más lógica: la de su coparticipación en el Gobierno que debía regir comunes intereses, pensamiento que los civis romanus consideraban atrevido, absurdo, insolente.
La lucha iba a comenzar entre porteños y “federales”. Así es como hay que llamarla con propiedad; lo de “unitarios” vino después, ya que había que disfrazar con una vestimenta doctrinaria la pretensión localista
Por singular que parezca el hecho, el campeón del “porteñismo” en la Junta de Mayo fue el doctor Mariano Moreno. Y esto es singular y extraordinario, por cuanto el fogoso Secretario de la Corporación era el único de sus componentes que en sus escritos sostuviera -con el calor y la vehemencia propias de su temperamento- los derechos de “los pueblos’’, que sólo en conjunto y por acuerdo de todas sus voluntades podían organizar un Gobierno y establecer sus formas institucionales.
También Moreno era doctrinariamente federalista, por cuanto decía en los mismos: “este sistema es quizá el mejor que se haya discurrido entre los hombres”. Pero el doctor Mariano Moreno era un hombre contradictorio. Carecía de firmeza de convicciones; cuando su doctrina y su interés se oponían recíprocamente, sacrificaba invariablemente a la primera.
También la sacrificaba cuando sus pasiones -que por su temperamento eran tan intensas- entraban en juego. Carecía de la capacidad de vencerse a sí mismo, rarísima condición pero sin la cual no hay verdadera grandeza moral; y no sabía ni frenar ni disciplinar su ambición para acordarla con sus convicciones.
Así comenzó su vida pública en la prerevolución, como alzaguista, a pesar de su liberalismo y de su criollismo, cuando Liniers, aunque contra su voluntad, simbolizaba a éste. Seguramente su innato sentimiento de justicia y hasta su condición de nativo americano le creaban convicciones contrarias al mantenimiento del privilegio de los peninsulares y, no obstante esto, fue en esos momentos españolista(3).
(3) Ver “Santiago de Liniers”, de Paul Grousac. // Citado por Justo Díaz de Vivar. “Las Luchas por el Federalismo (Pedro Ferré, Don Juan Manuel...)” (1935). Ed. Viau y Zona, Buenos Aires.
Traducía y a la vez expurgaba a Jean Jacques Rousseau, siendo al mismo tiempo partidario del Ser Supremo a la manera del ginebrino y de la Santa Iglesia Romana.
De la misma manera -en 1810- reconociendo en sus escritos -sin ambages ni reticencias- el derecho de todos los pueblos del Virreinato a concurrir a la formación del nuevo Gobierno que sucediese al del virrey y como miembro de la Junta invitara -bajo su firma- a los Cabildos a enviar a sus diputados para el expresado objeto, en la práctica, una vez llegados éstos, se oponía resueltamente a su incorporación a ella, única manera efectiva sin embargo de que pudieran tomar parte en el Gobierno.
Porque, en resumen, lo que quería el alabadisísimo o intangible doctor Mariano Moreno era en el hecho, en contra de la propia doctrina de sus escritos, que los demás “pueblos” -que lo eran tanto como el de Buenos Aires y a quienes reconocía los mismos derechos que a éste- limitaran los suyos a reconocer velis nolis, los poderes de la Junta de que era Secretario, dándole así la legitimidad que jurídicamente necesitaba y que después se retiraran a esperar en la galería a que esta Junta -ya soberana- organizara un Congreso para dar la definitiva forma de gobierno.
Y este reconocimiento no podían hacerlo en Cuerpo colegiado, puesto que no quería que se reunieran en Junta o se incorporaran a la existente; no quedaba otro arbitrio que el de que cada diputado, al llegar, fuera a expresar a la nueva “soberana” el acatamiento de “su pueblo” y regresar luego a él o quedarse a mirar desde el balcón cómo -la creada por el municipio de Buenos Aires- gobernaba en nombre de Fernando VII a todo el Virreinato, sin ninguna otra regla o limitación que su voluntad, hasta que se reunieran en Congreso para dar la nueva forma de gobierno, cuya fecha de reunión podía ser la de las calendas griegas.
Si el alabadísimo e intangible Mariano Moreno hubiera sido sincero pensaría que si bien es de gran dificultad el manejo de un numeroso Ejecutivo colegiado, que era lo que iba a resultar de la incorporación de todos los diputados a la Junta primitiva, el mismo Congreso o Junta podía poner remedio al mal creando en su seno un Comité Ejecutivo que, en su nombre y representación, ejerciera dicho poder, que fue lo que hizo la Junta Grande al tocar el predicho inconveniente con el Triunvirato.
Fresco estaba el antecedente de la Convención francesa, muy numerosa en sus miembros; poder constituyente -Legislativo y Ejecutivo a la vez- y que, para el caso, creó el Comité de Salvación Pública de quien todo se podrá decir menos que no fue un poder terriblemente Ejecutivo, de máxima eficacia, y no es de suponer que Moreno pensara que Francia no tuviere en ese entonces problemas internos y externos más perentorios y graves que los de la revolución de Mayo, aun guardadas las distancias.
No. Lo que parece haber de verdad -analizando fríamente el asunto- es que a pesar de toda su prédica de “La Gazeta”, en la cabeza de Moreno vivía la misma idea que en la del obispo Benito Lué y Riega: la del civis romanus, sólo que para el obispo el civis romanus era el español y, para Moreno, era el bonaerense.
Buenos Aires había hecho la revolución; luego ella era la que debía usufructuarla y aprovecharla hasta en sus últimas consecuencias y suceder en todos sus derechos al rey. Los demás “pueblos” que se contentaran con dar su aquiescencia; con el reconocimiento de este “derecho”, ya algo habían ganado; que quedaran con ese saldo, que en el fondo era inofensivo y que contribuía fuertemente a dar olor de democracia a los derechos sucesorios que acaparaba el municipio privilegiado.
Que este pensamiento fuera subconsciente o deliberado no es posible decirlo en justicia pero, en todo caso, era el real y efectivo del alabadísimo e intangible doctor Mariano Moreno.
¿Pero de dónde nacía este concepto -que no era privativo de Moreno- quien sólo era un representativo de un estado de ánimo colectivo?
Porque es necesario investigar -hasta dónde sea posible- la causa íntima del “porteñismo”, tan contrario en apariencia a la lógica y al sentimiento de igualdad y de modestia aldeana que debía ser más bien la característica de una ciudad como Buenos Aires que, aunque virreinal, no tenía ni la organización social altamente jerarquizada, ni la suntuosidad de las otras de su categoría política en los dominios del rey de Castilla, y además era de origen tan humilde.
Buenos Aires, ciudad-capital del virreinato, no era como Lima o México, la ciudad madre de donde salieran corrientes fundadoras de las otras de su jurisdicción. En esta función la habían antecedido Asunción -que la precedió en rango político- y Santa Fe, sin contar las de origen chileno y peruano.
Tampoco fue poblada por gente de calidad; nunca tuvo aristocracia auténtica, madre de los orgullos indomables y tercos, como la tuvieron Lima y México; la poca que hubo y fue sin influencia en los acontecimientos políticos, era la descendiente de algunos segundones venidos como funcionarios o la proveniente de los oficiales de las tropas peninsulares.
La clase superior en que se reclutaba el Cabildo era formada por comerciantes enriquecidos de muy humilde origen y muchos de los orgullosos apellidos de ortografía exótica provenían de desertores de los barcos -mitad contrabandistas, mitad piratas- que ayudaban a la exportación clandestina de los frutos del país, marineros del inframundo de los puertos del Atlántico o del Mediterráneo.
Tampoco era una ciudad cultural; la aventajaban no sólo Chuquisaca, sino también Córdoba.
Todo lo que sus historiadores dicen de sus colegios más o menos carolinos no bastan a desmentir los hechos. No hablamos de los estudios universitarios, sino de los menores; el virrey Liniers mandó sus hijos a las escuelas cordobesas.
Pero Buenos Aires, capital del virreinato, ciudad de Audiencia, tenía formada -a la fecha de 1810- una clase funcionaril numerosa y gente de toga en cantidad y tenía -sobre todo- una burguesía muy rica.
Era dueña del único puerto de ultramar y todos los frutos del país iban a morir a manos de sus “acopiadores”.
Estos tres factores -verdaderos poderes de dominación- injertados en una franca incultura, tenían que producir un gran sentimiento de vanidoso orgullo al compararse con los habitantes de los otros “pueblos”, tan ígnaros como ellos, pero mucho más pobres y por tal, modestos.
No he visto a los historiadores -a los grandes bonetes- preguntarse por qué no existió en otros países de fatalidad geográfica regional como el nuestro -los Estados Unidos de Norteamérica por ejemplo- la ciudad de orgullo perturbador como fue Buenos Aires, que durante medio siglo impidió la organización constitucional del país argentino.
Valía sin embargo la pena de hacerlo.
Allí los Estados, que eran iguales en derechos al proclamarse independientes, se “sentían” iguales también en otros aspectos de la vida colectiva. Por eso ninguno pretendió una primacía especial, ninguna primogenitura; por eso pudieron hacer en paz y con toda sensatez primero su confederación y después su federación.
Virginia, Maryland, Georgia, Pennsilvania, etc., tenían salida para sus productos por varios puertos independientes. Comerciaban por Boston, Nueva York, Filadelfia, Baltimore, etc., sin contar los puertos menores. En todas partes se formaron burguesías ricas que no dependían sino muy correlativamente unas de otras.
La igualdad, sobre todo en el aspecto económico, es propicia a la fraternidad; aquí, Buenos Aires, puerto único, no podía ser fraternal porque era la sola rica y porque era rica era vanidosa y poseída de un sentimiento despectivo para con sus parientes pobres: los otros pueblos del Virreinato.
De eso nacía el porteñismo.
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A pesar de Moreno, los diputados se incorporaron y así se formó la Junta Grande.
Muy oscura fue la acción del diputado por Corrientes en la lucha entablada contra Moreno. Aunque sostenedor de Saavedra y hombre de consejo de éste -según algún historiador benévolo- el doctor de Chuquisaca no dejó mayor huella en los hechos de ese tiempo.
Apoderada la Junta del Gobierno político del Virreinato, procedió al cambio inmediato de los funcionarios españoles y con el nombramiento de los Tenientes de Gobernador -de origen “juntero”- comenzó en los “pueblos” el autoritarismo violento de éstos, que eclipsó la autoridad de los Cabildos, reemplazando el mecanismo colonial -regulado por la experiencia de tantos años y que había creado hábitos de gobierno propio en las comunidades- por un proconsulado sin control, irresponsable, caprichoso.
Bajo este régimen de país conquistado, tuvo Corrientes que ser espectadora de la lucha con que se inició el Gobierno autónomo de las Provincias Unidas.
Lo nulo de la actuación de su diputado, junto con la acción violenta del procónsul que cayera en suerte a Corrientes y la decapitación moral de su Cabildo, hicieron que ésta fuera uncida al carro porteño y después apareciera borrada como entidad propia.
La ciudad, que en tiempos más precarios produjera un Bernardo de Casajús y que fue “algo” cuando los comuneros, daba la impresión de desaparecida como expresión de personalidad.
Entretanto, en Buenos Aires, a pesar de los errores propios de la inexperiencia de los hombres, hasta la instalación de la Junta Grande iba primando el Derecho. Hizo ésta su Ejecutivo colegiado y se disponía a seguir su obra institucional cuando otro hombre de estrado, recogiendo la herencia de Moreno, menos escrupuloso o más poderoso en fuerza material, Bernardino Rivadavia, que no era diputado sino agregado del Ejecutivo colegiado -el Triunvirato- dio el primer ejemplo de alzamiento contra las autoridades legítimamente constituidas, disolviendo con una pueblada la Junta Grande y desterrando, además, de la gran urbe, en plazo perentorio y angustioso, a los diputados de los “pueblos”.
Es curioso que haya esta excepción en la larga lista de los golpes de fuerza con que la ambición de los americanos buscaba el poder en la larga lucha civil por la organización qne en todos los nuevos países sucedió a la Independencia.
Generalmente eran los hombres de chafarote los que ponían la pata sobre el hormiguero pacientemente construido; aquí fue un civil, un togado -aunque falsificado(4): “el primer hombre civil de la República”, según la repicada frase de sus admiradores incondicionales.
(4) El doctorado de Bernardino Rivadavia era como el de Hipólito Yrigoyen. // Citado por Justo Díaz de Vivar. “Las Luchas por el Federalismo (Pedro Ferré, Don Juan Manuel...)” (1935). Ed. Viau y Zona, Buenos Aires.
Bueno y muy recomendable el debut del “primer hombre civil de la República”; buen ejemplo para los otros hombres civiles. Ya sabemos que en adelante, para ser lo más conspicuo de la República hay que empezar por destruir las instituciones fundadas en derecho, siempre que sintamos la comezón de la ambición y tengamos fuerzas materiales para ello.
Esta vez, con Don Bernardino, el porteñismo sacó la cabeza con toda desenvoltura y con toda desvergüenza. Quedará para siempre como muestra clara de ello la Asamblea Nacional que Rivadavia proyectó en su famoso esbozo de Constitución, o lo que ello fuere, que tituló con el larguísimo y cacofónico nombre de “Estatuto Provisional del Gobierno Superior de las Provincias Unidas del Río de la Plata a nombre de Su Majestad, el señor Don Fernando VII”, elucubración institucional político-tropicalesca que lleva la fecha del 22 de Noviembre de 1811.
El historiador porteñista Luis V. Varela califica esta estrafalaria concepción del “primer ciudadano, etc., etc.”, diciendo al referirse a la Asamblea:
“Nada puede concebirse más monstruoso, más antiparlamentario ni más impolítico que esta disposición del Estatuto Provisional"(5).
(5) Dice el doctor Nicolás Avellaneda en su panegírica de Rivadavia: “No había estudiado en las Universidades coloniales; no era clérigo, ni abogado, ni comerciante ... Na tenía borlas doctorales ni en teología ni en jurisprudencia ... Mariano Moreno lo presentaba afrontando con afectada grandeza todas las carreras sin tener ninguna”. Parecería haber sido Don Bernardino una especie de hombre-orquesta, aficionado de todas las profesiones liberales, tocando en todas ... de oído. // Citado por Justo Díaz de Vivar. “Las Luchas por el Federalismo (Pedro Ferré, Don Juan Manuel...)” (1935). Ed. Viau y Zona, Buenos Aires.
“Era monstruoso porque la forma de constitución de la Asamblea que se adoptaba no obedecía a ningún principio de Derecho Político, confundiendo en una misma Corporación autoridades que tienen distintas funciones en el mecanismo de los Gobiernos libres”.
Dicha Asamblea estaría formada por el Cabildo de Buenos Aires, al que se sumarían cien vecinos de la misma, y más los “apoderados” de los pueblos.
No se indicaba el número de estos “apoderados” ni se estatuía nada sobre si los “apoderantes” debían o no intervenir en su designación; todo lo que dice el artículo pertinente es:
“El Ayuntamiento de esta capital, los ‘apoderados’ de las ciudades de las Provincias Unidas y cien ‘ciudadanos’ compondrán la Asamblea”.
Enseguida reglamenta cómo se elegirán los cien “ciudadanos”, pero no dispone nada de cómo surgirán los “apoderados”.
En la práctica resultó que hubieron en la Asamblea Nacional: once “apoderados” contra 33 “ciudadanos” y más los miembros del Ayuntamiento porteño.
¡¡¡El “primer ciudadano, etc.,- etc.,” estaba servido!!!
También se debe al “primer ciudadano civil” la invención de las famosas facultades extraordinarias con la suma del poder público concentradas en el Poder Ejecutivo, cosa que -como primicia- se atribuyó después, con toda injusticia, olvidando este honroso antecedente, a Juan Manuel de Rosas. Se las encuentra claramente determinadas en el curioso “Estatuto Provisional”, de referencia.
Tenemos también que agradecer al “primer ciudadano” la atribución del Poder Judicial al Ejecutivo, como se dispone por su decreto del 18 de Abril de 1812, en que se crea la “Comisión de Justicia” -dependiente de él- con facultades onnímodas.
En buena razón, Bernardino Rivadavia no se podía haber hecho más para merecer el honroso título de “primer ciudadano civil de la República”.
El grotesco Triunvirato rivadaviano fue una pesadilla de 345 días. La era del Derecho parecía haber recibido con él un golpe de muerte, pero algo sobrevivió al desastre con la salvadora rebeldía del 8 de Octubre de 1812, que arrojó del poder al funesto personaje.
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Vino luego la reticente Asamblea del Año XIII, y volvieron a aparecer los diputados de “los pueblos”.
Algunos eran representantes verdaderos de sus regiones; otros -la mayoría- fueron “elegidos” por la presión de los Tenientes de Gobernador “triunvirateros” que, desde Buenos Aires, se mandaron a las provincias a raíz del golpe de Rivadavia, exactamente como en tiempos de los virreyes se los sacaba de España; españolizantes antaño; porteñizantes ogaño; tipo de procónsules barbarotes que se dio mucho durante los nefastos años que precedieron al XX.
Eran estos señores de horca y cuchillo. Los después llamados “caudillos prepotentes” a lo Facundo jamás extremaron los procedimientos de barbarie como los “capataces” porteños.
Los “caudillos” tenían respeto por la sociedad en que vivían, a la que estaban vinculados con sus familias y bienes; puede que su voluntad haya sido a veces Ley en lo político, pero así y todo estaban contenidos por esos frenos de que carecían esas aves de paso, los “capataces”, de hábitos cuarteleros, rapaces, ensoberbecidos...
Hablando de estos mandones dice Ferré en su “Memoria”, tratando de la dominación porteña en su provincia:
“Se vio en Corrientes una sociedad pública de ladrones, que salían de noche con música y, al son de ésta, robaban almacenes, pulperías, tiendas y casas particulares de la ciudad, teniendo a ésta en consternación y obligando a muchos a ocultar sus bienes en los templos y conventos y ni en estos estuvieron seguros de su rapacidad pues, una noche, con engaños, le hicieron abrir la puerta de su celda a fray José de la Quintana y, sorprendiéndolo, le vendaron los ojos y le robaron los intereses que allí habían tratado de asegurar, sin que contuviera su desenfreno la veneración que siempre mereció de todo Corrientes ese ejemplar y benemérito lego franciscano”.
La golondrina blanca, Ensebio Valdenegro, “capataz” sucesor de Galván, hombre bondadoso y ecuánime, dice a sus comitentes de Buenos Aires -en oficio pasado al recibirse de la Tenencia de Gobernación- refiriéndose al estado en que encontró a Corrientes por obra de su antecesor:
“Tristísimo es el estado de esta ciudad. Expuestos sus moradores a la rapacidad de los malintencionados, torcida la Justicia, sirviendo este pueblo infeliz de blanco a las iniquidades...
“La viciosidad de los mandatarios dislocó el orden y, rotos los lazos del respeto, procedieron los crímenes con publicidad y desvergüenza”.
Otra perla del joyel porteñista la cuenta el doctor Mantilla, historiador nada sospechoso de antiporteñismo. Hablando de un teniente coronel José León Domínguez, “capataz” enviado de Buenos Aires, dice:
“Cúpole iniciarse con un acto de violencia ordenado de Buenos Aires: la deportación injustificada de vecinos europeos de la ciudad y la persecución seguida de confiscación de bienes de los que fugaron al Paraguay”.
Eran -los más de los deportados- honorables y pudientes.